Un gigantesco poder que no alcanza para ganar comicios

Su discurso de renovación se derrite ante su pragmatismo en las alianzas y su autoritarismo verticalista no permite el desarrollo y crecimiento de nuevos cuadros políticos.

Por Alfredo Leuco

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El presidente Néstor Kirchner demostró una impericia sin igual para construir dirigencia propia. Es parte de su ADN, de esa obsesión por controlar todo y de que nadie lo controle a él. Aparece como tendencia muy clara en sus años de gobierno.

Su discurso de renovación se derrite ante su pragmatismo en las alianzas y su autoritarismo verticalista no permite el desarrollo y crecimiento de nuevos cuadros políticos.

Tiene un poder gigantesco y, sin embargo, está escaso de recursos humanos. Muchos funcionarios honestos huyen de su lado. Crecer en sus inmediaciones sin su autorización se considera un pecado mortal.

El pánico a decir algo inconveniente que encienda la ira de Kirchner es tan grande que los pocos que se atreven a responder a los periodistas evidencian una tibieza y una falta de pensamiento propio y autonomía que aterra.

Por eso, los misteriosos fondos de Santa Cruz, el Indec dinamitado, el posible fraude electoral en Córdoba, la cajita feliz de Felisa Miceli, Daniel Varizat que quiso hacer justicia por camioneta propia, la caída del comisario y agente de inteligencia Wilfredo Roque que fue a Kirchner lo que Musa Azar a Carlos Juárez, la valija bolivariana con 800.000 dólares en un avión contratado por Enarsa y muchos temas más están bajo el cono de silencio negador. De eso no se habla. No saben, no contestan.


Kirchner es un gran castrador político y por eso, a la hora de las candidaturas, tiene que recurrir siempre al circuito de los mismos militantes o caer en los brazos del aparato pejotista que tanto condenó de la boca para afuera.

En Santa Fe, ayudó a concretar un milagro: que el poderoso peronismo perdiera su virginidad electoral en casi un cuarto de siglo de historia. Jamás la camiseta peronista había sacado menos del 46 por ciento de los votos en esta provincia. Sin embargo, Kirchner lo hizo.

Dio el último empujoncito para que vastos sectores de las clases medias urbanas votaran contra su bulimia hegemónica y para que miles de productores agropecuarios le devolvieran tanto cachetazo y maltrato. El socialismo ganó por el arrollador prestigio social de Hermes Binner y de Miguel Lifschitz, el intendente de Rosario. Pero el Presidente les aseguró la victoria.

El caso de Rafael Bielsa es de diván. Volvió a poner la otra mejilla frente a un presidente políticamente golpeador, desconfiado y muy mezquino, sobre todo, con su gente.


Ya es una mala costumbre en la Argentina cambiar candidatos de distrito con una arbitrariedad espasmódica. Es riesgoso tocar el orgullo provinciano de quien se resiste a recibir delegados del poder central porque no se siente menos que otros por vivir en donde vive.

Bielsa inmoló su carrera política y sus grandes cualidades en nombre de un proyecto colectivo que Kirchner apenas siente como matrimonial. Tuvo que prometer en las tribunas una provincia mejor, en una provincia en la que ni siquiera vive desde hace ya muchos años.

En Córdoba, todos los encuestadores registraron pero muchos ocultaron prolijamente que eso mismo pasó con la imposición del ex basquetbolista Héctor “Pichi” Campana como compañero de fórmula de Schiaretti. El delfín de De la Sota inmediatamente bajó su intención de voto.

¿Qué había pasado? Muchos cordobeses recibieron el gesto de Campana con dolor por la repentina borocotización . Había edificado su cortísima carrera política de la mano de Luis Juez y, además, proclamando a los cuatro vientos que jamás apoyaría a De la Sota. Hasta que llegó Kirchner, una vez más, para forzar las cosas. Para hacer política contra natura y lograr exactamente lo contrario de lo que buscaba.

Schiaretti apareció ante los cordobeses con menos libertad de movimientos y condicionado por Kirchner, De Vido y el secretario de Transporte, Ricardo Jaime, que, literalmente, el domingo a la noche, una vez terminados los comicios, escondía su figura desprestigiada detrás de los casi dos metros del “Pichi”.

Para colmo, Cristina Kirchner viajó especialmente para llevar su respaldo a una provincia donde no supera el 38 por ciento en la intención de voto. Muchos progresistas honestos se preguntaron por qué el Presidente no eligió apoyar a Luis Juez. Fue uno de los integrantes de la abortada transversalidad y llevó de compañero a un radical K como símbolo de la concertación.

Pero Juez hace mucho que está castigado por Kirchner. No es lo suficientemente sumiso. Cuando se votaron ciertas leyes antirrepublicanas en el Congreso, no quiso disciplinar a algunos diputados nacionales de su bloque, que se destacan por su transparencia, capacidad e independencia. Esa es casi la descripción de un enemigo para el kirchnerismo explícito.


Hoy, Juez está mucho más cerca de Binner que de Kirchner. Los poderosos intendentes del conurbano bonaerense están más cerca de Scioli que del Presidente. Nadie olvida fácilmente las humillaciones públicas y el ninguneo por más obras públicas que reciba. Si no hay afecto, admiración, agradecimiento o convicción ideológica y sólo se intenta domesticar con látigo o con billetera, hay un momento en que no queda otro remedio que subir la apuesta porque no alcanza ni una cosa ni la otra.

El miedo se transforma en resentimiento y revancha, y el que se deja comprar con dinero siempre está de remate esperando al mejor postor.

Este modelo de deconstrucción política, de hiperconcentración del poder y de desconfianza enfermiza obliga a que Cristina Kirchner, si llega a la jefatura del Estado, tenga un poder territorial debilitado. Todos los grandes distritos estarán gobernados por jefes que no tienen nada que ver con las raíces ni con los modales del kirchnerismo. Scioli en Buenos Aires, Macri en Capital Federal, Binner en Santa Fe, y Schiaretti o Juez en Córdoba no pueden ser considerados ni de casualidad tropa propia de los Kirchner.

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