Quique, el tornillo y el grano de arroz

Por Alcides Castagno.- Don Benito Quinquela Martín, pintor, filántropo, un hombre creativo con alegría de vivir y que, según decía, no pensaba envejecer porque tenía mucho que hacer todavía, había instituido la «Orden del Tornillo (que le falta)» destinada a personas que se destacaran en el arte, la cultura y la filantropía, asociada con rasgos de bohemia y desinterés por lo propio. El primer rafaelino en recibir la distinción fue el arquitecto Ricardo Remonda. Sabiendo de la presencia de don Benito en una exposición en Rosario, lo invitó a visitar Rafaela. Aceptó, pero debía ser por avión. El operativo incluyó al propio Remonda, los hermanos Grossi que pusieron a disposición el avión de la empresa y a su piloto Carlos Valfré. Quinquela bajó sonriente, contento por haber volado por primera vez. Comenzó así una semana de reuniones y agasajos organizados por la subcomisión de Cultura del Jockey Club, en cuyo transcurso, entre otros actos, un artista de la madera, Luis Remonda, le obsequió al embajador de la «república de La Boca» un tornillo labrado en dicho material.
No todo quedó en lo social, las anécdotas y el invariable buen humor del artista boquense; quiso dejar en Rafaela un signo visible de su presencia: el tornillo. Para ello, selección mediante, otorgó la orden a Magdalena de De Lorenzi, benefactora, Antonio Terragni, periodista y escultor, Ricardo Merlo, escultor, José Pedroni, poeta esperancino, Ricardo Remonda, que ya había sido distinguido previamente y Nelson «Quique» Rosetti, entonces delegado cultural de la Provincia. Todos ellos ocuparon u ocuparán un lugar en nuestra atención, como gestores de una tradición cultural que el propio Quinquela destacó sin demagogia, pero hoy nos referiremos a uno de ellos cuyo aporte a la educación y la cultura lo ha distinguido siempre: Nelson Rosetti.

Quique

Algunos ni siquiera sabían de su nombre, que ni él mismo usaba demasiado. Levemente inclinado, con la sonrisa puesta y el humor permanente, con su traje y a menudo su sombrero de ala angosta -certificado de caballero-, asistía a las convocatorias culturales de la ciudad, especialmente a propuesta del Centro Ciudad de Rafaela, el Club de Leones o porque le gustaba estar en todas. Era interesante escuchar sus evaluaciones de lo visto, a veces con admiración y otras con una filosa ironía diluída con una escapada hacia otro tema. Superaba con holgura el estigma que en su tiempo era tener una empresa de pompas fúnebres. Los suntuosos carruajes y las carrozas funerarias tirados por dos, cuatro o seis caballos negros con jaeces prolijos, las coronas y los cocheros de galera y levita completaban un cuadro familiar para los Rosetti.
Quique daba clases de escritura y caligrafía en la Escuela Nacional de Comercio. Seguramente por la vocación minuciosa que impulsaba tal materia en tiempos en que el teclado no estaba totalmente desarrollado y que, por otra parte, hacer buena letra significaba una eficaz carta de presentación, supimos que un hobby realmente extraordinario ocupaba sus horas libres. Fuimos a conversar con él y comprobamos que lo oído no era una exageración, aunque escribir una estrofa del Himno Nacional en un grano de arroz sigue pareciendo poco creíble.
«Me decidí a desarrollar este hobby de escribir en un grano de arroz o en papel pergamino cuando observé a un monje franciscano en Buenos Aires. Hablando con él, me contó cómo lograr la tinta adecuada, que había desarrollado durante su noviciado en el convento. Además, me dio una serie de indicaciones fundamentales y decidí prepararme. Tenía que hacer seis meses de un régimen especial de comida, nada de alcohol, nada de cigarrillo. Y lo hice. Además, me puse a conseguir los elementos. El grano de arroz debía ser grande, de superficie lisa, y así con una lupa analicé kilos de arroz para encontrar los granos adecuados. Para escribir, era necesario tener un cabello de mujer rubia, partido. Eso es lo más fino que hay. Con todo preparado, hice mi primer logro: Escribí en un grano de arroz «Oíd mortales el grito sagrado: libertad, libertad, libertad». Lo llevaba al colegio en los difíciles últimos días de clases, para que los chicos se entretuvieran. Fue así como en una de esas oportunidades, un día de calor, un chico tocó el grano con su dedo transpirado y lo arruinó completamente.»
Aquí Quique hizo una pausa como para volver a digerir el mal trago. Y siguió contando. «Escribir el Himno Nacional, que es lo importante, me demandó unas cinco horas de trabajo. No es nada comparándolo con el chino que en un grano de sorgo escribió el Corán completo.»
«Fueron tiempos hermosos a los que quisiera volver: darles a los chicos todo lo bueno que tengamos adentro, es lo que traté de hacer durante 30 años y me da mucha nostalgia».
Nelson «Quique» Rosetti ostenta en su solapa una rara insignia: un tornillo, esa distinción que don Benito Quinquela Martín creó para algunos elegidos por la bella locura del arte. Podría decirse la vieja metáfora del grano de arena para construir la sociedad, que Quique cambió por un grano de trigo. ¡Qué suerte haberlo conocido y haber compartido tantas horas! Cada minuto con él nos hacía sentir un poco más ricos, un poco más locos, con la locura creadora de animarse y volar.

Fuente: https://diariocastellanos.com.ar/

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