Un peronismo dividido y radicalizado

La vicepresidente pasó a militar en una abierta oposición a Alberto Fernández y fogonea la crisis entre sus seguidores y el jefe del Estado.

Compartir:

Por Joaquín Morales Solá.- Máximo Kirchner no influye en su madre, pero anticipa las posiciones de su madre. El último discurso del hijísimo, en el que hasta justificó a los piqueteros que cortaron durante días la avenida 9 de Julio porque “tienen hambre”, señaló ya no una ruptura de Cristina Kirchner con el Presidente. Para ser precisos, anunció que la vicepresidenta pasó a militar en una abierta oposición a Alberto Fernández. El discurso de Máximo Kirchner era perfectamente predecible en cualquier opositor, desde expresiones de la política clásica hasta de la izquierda trotskista, pero nunca en un dirigente que figuró hasta hace poco entre los más destacados integrantes de la coalición peronista gobernante. Cristina lo hizo; ahora es abiertamente opositora. El Presidente prefiere callar y esperar, a pesar de que muchos funcionarios que le responden le aconsejan que tome distancia de una vicepresidenta ya distanciada de manera definitiva. “Si sabemos que Cristina no se reconciliará nunca con él, ¿para qué seguir tolerando que La Cámpora controle los recursos más importantes del Estado, como la Anses, el PAMI y Aerolíneas Argentinas? ¿Por qué el Presidente no se deshace al menos de las segundas líneas de esos organismos si no quiere ir a una guerra frontal con La Cámpora?”, se pregunta un ministro con acceso diario al Presidente. La pregunta no consiste entonces en si el Presidente romperá con la vicepresidenta, sino cuándo se hará oficial y formal una decisión que ya tomó Cristina Kirchner cuando a través de su hijo notificó que está en la oposición. La colisión entre el Presidente y el vice significa la crisis institucional más importante del sistema político. Por eso, tal vez, Alberto Fernández demora la decisión última. Cristina ya la tomó. Nunca más con Alberto Fernández.

Pero, ¿hasta cuándo un presidente puede tolerar que un secretario de Estado, como el cristinista Roberto Feletti, cuestione públicamente al ministro de Economía, Martín Guzmán, que cuenta con el apoyo permanente de Alberto Fernández? Bueno o malo, Guzmán, ministro, es superior a Feletti, secretario de Estado, aunque este depende de otro ministro, el de Producción, Matías Kulfas; el secretario sabe, además, que está disparando contra el propio Presidente. ¿Hasta cuándo los funcionarios que provienen de La Cámpora podrán mostrarse ajenos al Gobierno que ellos mismos integran? Cristina deja hacer o fogonea la crisis entre sus seguidores y el jefe del Estado. El regalo de ella al Presidente del libro del sociólogo Juan Carlos Torre (Diario de una temporada en el quinto piso) fue una manipulación descarada del trabajo de un intelectual honesto y de una persona buena. Torre fue funcionario del gobierno de Raúl Alfonsín durante el ministerio de Economía de Juan Sourrouille y sus diarios reconstruyen lo que sucedió hace 35 años. No puede ser un ejemplo de lo que ocurre ahora con las estadísticas económicas y sociales, cuando todo es mucho peor que entonces. El único propósito de la vicepresidenta fue mostrarle al Presidente que los acuerdos con el Fondo Monetario terminan con los gobiernos antes de tiempo. No es lo que dice Torre. El mismo Alberto Fernández debió aclarar, por boca de amigos, que no necesita que le cuenten qué pasaba en aquellos tiempos, porque él fue funcionario de Sourrouille. Pero para Cristina solo existe su propia y particular visión de las cosas, como si cultivara el solipsismo, como si insistiera en negar cualquier otra existencia, salvo la suya propia.

La adhesión a la sublevación del piqueterismo trotskista; la inclinación del cristinismo a votar en las Naciones Unidas contra la expulsión de Rusia de la Comisión de Derechos Humanos reclamada por los Estados Unidos (el Gobierno votó a favor de la expulsión), y la decisión manifiesta de romper con el Fondo Monetario con los argumentos manoseados y distorsionados del libro de Torre. A esas posiciones se le unió en los últimos días la corrosión de las palabras. “Golpe de Estado”, calificó el hipercristinista Oscar Parrilli la decisión de la Corte Suprema, que declaró inconstitucional la ley de Cristina Kirchner de 2006 que modificó la integración del Consejo de la Magistratura. ¿Qué podía ser semejante apostasía ante la lideresa si no un golpe de Estado? Es también la devaluación de las instituciones; la Corte solo cumplió con su deber constitucional, aunque haya cuestionado implícitamente la legalidad de una idea de Cristina. “Fuga de capitales”, definen los senadores cristinista a la decisión de cualquier argentino de refugiarse en los dólares y llevarlos al colchón, a cajas de seguridad o a cuentas en el exterior, aun cuando el dinero esté declarado ante la AFIP y pague los impuestos correspondientes. Es una cuestión semántica. Las palabras tienen el significado que el cristinismo quiere que tengan. Cristina está llevando al peronismo a una radicalización inédita en su historia. El peronismo nunca fue eso. Ni Néstor Kirchner ni Alberto Fernández se parecieron a esos bocetos ideológicos de Cristina.

Por eso, la definición de la candidatura presidencial peronista del año que viene podría ser un parteaguas dentro de la coalición gobernante. Sabemos que Cristina Kirchner no quiere la candidatura a la reelección de Alberto Fernández, pero sabemos también que el Presidente no se resignó a perder una segunda oportunidad en su vida. Cristina está dispuesta a hacer una alianza con Sergio Massa para que este ocupe el lugar de Alberto Fernández en 2023 antes que insistir con el actual presidente. Alberto Fernández pudo haberla decepcionado, pero no la traicionó. Massa, en cambio, construirá la presidencia de Massa. Ese es su estilo, su forma obsesiva de hacer política. Por el momento, Massa se mece entre Olivos y La Cámpora. El poder no tiene precio o vale cualquier precio.

Un sector de la corporación política pareció darse cuenta de que la crisis económica y social les está abriendo las puertas a los aventureros de la política. En la noche del miércoles pasado, en una casona de San Isidro, se reunió un grupo de políticos de Juntos por el Cambio y peronistas serios. Fue en la casa de Juan Manuel Urtubey (una figura política que extrañamente había desaparecido) y estuvieron los gobernadores de Córdoba, Juan Schiaretti, y de Jujuy, Gerardo Morales, también presidente del radicalismo. Morales conversa con sus aliados mucho más de lo que parece en sus declaraciones públicas, y comparte el temor de muchos al fenómeno del aventurerismo político. También estuvieron los peronistas Florencio Randazzo y Graciela Camaño y los cambiemistas Rogelio Frigerio y Emilio Monzó, a quien le atribuyen la iniciativa del encuentro. Se habló de una convergencia legislativa, ya sea para frenar los dislates del kirchnerismo en la Cámara de Diputados o para proponer reformas necesarias, como la indispensable boleta única para las próximas elecciones. Sumarían más de 130 votos en Diputados.

Una convergencia electoral es difícil porque Schiaretti es en Córdoba un adversario acérrimo del radicalismo y del senador Luis Juez, que ahora está en Juntos por el Cambio. Mientras tanto, Patricia Bullrich era recibida en Washington como exponente de una coalición con posibilidad cierta de ganar las próximas elecciones presidenciales. Así se lo dijeron importantes funcionarios del Departamento de Estado, del Consejo de Seguridad Nacional y empresarios norteamericanos que se trasladaron desde otros lugares de los Estados Unidos para reunirse con ella.

El riesgo de la corporación política tiene nombre y apellido: Javier Milei, un candidato presidencial que ha hecho de la diferencia y la condición disruptiva su programa de gobierno. El acercamiento a él de algunos dirigentes de Juntos por el Cambio es inútil. El propio Milei dijo que no quiere saber nada con las palomas de Pro, con el radicalismo ni con la Coalición Cívica. Insistir con Milei sería colocar a Juntos por el Cambio en el riesgo cierto de la implosión. La radicalización de un sector del peronismo necesita una réplica seria de la política seria, sobre todo cuando la gente común se agita entre la angustia y la inopia. La desesperación social suele producir remedios que matan.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *