Una ausencia notable en el discurso

Por Joaquín Morales Solá

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Ningún párrafo de valoración para la Argentina democrática de hoy. Quizás, ésa haya sido la ausencia más notable del discurso presidencial de ayer. Le asiste la razón a Kirchner cuando asegura que en 1976 no hubo sólo un golpe de Estado perpetrado por militares mesiánicos; hubo, también, una política derrotada y muchos sectores sociales que, influidos por valores de otra época, reclamaban una restitución del orden a cualquier precio. Toda solución rápida para problemas complejos es necesariamente inservible y termina acarreando más conflictos que remedios. Es lo que pasó. Las vísperas del golpe fueron meses tormentosos y caóticos; el golpe fue una decisión mezquina y ambiciosa, y el proceso posterior al golpe fue un período cruel e inhumano. Simplemente, el Estado no debió copiar jamás los métodos de la insurgencia armada que combatía. Su lucha se quedó sin legitimidad, el valor de la vida perdió toda significación y los militares pagaron durante décadas con su desprestigio público. Por eso debió ser feriado el 10 de diciembre, si es que tenía que haber un feriado, porque en un día como ése de 1983 volvió la democracia a la Argentina y porque es, además, el Día Internacional de los Derechos Humanos. Hubiera sido, además, el homenaje a la democracia y a la sociedad actual, que están faltando en las decisiones del gobierno y en retórica presidencial. La Argentina vivió situaciones muy difíciles, casi infrahumanas, en los últimos años y nadie imaginó siquiera un regreso a las soluciones autoritarias ni volvió la mirada a los cuarteles, como sucedía en otros tiempos, ni buscó el atajo más corto. Al contrario: en la última medición de opinión pública sobre la democracia en América latina, las Naciones Unidas sitúan a la sociedad argentina entre las más convencidas del continente sobre las virtudes del sistema político actual. La sociedad de hoy, integrada en su mayoría por argentinos que no tenían edad vivencial o no habían nacido en 1976, ha descubierto, por fin, que la democracia no es una ideología ni un método en permanente perfeccionamiento ni un prospecto de soluciones prácticas. Es un sistema para elegir gobernantes, que pueden acertar o equivocarse, y un modo que asegura la participación de mayorías y minorías para resolver pacíficamente los conflictos. No hay otro mejor. En un período tan corto como el que atrapan 13 años, los que van de 1989 a 2002, la Argentina vivió una hiperinflación, una hiperrecesión, un hiperdefault y una hiperdevaluación. Una sola de esas tragedias es suficiente para marcar definitivamente a una generación. Los argentinos vivos sufrieron en ese período la destrucción más notable que le haya sucedido a un país en tiempos de paz; esto es, sin que haya sido arrasado por una guerra. Ningún militar tuvo lugar ni aun para un discurso levemente crítico. Kirchner, que no tuvo militancia previa en los organismos de derechos humanos (como sí lo había tenido, por ejemplo, Raúl Alfonsín, desde el mismo 1976), tampoco suele reconocer la gestión de la democracia argentina para revisar el pasado. Su papel de liderazgo moral en la región, para aplicar un sentido de justicia a las injusticias del pasado, es reconocido por sectores académicos de todo el mundo. Alain Touraine lo acaba de ponderar en su última visita a Buenos Aires. De una buena vez, Kirchner debe aceptar que la reparación del pasado no comenzó con su gestión y que, en todo caso, él se encontró ya con viejos militares presos y con Fuerzas Armadas dispuestas a la autocrítica (que la hicieron públicamente en distintos momentos) y cómodamente insertadas en la vida democrática del país. En cambio, el Presidente tomó ayer el camino correcto cuando dejó en manos de la Justicia los indultos de Menem. Caídas las leyes de obediencia debida y de punto final, que beneficiaban a los cuadro militares que estaban por debajo de las máximas conducciones castrenses, la vigencia de los indultos es una injusticia. Estos beneficiaron, sobre todo, a los jefes máximos de la dictadura militar, que en 1989 ya se encontraban juzgados y condenados. En la mayoría de los casos se trata sólo de una reparación moral. Aquellos máximos jefes ingresaron luego a prisión por delitos que no habían sido juzgados (como el robo de niños en cautiverio) y todavía están presos. No sucede lo mismo con varios jefes guerrilleros (el ex líder montonero Mario Firmenich es el más notable entre ellos), también comprendidos por los indultos de Menem. Estos no volvieron nunca más a prisión. La Corte deberá resolver, primero, si los indultos son inconstitucionales y luego, en caso de anularlos, tendrá que definir si los crímenes de la subversión son también delitos de lesa humanidad, los únicos que no prescriben. Un crimen político es siempre un crimen de lesa humanidad, pero la Corte argentina no tiene una jurisprudencia clara sobre ese asunto. Kirchner hizo lo correcto, de todos modos, cuando eludió la inconstitucional anulación por decreto de los indultos o su derogación por ley del Congreso, que también hubiera sido contraria a la Constitución. El indulto es una prerrogativa presidencial, tan vetusta que sobrevive a trancas y barrancas desde las monarquías absolutas, pero constitucional al fin. La jornada de ayer debió servir también para valorar lo que hay. Y lo que hay es una democracia convertida en una conquista social definitiva. Pero la democracia no se encierra sólo en elecciones periódicas. Es un sistema de vida: la búsqueda permanente de consensos, la fortaleza de las instituciones, la construcción de políticas de Estado que incluyan a mayorías y minorías y el diálogo constante entre los distintos actores de la nación política. Kirchner le debe, con sus actos más que con sus palabras, ese homenaje a la democracia actual.

Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 25 de marzo de 2006.

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