El ocaso de la República

Subsiste un gran núcleo de jueces que realizan silenciosa y solitariamente la difícil tarea de tratar de dar a cada uno lo suyo, de fijar límites al poder de cualquier tipo, de servir “a través de sus sentencias a la educación de gobernantes y gobernados en el cumplimiento de las obligaciones y el conocimiento de sus derechos” –carta del papa Francisco a Ricardo Lorenzetti–, y de preservar como pueden la dignidad de la República.

Por Jorge Newbery

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Por Jorge Newbery.- Por qué los proyectos de reforma de la Justicia que el Ejecutivo promovió en el Congreso y a los que calificó como “democratizantes” en realidad van en contra de la independencia de los jueces.Es muy probable que al editarse este número ya hayan sido sancionados los seis proyectos de ley denominados de “democratización de la Justicia”, sin que preocupe a los legisladores oficialistas que sus conductas pudieran ser del tipo de las descriptas por el art. 29 de la Constitución, ni escuchar a lo que denominan “corporaciones” –como el Consejo Directivo de la Facultad de Derecho de la UBA o la Asociación Argentina de Derecho Constitucional, entre otros– que han manifestado su preocupación por la falta de debate y el avasallamiento del Poder Judicial que implican. No todo su contenido es necesariamente objetable: por ejemplo, respecto del ingreso del personal y de los concursos de funcionarios, ya algunas Cámaras de Apelaciones Nacionales han puesto en práctica regímenes con similar finalidad. Además, los magistrados y funcionarios judiciales tienen desde hace tiempo la obligación legal de presentar ante el Consejo de la Magistratura sus declaraciones juradas patrimoniales anuales, que incluyen una parte pública y otra privada que puede ser abierta ante pedido expreso. Presentan sus declaraciones de bienes ante la AFIP y son “personas políticamente expuestas” según la ley que establece la UIF, con los controles adicionales que implica. Asimismo, el acceso informático a las causas judiciales y a las acordadas y resoluciones está cada vez más extendido y es promovido desde la misma Corte. Pero estas realidades no pueden hacer perder de vista la diferencia entre lo mejorable y perfectible de una institución esencial de la República, con el aniquilamiento de su independencia y de su razón de ser. La norma que claramente terminaría con la independencia del Poder Judicial es la reforma el Consejo de la Magistratura, órgano de la Constitución que propone y decide el procedimiento de remoción de los jueces de los tribunales inferiores federales y nacionales, con excepción de la Corte. El art. 114 de la Constitución no establece las mayorías necesarias de los miembros del Consejo para conformar una terna para la designación de un juez, ni la requerida para promover su destitución, lo cual fue regulado, desde la reforma constitucional de 1994, por leyes modificables por el Congreso por mayoría simple de cada cámara. Tampoco precisa este texto constitucional cuál es el “equilibrio” entre sus integrantes, lo que dio lugar a distintas interpretaciones. No obstante, hasta la fecha las dos leyes que regularon el Consejo acentuando la participación de los poderes políticos, al menos mantuvieron la mayoría calificada de dos tercios para proponer o remover a un magistrado, en la inteligencia de que tanto la evaluación de las calidades requeridas para la magistratura judicial cuanto la de causales de remoción requerían el suficiente consenso expresado por mayorías calificadas en razón de la función propia del Poder Judicial, que debía permanecer ajena a los resultados coyunturales de cada elección de los poderes políticos. Ahora bien, el proyecto de ley que reforma el Consejo de la Magistratura reduce la proporción a la mayoría absoluta, y además modifica la composición del Consejo, acentuando su integración por representantes de los poderes políticos, y dispone que todos los demás representantes de los distintos estamentos sean elegidos del mismo modo que aquellos en vez de serlo por quienes deben representar. Esto implica en situaciones de composiciones legislativas como la actual, que este oficialismo o el que lo suceda podrá hacer lo que no pudo hasta ahora: tener mayorías suficientes para proponer o remover a un juez, según el resultado de cada elección. La reforma tiene también otro efecto no menos grave: quitarle a la Corte Suprema sus facultades como cabeza de un poder del gobierno nacional (art. 108 de la Constitución Nacional), particularmente para decidir la aplicación del presupuesto del Poder Judicial y el sistema de designación de los funcionarios y agentes de los tribunales; funciones que pasarán a este nuevo Consejo. Y merecerían un análisis más extenso los efectos de la creación de las Cámaras de Casación y la restricción a las medidas cautelares contra el Estado. Para muchos las normas mencionadas en primer término significan sin más el fin de la República, de esa República que, según el artículo 1ro. de la Constitución, preceptúa que “adopta para su gobierno la forma…republicana”, Constitución que fue caracterizada como “un pacto de convivencia” en un reciente editorial de la revista. Pacto mínimo si se quiere, pero pacto al fin. Para evaluar claramente la trascendencia y consecuencias de este tipo de reforma debe responderse sin embargo a dos cuestiones previas. La primera es si la República es una abstracción teórica o si su existencia afecta gravemente, por lo menos en el mediano plazo, a la vida común y corriente de la gran mayoría de los ciudadanos, en especial de los más desprotegidos. La segunda es si la República con su principio de división de poderes es simplemente una idea decimonónica irrelevante, cuando no un concepto burgués –“rituales de la democracia”, como las llamó un ex presidente–; o si bien este principio no agota aquello que los obispos latinoamericanos llamaron una “democracia participativa”, sí constituye un requisito indispensable para que esta última exista, al responder con base en experiencias históricas centenarias no sólo a uno de los problemas claves de la ciencia política como es el de poner límites al poder, sino la de administrar justicia en forma imparcial. Debe recordarse que el funcionamiento de esta división de poderes cuando funciona con rectitud, ha sido rescatado expresamente por el documento episcopal de Aparecida –“No puede haber democracia verdadera y estable sin justicia social, sin división real de poderes y sin la vigencia del Estado de derecho”–, y ya los documentos de Puebla exhortaban a los jueces a conservar su independencia. Debe recordarse que las funciones esenciales del Poder Judicial tienen que ver con dirimir conflictos entre particulares o entre éstos y el Estado –también las causas penales que el Ministerio Público debe impulsar, incluyendo las de corrupción–, así como fijar los límites de la actuación de los poderes electivos. Esto último no implica decirles lo que pueden o deben hacer para realizar el “bienestar general” enunciado en el preámbulo constitucional y en la llamada “cláusula del progreso” (C.N., art. 75 inc. 18), que muchos concretan aquí y ahora con una moneda más estable, con condiciones de producción que generen empleos genuinos y no dependientes de la adscripción a una ideología ni en un aparato estatal elefantiásico sostenido circunstancialmente por el precio internacional de los commodities. Es en este sentido que en el ámbito de su competencia, los jueces forman parte de un poder del gobierno que según la Constitución no puede ni debe ser avasallado por aquellos a los que fija límites. Esta independencia y la de las garantías que la hacen posible no tienden al interés particular de los jueces sino al “servicio del pueblo”, como expresó el papa Francisco. Es cierto que el Poder Judicial es muy perfectible y mejorable en su independencia, en su funcionamiento y eficiencia, pero las reformas deseables, para ser auténticas y duraderas, deben nacer de un debate y de un consenso inexistente en este caso. No es menos cierto que subsiste un gran núcleo de jueces que realizan silenciosa y solitariamente la difícil tarea de tratar de dar a cada uno lo suyo, de fijar límites al poder de cualquier tipo, de servir “a través de sus sentencias a la educación de gobernantes y gobernados en el cumplimiento de las obligaciones y el conocimiento de sus derechos” –carta del papa Francisco a Ricardo Lorenzetti–, y de preservar como pueden la dignidad de la República.

Fuente: revista Criterio, Nº 2392 » MAYO 2013.

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