Un cadáver en el tironeo por el poder

No se pueden desvincular los actos de violencia de ayer con la violencia que se vivió la semana última en el Hospital Francés. En ambos casos, las fuerzas legales del Estado recibieron órdenes de no intervenir o sólo lo hicieron cuando ya la sangre manchaba el campo de batalla.

Por Joaquín Morales Solá

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Si algo se sabía era que Perón merecía, como lo merecen todos los muertos, descansar en paz. La muerte es el final de un destino personal y, como tal, debe ser respetada tanto como la propia vida. Ninguno de esos conceptos tuvo valor en la Argentina contemporánea.

Un cadáver (el de Eva Perón) fue embalsamado y recorrió el mundo en una increíble saga, que sólo el talento de Tomás Eloy Martínez pudo explicar en una de sus más célebres novelas. Otro cadáver (el de Pedro Eugenio Aramburu) fue secuestrado cuando Perón presionaba desde Madrid para volver tras el largo exilio. Y ahora, el cadáver del propio Perón, mutilado con anterioridad, vuelto a profanar en los últimos días para lograr un ADN, fue motivo de las violentas luchas por el poder dentro del peronismo.

Néstor Kirchner nunca estuvo de acuerdo con el lúgubre acto de necrofilia de ayer. Incluso, anticipó que no iría cuando la CGT y las resucitadas 62 Organizaciones Peronistas (el histórico brazo político del gremialismo justicialista) anunciaron el traslado de los restos de Perón a San Vicente.

Llegó a apodar “grupo Mausoleo” a los líderes peronistas encabezados por el ex presidente Eduardo Duhalde, que imaginaron aquella quinta de fin de semana del primer Perón (el de las décadas del 40 y del 50) como el lugar de su descanso definitivo. Lo de definitivo es siempre relativo: los muertos nunca descansan para siempre en la Argentina.

Pero el todopoderoso presidente no puede decirles nunca que no a los dirigentes sociales en condiciones de sublevarle la calle, incluidos los barones del sindicalismo. Hugo Moyano le cambió la opinión con un par de parrafadas hasta el extremo de que Kirchner prometió hablar en el acto si le juntaban, como a él le gusta, miles de espectadores. Lo que Kirchner no imaginaba era que despuntaría allí la intacta vocación de poder de los dirigentes sindicales peronistas.


Moyano se ha llevado siempre mal con el líder del gremio de la construcción, Gerardo Martínez, pero ambos entran ahora a los codazos al despacho de los presidentes. Moyano se apartó del menemismo en su momento y Martínez eligió no romper nunca con nadie. Mantuvo puentes intactos aun con el menemismo.

A los “muchachos” de esos dos líderes, y los dos comandan gremios conocidos por su capacidad para procrear barrabravas para utilidades diversas, se les adjudicó ayer el retorno de la violencia peronista en torno de la liturgia partidaria.

Decenas de heridos, algunos alcanzados por armas de fuego, explican muchas cosas. Una de ellas puede ser la pelea entre aquellos jefes sindicales por el dominio de la influencia ante Kirchner. Subsidios y desvío de recursos hacia las obras sociales llueven ahora sobre los sindicalistas más poderosos, los conocidos como “los Gordos”. “Gordos” sinceros algunos, como Martínez, aunque hay también “Gordos” disimulados, como el propio Moyano.

Sea como fuere, lo cierto es que Kirchner rompió su embrionaria alianza con la CTA de Víctor de Genaro, el único que no transó con Moyano ni con Martínez ni con el Presidente. Sólo una mujer, Susana Rueda, se animó a enfrentar a Moyano desde dentro de la CGT, pero Kirchner le soltó la mano y Rueda ya no está en la central obrera. El Presidente ha perdido, así, la oportunidad de un razonable equilibrio entre los poderosos dirigentes sindicales, que lo desafían ahora con llenarle la calle de tumultos y algaradas.


El otro mensaje es más político. Las 62 Organizaciones peronistas han sido siempre ortodoxas, una criatura de la otrora todopoderosa Unión Obrera Metalúrgica (UOM) en los tiempos en que la lideraban José Rucci y Lorenzo Miguel. Esa vertiente del gremialismo estuvo siempre enfrentada con los jóvenes peronistas sublevados de la década del 70, algunos de los cuales ven en Kirchner a una expresión, tardía e inauténtica por cierto, de lo que ellos fueron.

No se pueden desvincular los actos de violencia de ayer con la violencia que se vivió la semana última en el Hospital Francés. En ambos casos, las fuerzas legales del Estado recibieron órdenes de no intervenir o sólo lo hicieron cuando ya la sangre manchaba el campo de batalla.

Ni tampoco esos episodios de la víspera son ajenos a los hechos violentos del sindicato de Moyano, que varias veces bloqueó las puertas de entrada y de salida de los supermercados, amparado por la absoluta impunidad.

A último momento, Kirchner canceló ayer su presencia en esa ceremonia de indiscutible necrofilia. Tarde, quizá. ¿Cómo explicarles a los sectores medios de la sociedad que el peronismo no arrastra una cuota irremediable de violencia cuando disputa el poder? ¿Cómo, si los argentinos de menos de 40 años no tienen noción de cómo era Perón cuando vivía y sólo saben de él por las repetidas profanaciones de su cadáver y por la ordalía de violencia que su nombre provoca?

Kirchner es un presidente con suerte, pero toda fortuna necesita que la ayuden a permanecer. El Presidente no la ayuda. Su oposición comienza a plantarse ya no una alternativa electoral, sino el proyecto básico de reconstruir los principios republicanos. El planteo era meramente teórico hasta que comenzaron a despuntar los viejos síntomas de una política soberbia y arrogante, capaz de resolver el poder a las trompadas o mediante una balacera precisa y oportuna.

Ese cadáver que ayer quedó solo en medio de un camino sin destino, porque sus portantes debían batallar o defenderse de la batalla, fue el símbolo patético de la Argentina que ha sido, irremediablemente.

Por Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 18 de octubre de 2006.

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