Inquietudes y esperanzas sobre la Argentina política

Confiemos en que los tiempos venideros sirvan de estímulo para imaginar, como aconsejara José Luis de Imaz en su libro Nosotros mañana, un futuro intelectual y materialmente viable hacia el cual podamos comprometer nuestros esfuerzos y del que podamos ser desde ahora mismo, ontemporáneos.

Por Enrique Aguilar (Buenos Aires)

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Por Enrique Aguilar.- Las notas que siguen pretenden recoger preocupaciones y anhelos motivados por la Argentina contemporánea, particularmente al término de un año que, si nos deparó algunas sorpresas, nos dejó también enseñanzas que deberíamos aprovechar.La primera de las reflexiones tiene que ver con la disociación que seguimos advirtiendo entre la democracia concebida como un hecho electoral y las que son (o deberían ser) sus condiciones de ejercicio. A este respecto, es notorio que el fenómeno del hiperpresidencialismo –la personalización del liderazgo expresada mediante la concentración del poder en el brazo ejecutivo– ha venido vaciando a nuestra democracia de otros contenidos tales como el imperio de la ley, el equilibrio de poderes, el control de constitucionalidad, la publicidad de los actos de gobierno o bien la llamada accountability (la obligación de rendir cuentas de la gestión) que, a estas alturas, no deberían ser vistos como garantías superpuestas a la soberanía del pueblo sino como elementos inherentes a todo régimen democrático, independientemente de su grado de consolidación. Persiste además la crisis de representación que, como ocurre con la apatía cívica, afecta tanto a democracias estables como a aquellas que todavía presentan bajos niveles de desarrollo y calidad institucional. Las causas explicativas de este fenómeno son de sobra conocidas: el descrédito en que han caído los aparatos partidarios, la presunción de que las decisiones políticas provienen de un sistema impermeable al ciudadano medio, la tendencia a pensar la política como algo que concierne sólo a los que hacen de ella una profesión, etc. Tal vez acierten quienes argumentan que, en realidad, nos estamos emancipando de la representación clásica mientras se abre paso lo que Bernard Manin llamó “democracia de audiencias” (démocratie du public), con la proliferación de los liderazgos mediáticos y la desaparición de las adscripciones permanentes. Sin embargo, convendría recordar que la representación clásica, esencialmente fiduciaria, suponía al menos, como recuerda Carlos Strasser, “crédito, confianza, eso que ahora casi no hay o que en todo caso no se dispensa como antes”. Otras preocupaciones Asimismo preocupa la falta de una justicia verdaderamente independiente (en un país donde algunos magistrados actúan más bien como delegados del poder); los altos índices de marginación y las barreras que impiden a millones de compatriotas el acceso a una vida digna; la existencia de un régimen nominalmente federal que funciona en verdad con un marcado grado de centralización; los embates contra la libertad de prensa; el aumento incontrolable del gasto público; la inflación, la inseguridad, la manipulación de una historia que, en palabras del historiador español José Varela Ortega, enseña menos de los hechos pasados que de un presente que se construye y, desde luego, el flagelo de la corrupción que se ha vuelto sin duda, como previó Octavio Paz en “El ogro filantrópico”, un “espejo de la normalidad”. Es que, si cavamos más hondo, también están las claves que proporciona la misma sociedad argentina, que Aldo Isuani calificó en su momento como masivamente transgresora (lo que en buena sociología se denomina anomia), mal que no obedece tanto a la falta de normas cuanto al escaso respeto que ellas inspiran, razón por la cual, parafraseando a Tocqueville, podría afirmarse que tenemos “la letra de la ley”, sin “el espíritu que la vivifica”. Se dirá que la responsabilidad es siempre proporcional a la capacidad de decisión y que, más allá de nuestras flaquezas como ciudadanos, nos cabe el derecho de exigir a los gobernantes probidad e idoneidad suficientes para discernir los intereses generales del país (para algo se pensó, después de todo, el régimen representativo). Pero la historia y la teoría se dan cita para demostrar que las costumbres y las creencias dominantes de una sociedad ocupan un lugar prioritario en el sostenimiento de un orden político. De ahí que Alberdi nos alentara a “elevar” a nuestros pueblos a la altura de las formas republicanas dándoles “la aptitud” que a ese fin se requieren. Una combinación de “instituciones, valores y conductas”, como lo formuló Natalio Botana, designio aún no realizado pero a cuyo efecto la política tiene una margen de creatividad que no deberíamos subestimar: para generar consensos, para pactar reglas de convivencia, para reformar hábitos hostiles a las instituciones libres y para renovar la confianza de los ciudadanos en aquellos políticos que todavía se afanan en revertir la imagen devaluada de su profesión.

Los signos esperanzadores También están los hechos favorables. Este país por lo pronto, bendecido por la naturaleza y con la cruz de sus desaciertos a cuestas, ha recuperado definitivamente la democracia, lo que es de suyo un motivo de satisfacción: el fin de los golpes de Estado y de las largas vedas electorales. No menos auspiciosa es la conciencia que algunos dirigentes parecen haber cobrado, a juzgar al menos por sus declaraciones, de que las grandes democracias no se construyen de la noche a la mañana sino sobre la base de una continuidad en ciertas líneas o políticas de Estado que no deberían alterarse con los sucesivos cambios de gobierno. De propagarse este convencimiento, quizá abandonaríamos esa obsesión fundacional de consecuencias perjudiciales que ha sido típica de una sociedad y una cultura forjadas (en la expresión de Botana) “mucho más en torno a las rupturas que en torno a las continuidades”. Sería injusto además no mencionar la creciente importancia del llamado tercer sector y de los vínculos asociativos, parcialmente receptores de la confianza que han perdido los partidos y cuya propagación es vista por algunos estudiosos (así la española Helena Béjar) como “prueba de una participación que renace”. Por cierto, nada garantiza queesto traiga aparejado un renacimiento de virtudes democráticas. No obstante, si la acción solidaria no es sinónimo de buena ciudadanía, convengamos en que es al menos un remedio eficaz contra el egoísmo, vicio que a la larga, para evocar nuevamente a Tocqueville, deseca el germen de todas las virtudes, incluidas las públicas. Finalmente no es motivo menor de esperanza la vocación por el diálogo que va ganando lentamente terreno frente a una mentalidad que extrapola a la política lo que es propio de la guerra y cuyo real enemigo (diría Kundera) es “el hombre que pregunta”, aquel que “rasga el lienzo de la decoración pintada” para que podamos ver lo que se oculta detrás de ella. Como ha dicho Beatriz Sarlo, una confianza ciega en el diálogo “desafía todo realismo”. A veces, en efecto, el diálogo no concilia posiciones y por eso, “en las instituciones de la República se establece la votación”. Sin embargo, entre la conciliación de las posiciones y la violencia física o verbal, el diálogo nos preserva del odio y de esa disensión radical que afecta a las capas más profundas de la convivencia y que se expresa en una visión maniquea de la historia, la política y la sociedad. De ahí que entender la democracia como “un sistema de acuerdos para gestionar la discrepancia” nos ayudaría a vencer el ánimo revanchista y a experimentar el verdadero olvido que, como enseña Varela Ortega, es parte de la memoria, que nos prohíbe “rememorar agravios pasados”. El compromiso del esfuerzo En un maravilloso relato, Italo Calvino hace decir a Marco Polo que existen dos maneras de no sufrir el infierno que habitamos. “La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.” Más allá de las quejas de Calvino por la atención que la crítica prestara a esta frase final de su libro, lo que resalta en ella es el valor de la búsqueda incesante de aquello que, aun en medio de lo que parece derrumbarse, permanece todavía en pie. Hacer durar y dar espacio… ¿A qué y a quiénes? A las “ciudades felices” que se esconden dentro de las “ciudades infelices”. A los que trabajan incansablemente. A los que no se corrompen. A los que, en vez de dañar, reparan. A esos millones de compatriotas que se entregan a una causa justa, inmunes a ese narcisismo que lleva a otros de nosotros a vivir por encima de sus posibilidades o más bien, como señalaba Ortega y Gasset, a vivir “de espaldas a la vida, fija la mirada en su quimera personal”. Es una apuesta que me parece insoslayable y que se alimenta de optimismo y pesimismo a la vez: “el optimismo de la voluntad luego del pesimismo de la inteligencia”, como propuso Fernando Devoto corrigiendo levemente una consigna de Gramsci para resaltar la necesidad, previa a toda terapia, de un diagnóstico “radical y severo” de nuestros problemas. Desde una lectura decadentista, el siglo que se enmarca entre el primero y el segundo centenario de nuestra República podrían ser descriptos en los términos de una genealogía de la involución. Un enigma indescifrable para algunos, una realidad cotidiana para otros a quienes deprime el ánimo evocar ese gran país que no fue. Confiemos entonces en que los tiempos venideros sirvan de estímulo para imaginar, como aconsejara José Luis de Imaz en su libro Nosotros mañana, un futuro intelectual y materialmente viable hacia el cual podamos comprometer nuestros esfuerzos y del que podamos ser, por tanto, desde ahora mismo, contemporáneos.

El autor es decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Políticas y de la Comunicación de la UCA. Con supresiones y/o modificaciones, algunos párrafos de este artículo retoman opiniones expuestas en el diario El Imparcial, de Madrid.

Fuente: revista Criterio, Buenos Aires, Nº 2374 » NOVIEMBRE 2011.

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