Un hombre de la modernidad

Aunque a muchos no les guste o les resulte poco simpático, Benedicto XVI es un hombre claro y de buena fe: nunca permitirá que resulte dañada la relación entre judíos y cristianos, medular en la vida de la Iglesia.

Por José María Poirier Lalanne (Buenos Aires)

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El 2 de abril de 2005, a la muerte de Juan Pablo II, el escritor triestino Claudio Magris, fino y agudo intelectual, afirmaba en el Corriere della Sera : “Para su sucesor será bastante arduo tanto continuar como modificar su línea”. Y no se engañaba. Quien lo sucediera cargaría con una herencia compleja, por varias razones, algunas incluso antagónicas. El mismo Magris escribía que Karol Wojtyla “ha supuesto una singular simbiosis de rancio tradicionalismo, sentido sagrado de la vida e instintiva, incluso juguetona familiaridad con la sociedad mediática más secularizada”.

No caben dudas de que la personalidad del papa polaco guarda poco parecido con la del alemán Joseph Ratzinger. Aquél era comunicativo y simpático, se movía ante la multitud con la desenvoltura de un actor y sus gestos eran mucho más elocuentes que los largos discursos. Este es un verdadero intelectual: un hombre acostumbrado a pensar y reflexionar, un estudioso de la mejor teología de su tiempo, amante de Bach y Mozart, dueño de una prosa clara, pero cuya imagen no es feliz. Al menos para la opinión pública. Parece nacido con mala estrella para nuestro mundo mediático y taxativo, tan propenso a ignorar matices y a no ahondar razones. Y acaso en esa falta de “cintura política” y en una cierta “soberbia” de intelectual solitario radiquen los peores errores de Benedicto XVI. A nadie escapa tampoco que su rigor con los teólogos de la liberación no guarda proporción con la actitud pastoral que presenta ante los más conservadores.

En realidad, como bien observaba el autor de El Danubio , no queda mucho espacio para modificar el rumbo que le imprimió a la Iglesia Juan Pablo II en su inconfundible y largo pontificado. En todo caso, Ratzinger se propuso, entre otras cosas, reformar una curia poco transparente. Y a juzgar por las repercusiones no lo supo hacer. Cierta ineficiencia de su secretario de Estado, Tarcisio Bertone, y las sombras palaciegas que envuelven a más de un funcionario, no lo ayudan. Además es octogenario. Cuando asumió, Wojtyla tenía 58 años.

De todas maneras conviene no confundirse demasiado: Juan Pablo II, hombre de inigualable coraje y de indudable carisma, era -política y eclesialmente- un conservador. Como lo era también el popular Juan XXIII que, sin embargo, convocó a un concilio renovador, conducido con maestría por Pablo VI en su etapa conclusiva.

Benedicto XVI es un hombre de la modernidad, demasiado eurocéntrico, pero con diferente visión de la Iglesia, al menos de su gobierno, respecto de su predecesor. Fue ciertamente uno de los grandes colaboradores de Wojtyla, pero también acaso su mayor crítico en la curia durante años. El polaco concebía su función como la de un monarca, un monarca que supo ganarse el amor de los súbditos. Ratzinger no: no se siente un monarca -por más que moleste su gusto por ciertos atuendos y actitudes litúrgicas- ni apela a la sensibilidad de la gente.

Distingue aún hoy entre lo que escribe como pontífice y lo que publica como teólogo. Sin embargo, no sabe revertir su pobre imagen mediática, lo que deteriora su desempeño como pastor y actor político. Además, él es responsable, dado el cargo que ocupa, de la confusión y el desconcierto que generan algunas de sus decisiones.

Para peor, en el caso de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, todo parece venir mal barajado. Después de haber sufrido mucho con los caprichos de monseñor Marcel Lefebvre, Pablo VI, el gran papa moderno, no logró convencerlo de que depusiera su actitud rebelde que provocaría un cisma en los tiempos en que la Iglesia sentía la urgencia de caminar hacia la unidad de todos los cristianos. Lefebvre era un ultraconservador, alguien que se ha detenido en el curso de la historia y cuyo horizonte sólo está en un idílico pasado.

El lefebvrismo no tiene, por otra parte, gran relieve teológico ni eclesiológico, pero dado que también expresa legítimas nostalgias merece ser escuchado, máxime en una Iglesia que quiera ser plural y fraterna. Claro que hay límites. Y Ratzinger, en esto, siempre fue claro: debe respetarse el ministerio petrino (Roma) y aceptarse el Concilio Vaticano II. El historiador italiano Andrea Riccardi comentó recientemente: “El Concilio Vaticano II seguirá siendo siempre el gran horizonte de la Iglesia. Recuerdo que me dijo una vez Juan Pablo II que el cardenal Ratzinger era el último gran teólogo del Concilio”.

El triste caso del cismático obispo inglés Richard Williamson (hasta ahora formador de los seminaristas del grupo lefebvrista en la Argentina, triste asunto para nuestra sociedad) y su absurda posición negacionista frente al genocidio nazi es absolutamente inaceptable. Tanto que ha creado reacciones y críticas en el mismo universo ultraconservador. Aclaremos: ser conservador no significa ser antisemita, y menos nazi. Esto es un horror.

El mismo vocero vaticano, el prudente jesuita Federico Lombardi, admitió, ante el diario francés La Croix , los graves desaciertos de la política comunicacional de la Santa Sede. Desaciertos que en muchos crearon indignación y dolor pero que acaso respondan más al mal funcionamiento de la curia o a la falta de buena voluntad de algún burócrata que al propio Ratzinger. Aunque a muchos no les guste o les resulte poco simpático, Benedicto XVI es un hombre claro y de buena fe: nunca permitirá que resulte dañada la relación entre judíos y cristianos, medular en la vida de la Iglesia.

El autor es director de la revista Criterio.

Fuente: suplemento Enfoques, diario La Nación, 15 de febrero de 2009.

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