Murió el gran periodista Bartolomé de Vedia

A los 74 años. Tuvo una brillante trayectoria en el diario La Nación durante más de 50 años.

Por José Claudio Escribano (Buenos Aires)

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Por José Claudio Escribano.- La larga, comprensiva y penetrante mirada de Bartolomé de Vedia sobre el país y el mundo será una ausencia que ha de sentirse tanto en LA NACION como entre sus lectores, como pérdida irreemplazable y dolorosa.

Habíamos seguido con tribulación las noticias del deterioro físico gradual del gran periodista y maestro de periodistas, que murió ayer, en Buenos Aires, a los 74 años. Sabíamos, desde hacía algún tiempo, que la lucha contra el cáncer que había librado durante años se inclinaba hacia la desaparición de quien, a pesar de la engañosa y algo desgarbada corpulencia, era puro espíritu. Sabíamos que el desenlace se anticiparía, en cualquier momento, a la ilusión de recibir, como había ocurrido hasta los últimos días, otro comentario editorial luminoso, unas carillas más en las que la tradición doctrinaria del diario, de 140 años, se reflejara con el testimonio de una voz admirable.

La preservación de ese vínculo entre Bartolomé de Vedia y LA NACION, la certeza por ambas partes de que iba a prolongarse hasta el límite fatal una comunión sin fisuras que merecieran mensurarse, constituían el triunfo de viejos ideales y de renovados ideales compartidos por varias generaciones de periodistas y escritores de una misma familia. El eje de esa relación ha sido la infaltable presencia en el diario de alguien que honrara el apellido de la mujer del fundador, Delfina Vedia de Mitre.

En ese notable y prolífico registro, en el que las anotaciones contables han tenido papel secundario de no haber sido porque Enrique de Vedia fuera el administrador que acompañó al general Bartolomé Mitre e hizo posible la afirmación de una empresa viable, los más de cincuenta años de Bartolomé de Vedia en LA NACION redoblaron, si cabía, lo excepcional de los vínculos.

Aquí habían dejado también el sello de su paso Enrique de Vedia, novelista fecundo, rector del Colegio Nacional Buenos Aires; Mariano de Vedia, que escribía con el seudónimo de «Juan Cancio» y fue presidente de la Cámara de Diputados de la Nación; Mariano de Vedia y Mitre -«Marianito»-, abogado, autor de la Historia delas ideas políticas en la Argentina , en diez tomos, traductor de Shakespeare e intendente que dio fisonomía peculiar a Buenos Aires, al ordenar la construcción del Obelisco que conmemora, contados desde don Pedro de Mendoza, los 400 años de la ciudad. Y, por si hubieran sido pocos y nada destacados todos ellos, en la memoria agradecida de LA NACION cuentan por igual los nombres de Joaquín de Vedia, director y crítico teatral y aclamado retratista de Mitre, Roca, Pellegrini, Clemenceau, en Cómo los vi yo ; de Agustín de Vedia, abogado y profesor universitario, y de Leonidas de Vedia, quien dirigió el Suplemento Literario.

Con levedad irónica que apenas trasponía el umbral de lo perceptible acaso por la bondad del carácter y refinamiento del estilo, acaso por la prestancia natural de una inteligencia fortalecida en lecturas vastas y tertulias con acierto elegidas, Bartolomé de Vedia -Bartolo, a secas, como lo llamaban en todas partes con respetuoso afecto- habría coincidido con nosotros en una curiosa observación. A partir de una cierta etapa de su vida, resultaba difícil colegir, en rigor, qué gravitaba más y con más frecuencia en la reciprocidad intelectual y emocionada de su trato con LA NACION. Si era que ésta se expresaba en determinados asuntos por la voz de Bartolomé de Vedia o, bien, si el periodista lúcido interpretaba por sí mismo, como exegeta indiscutible e inapelable, las esencias de lo que debía opinar el diario sobre tal o cual tema sometido a su ejecución, siempre con la certidumbre de que preservaría la coherencia de una línea editorial más que centenaria.

Junto con una pléyade de jóvenes con vocación periodística que tuvieron larga y definida trayectoria en LA NACION, Vedia había ingresado aquí en 1957. O sea, después del derrocamiento del presidente Perón y de la abrogación de las normas que habían encorsetado las posibilidades de expresión del diario a seis magras páginas por día, con excepción de diez en la edición de los domingos. Condicionada así la factura física de los ejemplares por los cupos dispuestos -con implacable manipulación totalitaria, claro- para la compra de papel a raíz del régimen del comercio exterior entonces en absoluto estatizado, el objetivo central del diario se había ceñido a subsistir. LA NACION fue, en esos años posteriores al cierre y confiscación de La Prensa, en febrero de 1951, una voz inevitablemente mediatizada, pero voz al fin digna, en medio de la política de silenciamiento de la oposición y de la prensa independiente.

El primer destino de Vedia en LA NACION fue el Archivo, la confrontación con los datos y el reservorio de conocimientos indispensables para gestar un periódico documentado. El primer contacto fue, así, con ese mundo de elementos inorgánicos en cuya paciente y valiosa clasificación también anida el alma de un diario como éste.

Ese trabajo antiguo de archivero contribuía para él al periodismo eficiente con el que habían soñado otros Vedia. Ese oficio activaba el sentido profesional por el que el retoño entonces más juvenil de la estirpe comenzaría pronto a predicar, adelantándose a jactanciosas proclamas, la necesidad de revalorizar las zonas más complejas de la actividad periodística, profundizar el examen de las noticias, descubrir nuevos ángulos para el análisis o el comentario. Y, sin duda, acompañando tales reclamos con la insistencia en que cada crónica fuera ubicada en el contexto apropiado para englobarla.

Años de LA NACION todavía en el histórico edificio de San Martín 344. La imprenta sobre la calle, la Redacción en la primera planta y, un segundo piso, en el que trajinaban los cronistas de Deportes y Carreras, los ilustradores y? Antonio Silvestre, peluquero, e hijo de Pompilio, el anterior peluquero del diario, cuyas tijeras se empleaban en testas prominentes de las letras y de la prensa del país. Allí, cualquier tarde de esas, Jorge Luis Borges podía aparecerse para entregar un cuento o un poema en el Suplemento Literario de tanta fama en la cultura de América y de Europa. O, así de simple, para incorporarse a una tertulia ocasional.

En aquel piso había un espacio reservado para los críticos de espectáculos. No había pasado mucho tiempo desde su ingreso, cuando Vedia fue invitado a desplazarse unos metros, hasta el lugar donde empezaría a deslumbrarnos como flamante crítico cinematográfico.

Pronto sería el jefe de Cine, según la vieja nomenclatura. Esa sección marcaría rumbos, primero por la rectitud de los juicios y luego, por la categoría intelectual de los redactores. Escribían Ernesto Schoo, concentrado desde hace tanto tiempo, y hasta hoy mismo, en la crítica teatral, y Tomás Eloy Martínez. Ambos compartían el escritorio «doble ministro» -con cajoneras por los dos lados- que había dejado libre otro Vedia, Leonidas, cuando lo nombraron jefe del Suplemento Literario en reemplazo de la poetisa Margarita Abella Caprile. Rolando Rivière, luego corresponsal en Roma y Madrid, era otro de los destacados críticos cinematográficos de la época.

Una respuesta de Julián Marías, a la pregunta planteada por Vedia en uno de los viajes de aquél a Buenos Aires, sobre los nuevos vientos que soplaban en la política y la cultura de posguerra, cuadraba muy a propósito de la personalidad del periodista cuya muerte enluta a LA NACION: «Cambian los que no pretenden ser vanguardistas». Vedia nunca pretendió ser vanguardista en nada.

¿Cómo podría haber sido él, sin embargo, el interlocutor apropiado para que Michelangelo Antonioni, el director de Las amigas y La aventura, confiara las razones profundas que tenía para reflejar un mundo de incomprensiones humanas, el desamor, la inestabilidad? ¿Cómo llegó a ser el crítico que perseveraba en el aliento a un cine argentino por momentos rudimentario, pero azuzándolo a abandonar la pura voluntariedad y mercantilismo, instándolo con persuasión al rigor artístico que lo ha llevado, en señalados casos, al glamoroso reconocimiento internacional?

¿Cómo pudo ese mismo crítico dejar un día el lugar consagrado en el diario a todos los espectáculos -el cine, el teatro, la música, la danza, la televisión, que estaban bajo su ojo escrutador- y consagrarse, cada vez con mayor afianzamiento intelectual, en el editorialista que juzga los grandes temas de la actualidad nacional y del mundo o en el ensayista cuya firma, una vez identificada, atrapaba al lector con la seguridad de la riqueza e interés previsibles en el artículo al que aquella precedía?

Bartolomé de Vedia estaba en condiciones de hacer todo eso, y de hacerlo en vena moderna, porque se hallaba dotado de un inmenso talento. Porque movilizaba esas condiciones una inspiración sin imposturas ni anclajes irreductibles y porque la genuina humildad del carácter -abierta al aprendizaje continuo- cumplía funciones rectoras en todos los órdenes de la personalidad. Vivió una vida feliz, tal vez por no haberse propuesto la felicidad material, que impone denuedos para los que no había nacido.

Encarnó la austeridad como una elección que otorgaba a su naturaleza más comodidad y, al mismo tiempo, más privaciones de vanas tenencias. Era, es justo decirlo, espécimen de un periodismo en extinción, para el que la firma, en el encabezamiento o al pie del texto que se edite, es parte de formalidades prescindibles.

Pertenecía, pues, a la vieja escuela de combatientes por la prosa de excelencia y el razonamiento fecundo, forjados, antes que nada, en nombre de una creación colectiva configurada por espontáneas decisiones personales. Escuela para la cual el dato central por tomarse en cuenta es la identificación con el diario para el que se escriba, de igual modo que la bandera acreditada de un navío asegura las bondades y el destino de la carga que transporta y protege. Esos periodistas sabían, sin confesarlo, que el ojo atento y agradecido del lector termina en algún momento por reconocer, sea por el estilo, sea por la raigambre de las ideas, sea por la congruencia en las convicciones, las autorías que lo estimulan a perseverar en la lealtad hacia un medio masivo de comunicación.

El compañero de tareas que despedimos interpretaba la misión del periodismo como la de un segundero infatigable de la historia. Justificaba que el diario ahondara por multiplicidad de vías la búsqueda y acrecentamiento de la franja de lectores, pero a condición de que sobre una de ellas, la más decisiva de todas, se asentara la apelación a los otros recursos. Ese fundamento inconmovible debía ser la solidez y calidad de las informaciones y comentarios, base de la conquista y retención de la credibilidad de los lectores más exigentes. Los demás, vendrían por añadidura.

Visualizar el andar del diario como un anticipo presuroso de la historia era consistente con las experimentaciones personales de quien, además, procedía por lazos de sangre de un guerrero de la Independencia, el general Nicolás de Vedia. La historia viva del país estaba presente en el hogar y, si la tradición oral había ocupado un lugar privilegiado en su formación, no era menos importante la aplicación a la obra de quienes habían reconstruido el pasado argentino con esfuerzo documental e interpretación perspicaz.

Desempeñó la docencia como profesor de Etica periodística e Introducción al periodismo, en la Universidad Católica Argentina; de Etica y periodismo, en la UCES, y de Opinión pública, en el Instituto Católico de Estudios Sociales. Se había recibido de abogado en la Universidad de Buenos Aires, a una edad avanzada, igual que había sucedido con otra de las figuras de mayor relevancia de este diario en el siglo XX, el subdirector Juan Santos Valmaggia, quien tampoco ejercería la profesión.

Se configuraba entre los ascendientes de Bartolo el hecho excepcional de que, de los cuatro abuelos, tres hubieran portado el apellido Vedia. Por el lado del padre, el médico Lorenzo de Vedia, Enrique de Vedia estaba casado con Micaela de Vedia; por el de la madre, doña Dolores Durañona y Vedia, los abuelos eran Lautaro Durañona y Dolores de Vedia. Es más aún: su propia esposa ha sido Esther Olivera Vedia de Vedia, con la que constituyó un hogar con diez hijos y cuya generosidad está presente en innumerables obras de beneficencia.

Alfredo Olivera, uno de sus cuñados, lo arrastró en algún momento, en los años cincuenta, a encuentros con Arturo Frondizi. Compartían con Frondizi la visión de un país que debía modernizarse y superar los cruentos conflictos entre peronismo y antiperonismo y el hondo pleito que todavía se prolonga entre no pocos de los argentinos. Sobre la bóveda del hogar paterno, Bartolo había percibido las nubes siniestras de la persecución política. Su hermano Lorenzo, fallecido hace tres años y con quien lo unían profundos afectos, había caído, en 1954, prisionero de una famosa redada policial de estudiantes universitarios. Lo encerraron en la cárcel de Devoto por la militancia en el grupo de orientación anarquista que acompañaba a la «Línea Recta», en la Facultad de Ingeniería de la UBA.

Los diez hijos de Bartolomé de Vedia son Bartolomé, Carolina, Lautaro, María Esther, Mariano -editor de la sección Política de LA NACION y columnista-, Mercedes, Gabriel, Lorenzo, Agustina y Carlos Enrique. Lorenzo es párroco de Santa Elisa, en el barrio de Constitución, y Mercedes, monja en el monasterio benedictino Santa Escolástica, de Victoria. Ese entorno familiar, de acuciada unción religiosa, ha llevado con frecuencia a la suposición -errónea- de que la mano y el pensamiento de Bartolomé de Vedia han estado en acción en la defensa, desde nuestras páginas, de las más ortodoxas posiciones eclesiásticas.

Fue, en verdad, un hombre con sustancia religiosa, que reafirmó con el correr de los años y siempre desde una estructura moral intachable, con firmes creencias en el sistema de valores cívicos y republicanos que defendía con igual lucidez tanto en la palabra escrita como en la palabra hablada. Conocedor como pocos laicos de la doctrina social de la Iglesia, pesaba, empero, en sus argumentaciones más el carácter flexible que las opiniones dogmáticas, más la voluntad componedora y de efectos balsámicos que cultivó hasta en la constelación de los críticos -clasificada por una antigua superstición periodística como la de mayor complejidad natural en un diario- que la pulsión por sostener sin concesiones las propias perspectivas.

En parte liberal y en todo consustanciado con el espíritu y la letra de la Constitución Nacional de 1853/60, que otro de sus antepasados, Agustín de Vedia, había sido el primer jurisconsulto en comentar, Bartolomé de Vedia se propuso comprender y difundir la doctrina del Concilio Vaticano II y alguno de sus postulados en particular, como el diálogo interreligioso. Lo hizo con tanta equidistancia de la visión abstracta de la realidad social y concentrada en esquemas cristocéntricos, como de los reduccionismos sociológicos en cuyos extremos se comprometió, a fines del siglo XX, en nombre de la lucha contra la pobreza y la exclusión, a una parte de la Iglesia en América latina con modalidades nefastas de la violencia política.

Ese reduccionismo temerario no sería el más indicado para entender las razones por las cuales Bartolomé de Vedia aceptó en 1981, alejándose por un tiempo de LA NACION, las funciones de subsecretario de Cultura de la provincia de Buenos Aires. En la forzada traslación a la retórica política, aquella visión ha pretendido infundir la idea de que durante el último gobierno militar sólo hubo cómplices y perseguidos y no, también, caudalosas corrientes cívicas que procuraban, paso a paso, cada una a su modo, abrir brechas hacia una restauración democrática plena. Admirador de Ortega y Gasset, seguramente aceptara Vedia en su introspección, al igual que el maestro español en el estudio sobre la filosofía de Dilthey, que «la vida, que es permanente creación del futuro es, a la vez, permanente reforma del pasado». O sea, que la vida asimila el pasado como tal en función de los vaivenes de cada época, que, por definición, mutan de perspectiva.

Bartolomé de Vedia consideró, como lo habían hecho antes que él desde la función pública cientos y cientos de afiliados y dirigentes radicales, peronistas y de un sinfín de sectores políticos y sociales, que algo podía hacerse, desde otro plano, en favor de la reconstrucción democrática. A eso sumaba la convicción de que debía, además, cerrarse el paso a una reedición de las tropelías de los peores elementos -López Rega, a la cabeza- del precedente gobierno civil. Se fue del cargo de subsecretario un año más tarde de haberlo asumido, con la misma dignidad con la que había llegado y en un gesto de lealtad -de esos que no abundan- con el ministro Julio Lascano, que lo había designado.

Alguna vez adquirirá el formato de libro la selección antológica de artículos, ensayos y conferencias de quien fue jefe de Editoriales de LA NACION, presidió por dos períodos la Academia Nacional de Periodismo e integró, también como miembro de número, la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Como redactor por varios años de la columna reservada al examen de las cuestiones religiosas, Vedia había establecido relaciones de cercanía y estima personal con el cardenal Eduardo Pironio, sobre cuya vida ejemplar escribió un libro: Laesperanza como camino, y con los últimos arzobispos de Buenos Aires, Antonio Quarracino y Jorge Bergoglio.

Fue jurado del festival cinematográfico, en un tiempo famoso, de Mar del Plata y del de Karlovy-Vary, en territorio checo y considerado el de mayor influencia de la Europa Central. Reconocido con los premios Santa Clara de Asís, Estrada y Educar-juntos , Vedia tenía predilección por el periodismo radial, que ejerció en varias emisoras: Municipal, Excelsior, Splendid, Argentina, Mitre, Nacional, Antártida. Viajó por el mundo y recordaba, en especial, las enseñanzas políticas que había cosechado al acompañar al doctor Raúl Alfonsín en lo que había sido la primera visita oficial de un presidente argentino a la Unión Soviética.

Bartolomé de Vedia fue un porteño sensible a manifestaciones populares de la ciudad: los tablones domingueros del desaparecido Gasómetro azulgrana de la avenida La Plata, el tango de letra arrabalera, el placer de la lectura en un acogedor café de barrio. Ya en la mocedad, le había cantado con ojos de poeta que, más que soñar, observaba: «Barrio?/he pensado que puedes recuperar tus cosas,/ las distancias rectas/ que apretaban mis pies al asfalto,/ la geometría verde de la noche/ que ambulaba en los ojos del gato,/ las voces ordenadas y precisas/ que en las persianas no resonaban/ y el grito ágil y perfecto/ de los balcones hacia el cielo?»

Había nacido en Buenos Aires, el 6 de noviembre de 1935.

Es velado en la sede de Pastoral Universitaria del Arzobispado porteño, Riobamba 1227. El sepelio se realizará en el cementerio de la Recoleta, a las 15, luego de una misa en la Iglesia del Pilar.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 13 de agosto de 2010.

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