Violencia desde el poder

Por Rodolfo Zehnder.- Las muertes de George Floyd y Manuel Ellis, en EE.UU., y de Luis Espinoza, en Tucumán, reflotan el tema de la brutalidad policial, una suerte de constante aún en países de los denominados democráticos. Está claro que en ellos la magnitud del problema es menor comparada con regímenes dictatoriales (el caso Venezuela por ejemplo, es dramático, y también ocurre en Cuba y Nicaragua con los disidentes), pero parece ser un tema recurrente, unido al racismo, cuando no al chauvinismo.
En EE.UU., sin embargo, la cuestión registra algunas significativas variantes:

1) Paradójicamente, allí la institución policial es la que goza de mayor prestigio y aceptación de la comunidad, conforme una encuesta realizada no mucho tiempo atrás y publicada en la revista Time. Se la reconoce como la institución que, a pesar de sus abusos, (periódicos y recurrentes) garantiza la seguridad del hombre común y el respeto a «la ley y el orden». Y se le reconoce su capacidad: es sabido que en la averiguación de los responsables del 9-11, el mayor mérito fue del Departamento de Policía de Nueva York.

2) El tema viene asociado a una política de casi «tolerancia cero», como la que inauguró el entonces alcalde neoyorquino Rudolf Giuliani, política represiva que (aun cuando luego fue flexibilizada) aumentó enormemente la seguridad de la Gran Manzana, para beneplácito de sus habitantes y turistas.

3) Tal política restrictiva (que aquí llamaríamos despectivamente «de derecha», con la pobre y demodé acepción que se le adjudica al término) hizo de las cárceles en los EE.UU. el mayor centro carcelario poblado del mundo, con detenidos aún por delitos no especialmente graves; y con serias deficiencias como los llamados «corredores de la muerte: personas que esperan (desde hace años) se decida si se concreta su sentencia de muerte (medida injustificable, por fortuna cada vez menos aplicada, merced en gran medida a la actividad de distintos organismos de defensa de los derechos humanos).

4) La situación de los derechos civiles, en perjuicio de las minorías de afroamericanos, y en menor medida de los latinos, sigue sin estar totalmente resuelta. El racismo (de carácter estructural) es un ingrediente fuerte en dicha cultura, y como sabemos persiste en distintas partes del mundo, con el reflorecimiento de grupos y hasta partidos políticos afines (se da en Francia y Alemania, por ejemplo). La lucha por los derechos civiles fue paradigmática en los EE.UU. a partir de la década de los 60, con significativos avances en ese terreno. En buen parte el mérito es atribuible a la presidencia de John Kennedy, el primer presidente católico, quien a pesar de situaciones particulares y errores gubernamentales (la frustrada invasión a la Bahía de Cochinos, por citar uno) la historia lo reivindica como uno de los gobiernos que más luchó en favor de las libertades y derechos en particular de las minorías tradicionalmente postergadas. Esa misma línea de pensamiento enarbolaba su hermano Robert Kennedy, también tristemente asesinado (1968), quien se erigía como probable candidato a la Presidencia por el Partido Demócrata, y probable vencedor también. Los Kennedy representaban lo mejor del liberalismo: libertad y justicia para todos, y además sensibilidad para afrontar los problemas y no caer en un conservadurismo consolidador del status quo de los vencedores. Muy distinta fue la política del sucesor de Kennedy (Johnson) quien lanzó al país a la guerra más impopular que tuvo (Vietnam) con 58.000 muertos (aún así, la mitad de lo que hasta ahora está arrojando la pandemia en virtud de la errática postura de Trump).

5) Precisamente, la pandemia del COVID-19 es otro factor que se sumó a las revueltas de estos días, amén de la tragedia de Floyd y Ellis: un país que venía ostentando índices de casi pleno empleo y sólida posición económica, se ve de golpe enfrentado a una desocupación récord, que (como siempre) golpea más a los más débiles, precisamente a los afroamericanos y latinos, pero también a muchos otros de distinto origen: había más blancos que afros en las manifestaciones. También cansancio y repudio a la arrogancia de un presidente, que echó leña al fuego amenazando con lanzar a los militares a la calle, que le valió hasta el rechazo del propio jefe del Pentágono (¿Cuánto durará en su cargo?); sin perjuicio de que se atrevió a convocar a la Guardia Nacional (innecesaria y casi ilegalmente). Todo un «combo» perfecto para la rebeldía, la válvula de escape a una sentida frustración.
En Argentina, la política del gatillo fácil no responde a esos componentes raciales, ni a descalabros económicos (de tan acostumbrados y hasta resignados a ellos como estamos). Deviene de una cultura machista, intolerante, de una débil democracia que se va construyendo a los tumbos y cómo se puede, de una desvirtuación del sentido de autoridad, de un exacerbamiento del poder, de una desviación en el legítimo poder del Estado de ejercer el monopolio de la violencia. Toda nuestra historia, y en general la de América Latina, estuvo jalonada por estos vicios, (que no están presentes en el caso norteamericano, que como vimos tienen otros, igualmente repudiables). Nos cuesta mucho asumir que si el Estado tiene el monopolio de la violencia (no puede tenerlo un grupo sedicioso, por ejemplo, como bien señala nuestra Constitución), no puede ejercerlo sin límites. Límites dados por la razonabilidad, la ética y el sentido común.
Esperemos que la justicia triunfe en ambos casos que mencionáramos al principio (y en Argentina incluimos en especial a los casos AMIA y Nisman, si de muertos se trata, que parecen dormir el sueño…no precisamente «de los justos»). Sin un Poder Judicial independiente y no genuflexo (valga esta verdad de Perogrullo) no hay destino valioso para ninguna comunidad nacional que se precie de tal. Si no funcionan las instituciones, la justicia se llamará venganza… o impunidad. El Congreso, una escribanía… La seguridad jurídica, una ilusión… Las políticas de Estado…una entelequia…Y la corrupción, un mal endémico y cáncer sin poder extirpar.
Sería auspicioso que los gobernantes, desde la cúpula de su poder, recuerden aquello de «Para la época futura lo importante no es ya, en último término, el aumento de poder, sino su dominio. El hombre tendrá que elegir entre ser, en cuanto hombre, tan fuerte como lo es su poder en cuanto poder, o entregarse a él y sucumbir» (R. Guardini, Die Macht-El Poder, 1957).

El autor es docente universitario, miembro del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI) y de la Asociación Argentina de Derecho Internacional (AADI). Fuente: diario Castellanos Rafaela, 9 de julio de 2020.

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