Las máscaras de Fernando

Por Adán Costa.- Para la Historia Oficial argentina la naturaleza de la Revolución de Mayo jamás ha ofrecido duda alguna, ni matices ni complejidades. Y así lo ha dogmatizado en las aulas escolares desde fines del siglo pasado. El 25 de mayo de 2016 es el día que nace nuestra patria, han dicho durante muchísimas décadas las maestras argentinas en los actos escolares. Norberto Galasso, gran historiador argentino, ha pensado una sugerente humorada en clave pedagógica, que hacemos nuestra y nos la permitimos reposicionar. Algún niño pícaro podría preguntarle a su maestra: -Si así fue, ¿por qué declaramos la independencia varios años después? La respuesta de una atenta docente sería más o menos como ésta: -Debimos esperar seis años porque las condiciones mundiales recién entonces nos resultaron favorables para dar el gran paso. Lo verdaderamente cierto es que en 1816 las condiciones políticas internacionales, eran aún más adversas en Europa, especialmente en España, con la restauración de los poderes absolutistas y conservadores.
Otro niño avezado puede insistir: resulta muy extraño que la Revolución, después de deponer al virrey, haya jurado conservar íntegra esta parte de América al rey don Fernando Séptimo, a sus legítimos sucesores y guardar puntualmente las leyes del reino. La respuesta que tradicionalmente se viene ensayando desde entonces en las aulas es, líneas más, líneas menos: -los revolucionarios ocultaron sus intenciones separatistas para evitar ser depuestos en sus fines, por lo cual simularon mantener lazos de sumisión, táctica que ha pasado a la historia como “la máscara de Fernando Séptimo”. El niño queda medianamente conforme. Ya tiene otro personaje para sumar a las máscaras de carnaval los veranos septentrionales o de una tan creciente como foránea celebración de una noche de las brujas que sucede cada fines de los meses de octubre. Pero esta respuesta no podrá jamás convencer a un estudiante universitario de cualquier carrera de ciencias sociales. Eso no es valedero, porque no sólo que se juró simultáneamente por Fernando en diversas ciudades de América, sino, que además, porque resulta evidente que ninguna revolución puede enmascarar sus objetivos centrales, ninguna dirigencia revolucionaria puede asumir el poder y declararse totalmente opuesta al objetivo que persiguió. ¿Por qué si se trataba de una revolución separatista del poder español no declaró la independencia? ¿Cuestión de táctica? ¿Qué movimiento va a subordinar a una conveniencia táctica su objetivo estratégico central? ¿Quién la amenazaba? ¿España ocupada por Napoleón e impotente? ¿Por qué la revolución asumió la misma forma organizativa que en España y en las principales ciudades de América? La respuesta es una sola. La Revolución en España y en América era una sola y era la misma. Se estaba dando una revolución social y democrática contra el absolutismo europeo. No buscaban la independencia de España, buscaron sacarse de encima a los reyes, virreyes y cada una de los elementos que caracterizaban a las monarquías absolutistas. ¿Por qué razón sino ésta volvería un oficial del ejército español San Martín a una tierra de la cual sólo tenía recuerdos infantiles?
Todo obedeció a la lectura errónea y capciosa que hicieron Mitre y todos sus sucedáneos en la Historia Oficial que se ha enseñado en nuestras escuelas. Se la quiso hacer ver separatista, independentista, anti-española, anti-monopolista, anti oscurantista. Necesitaron fundar una conexión histórica con los intereses que verdaderamente representaban: “Inglaterra fue quien nos abrió los caminos hacia la libertad, especialmente a la libertad de comercio”, soñaban estos “próceres”. Los sectores que históricamente fueron representados por la espada y la buena pluma de Mitre, les interesaba fundamentalmente ir formando parte del sistema cultural y económico que propició la potencia hegemónica mundial del siglo XIX. Inglaterra y su “División Internacional del Trabajo”. Primarización de la economía y los sectores dueños de la tierra, como dueños de la Argentina entera. Juan Bautista Alberdi en su vejez lo dijo con una clarividencia no escuchada en su momento: “La revolución española es un apéndice de la Revolución Francesa. Las revoluciones en América, un detalle de la revolución en España”.
French, Berutti y sus infernales chisperos jamás repartieron cintillas celestes y blancas entre los revolucionarios. Repartieron cintas rojas y blancas que llevaban la efigie del rey Fernando Séptimo. Y el Fernando que nuestros revolucionarios de mayo tenían en vista (no como máscara sino verdadero ideal) representaba en España, precisamente, la revolución democrática de una monarquía absolutista. Igualmente, bueno es saber, que el Fernando que recuperó el trono depuesto en España, abandonó todos sus planes democráticos anteriores y se convirtió en el paladín de la restauración absolutista. Igualmente, el proceso de democratización que se inició en mayo de 1810 en el cabildo porteño, fue firmemente madurando hacia la independencia, cosa que se fue dando en 1813, con la asamblea que introduce innovaciones de democracia social (libertad de vientres de esclavos, abolición de títulos nobiliarios); el 29 de junio de 1815 (primer declaración de Independencia por Artigas y sus pueblos libres del Litoral en Concepción del Uruguay, Entre Ríos); en 1816 (declaración de la Independencia en Tucumán, en castellano, quichua y aymará).
También es conveniente conocer que la revolución fue, en el país que hoy conocemos como la Argentina, ante todo, porteña y foquista, con todo lo bueno y lo malo de lo que representa ir desde los centros hacia las periferias, desde los iluminados hasta los que le falta luz, desde el arriba hacia el abajo. También lo fue, sucedáneamente americana, en las principales ciudades de la América española. Se pretendió llevar ese foco al resto de ciudades de los países en ciernes. Por eso Belgrano y Castelli fueron en campañas hacia el Paraguay y al Alto Perú, encontrando luces y sombras en sus cometidos. San Martín nunca sintió que estaba peleando contra los españoles, él mismo era un militar del ejército español, su padre era español, su madre verdadera era guaraní. San Martín peleaba contra los godos, es decir contra el absolutismo y los reyes. La transmisión de la historia está plagada de desaciertos, que en realidad son operaciones culturales que pretenden hacer hermenéuticas interesadas de hechos y sentidos. Ya el filósofo alemán Nietzsche dijo en 1874, “no hay hechos, sino, más bien, interpretaciones”. Lo cierto es que estos prohombres del liberalismo conservador argentino hacia fines del siglo XIX, en defensa de sus propios intereses alteraron el sentido de los sucesos ocurridos en las primeras décadas del mismo siglo. No usaron la máscara de Fernando sólo como una rebuscada excusa, con esa máscara no hicieron otra cosa que tapar la historia sucedida, y conectarla con sus propias claves. Las operaciones culturales de los sectores dominantes suceden cada vez que un signo popular, democrático u originario cobra sentido en lo público o conviene a sus intereses de coyuntura. Tan es así como que hoy en 2016 nos sentamos a las mesas de mayo a almorzar sabrosos locros en señal de una tradición de patria naciente, sin tener mínimamente en cuenta que el “lucru” sobre la base del maíz, zapallo y otros vegetales es una comida ancestral con la cual nuestros legítimamente originarios quichuas y aymaras han encontrado alimento desde las cimientes de nuestra Madre Tierra desde mucho más que cinco siglos atrás.

25/05/16. El autor es abogado del foro santafesino y docente universitario.

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