Lupercalias

Por Adán Costa.- Febrero, en el antiguo calendario romano, era el último mes en su año. Todo lo que terminaba en este mes comenzaba recién en marzo. A mediados de febrero, una vez atravesado todo un largo año de cosechas, guerras, muertes y esfuerzos, se celebraban como premio, las Fiestas Lupercalias, las que ya venían celebrándose desde tiempos muy remotos y arcaicos, pero la Antigua Roma las estructuró como ritual. Su nombre deriva de lupus (lobo, animal que representa al dios Fauno que tomó el sobrenombre de Luperco) e hircus (macho cabrío, un animal impuro). Una congregación especial de hombres, los “lupercos” (amigos del lobo) eran elegidos anualmente entre los ciudadanos más ilustres de la ciudad. Debían ser en su origen adolescentes que durante el tiempo de su iniciación en la edad adulta sobrevivían de la caza y el merodeo en el bosque. Es decir, aptos para la procreación y la guerra. Era por aquel entonces un tiempo en que se comportaban como “lobos humanos”. Bajo la sombra de una higuera, llamada Ruminalis, comenzaba la fiesta con una ceremonia oficiada por un sacerdote en la que se inmolaba una cabra. Después ese mismo sacerdote tocaba la frente de los “lupercos” con el cuchillo teñido con la sangre del sacrificio y a continuación borraba la mancha con un mechón de lana impregnada en leche de cabra. Éste era el preciso momento en que los “lupercos” prorrumpían en una carcajada de inicio del ritual. A continuación se formaba una procesión con todos los hombres presentes, todos necesariamente desnudos, que portaban unas tiras o correas hechas con la piel de la cabra recién inmolada y con ellas azotaban manos y espaldas de las mujeres que encontraban en el camino dispuestas a ser parte de la ceremonia. Extrapolado, sin su sentido escénico o litúrgico, a nuestros tiempos actuales de violencia de género, podría ser pensado como una abominable aberración machista. De algún modo, era este un ritual para la fecundidad, la fertilidad y el disfrute plenos de la sexualidad. Era esta una celebración que así iniciada luego desencadenaba en una maratón de intercambio de sexo, hombres con hombres, hombres y mujeres, mujeres con mujeres. En el fondo, venía a significar en la sexualidad, el triunfo de la vida sobre la muerte. Mucho tiempo después, la Iglesia Católica, seguramente guiada por una finalidad de profilaxis y organización social en unidades conyugales, hacia fines del siglo V no pudo prohibir las Lupercalias, ya que era una práctica profundamente arraigada y representada en el pueblo, dentro y fuera de las celebraciones. Por lo tanto se plegó a ellas, pero cambiando su carácter y rumbo. El papa Gelasio exhumó un mártir de los tiempos de la persecución de los cristianos en el siglo III, llamado Valentino, lo hizo santo y dijo que a partir de ese momento las fiestas iban a ser en su honor, atenuando los aspectos orgiásicos y aumentando los aspectos de la fertilidad, procreación y unión conyugal. Faltaba bastante tiempo todavía, para la llegada a nuestras costumbres de Occidente para que se consume el ideal del amor monogámico, conquistado recién entre los siglos XVII y XIX, donde el amor debía ser exclusivamente entre dos personas de diferente sexo. Esto fue posible después de incesantes prédicas culturales sazonadas por el lado ingenuo o idílico, por valores épicos, de protección y románticos; pero, por el otro lado, por un costado tan sombrío y coactivo como efectivo, con amplios sentimientos de culpa, señalamiento social, angustia, posesividad y celos. Este ideal de unión monogámica, quizás más declamado que practicado, rige hasta hoy en muchísimas de nuestras relaciones afectivas. No obstante transcurrió, a su vez, mucho tiempo desde las épocas de las Lupercalias y la época del papa Gelasio, para que los norteamericanos realicen una nueva y poderosa inversión simbólico-cultural. Transformaron esa celebración (primero arcaica, luego pagana, posteriormente religiosa) en una mercancía imposible de no ser consumida, como se la conoce, también, por estos días.

14 de febrero de 2017

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