Saldar la deuda institucional, el próximo desafío

La inversión y la energía están condenadamente vinculadas. Cristina Kirchner viene de un período en el que la primera no fue una prioridad, al revés de lo que sucede en los países del mundo prudente, y la segunda mereció más trajines para ocultarla que para resolverla.

Por Joaquín Morales Solá

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Ayer, que será recordado como el día más sereno y dulce que Cristina Kirchner vivirá como presidenta, terminó la transición desde la monumental crisis de 2001 y 2002. De alguna manera, ella lo reconoció implícitamente cuando recordó que su esposo asumió con más desocupados que votos.

El dato ciertamente insólito del lunes kirchneristamente festivo fue el traspaso del poder dentro del círculo de un matrimonio, un caso sin antecedente en el país y, probablemente, sin antecedente en el mundo según las condiciones argentinas vividas ayer.

En efecto, los comicios de octubre se parecieron a una elección suiza comparados con los que ungieron a su esposo en 2003 y que convirtieron a Néstor Kirchner, por la mezquindad personal y la indolencia institucional de Carlos Menem, en el presidente menos votado de la historia argentina. El período entre la elección y la asunción de ayer fue también relativamente pacífico y careció de los apurones y las turbaciones que hubo en la escasa semana de transición entre Eduardo Duhalde y Kirchner.

La Argentina parece necesitar siempre un tramo de entre 5 y 6 años para reponerse de los períodos más conflictivos y traumáticos de su historia. La gestión de Raúl Alfonsín, en la década del 80, también fue una transición entre el desastroso final de la dictadura y la consolidación definitiva de un sistema democrático. Sólo a principios de la década del 90 la nación política se estabilizó durante un largo período. La transición ha terminado, pero no han desaparecido todas las consecuencias de la gran crisis. Sólo hubo, por ahora, una elección normal después de elecciones anormales, y un traspaso ordenado del poder luego de tiempos macerados en desórdenes de órdago. Punto. La crisis institucional está casi intacta y lo único que se reconstruyó fue la institución presidencial; por eso, quizás, fue ahí donde se vio con más nitidez el fin de la transición.

Incapaz de mostrar sus emociones en público, tensa por ese férreo límite que les impone a los comunes sentimientos humanos, la flamante presidenta aceptó de hecho que todavía resta un largo trecho para consolidar las instituciones destruidas. Habló de la institución parlamentaria, que sigue siendo una asignatura quizás más pendiente que antes, y subrayó la necesidad de continuar con la reforma judicial. Pero defendió la reforma del Consejo de la Magistratura, que ella misma armó en el Senado y que no ha mejorado la Justicia.

Tiene, sin duda, una relación de amor y odio con los medios periodísticos. ¿Valía la pena mencionarlos en ese instante solemne como la oposición que no es pero que se parece, según ironizó? A estas alturas ya hay que resignarse: Cristina Kirchner nunca será Cristina Kirchner si no se coloca en la pose de una profesora implacable frente a los periodistas y los medios. Usará otros medios, pero la relación de ella con la prensa no será muy distinta de la conflictiva relación que tuvo su esposo con el periodismo.


Reivindicó la política (y lo hizo bien), pero le faltó una referencia clara a la reforma política y a la crisis del sistema de partidos. El viejo sistema está destruido y no ha despuntado uno nuevo. Hasta el peronismo es una federación de estirpes que responde sólo pasajeramente al liderazgo que está en el poder. La política sabe, por ahora, sólo de carismas personales, necesarios pero no suficientes.

Cristina Kirchner se equivocaría si creyera que esos problemas son de los otros. La administración de una democracia es defectuosa cuando sólo hay personas, cuando los partidos no están y cuando, por lo tanto, los programas son cambiantes. A ella le tocará, además, gobernar problemas que su marido sólo tuvo en el tramo final de su gestión. Son las consecuencias de problemas no resueltos y del crecimiento de la economía en los últimos cuatro años: la inflación creciente, la escasa inversión, la insuficiente energía y la por momentos desbocada puja salarial. Néstor Kirchner tuvo que lidiar, fundamentalmente, con el conflicto social; su esposa deberá vérselas con el problema salarial.

Ayer repitió conceptos generales que ya había enhebrado sobre la necesidad de terminar con la opción entre la industria y el campo. Sin embargo, se anotó un alto puntaje en el mundo empresarial cuando estampó una frase nueva en el kirchnerismo: “No voy a ser el gendarme de la rentabilidad de los empresarios ni me voy a meter en internas sindicales o políticas”. Adiós, entonces, a los métodos de Guillermo Moreno, aunque no hablaba en ese momento del polémico secretario de Comercio Interior, sino de los acuerdos sociales que imagina. No hablaba de él, pero lo aludía sin remedio.

Sea como fuere, la inversión y la energía están condenadamente vinculadas. Cristina Kirchner viene de un período en el que la primera no fue una prioridad, al revés de lo que sucede en los países del mundo prudente, y la segunda mereció más trajines para ocultarla que para resolverla. Marido y esposa hablan del Indec cuando les preguntan por la inflación, que es otra cosa.

Ratificó que su compromiso con los derechos humanos es, tal vez, más fuerte y más antiguo que el de su esposo. Con todo, por primera vez se refirió a las Fuerzas Armadas de ahora y del futuro. “Debemos separar la paja del trigo”, puntualizó. Y eso, que parece una verdad elemental, estuvo ausente en los últimos años de escasas referencias presidenciales a los actuales militares. Aquel compromiso de la Presidenta parece ir más allá de los asuntos internos de hace tres décadas y eso se vio en su conmovedora apelación por la libertad de Ingrid Betancourt, secuestrada en Colombia desde hace casi seis años por la guerrilla más vieja y cruel de América latina.

Pasó sin grandes novedades sobre la política exterior, aunque esas cuestiones son una pasión que se le conoce. Sólo cabe consignar la cálida referencia al presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez, y al pueblo (“hermano”, dijo) uruguayo. Habló de “resituar” el problema en su contexto técnico y jurídico y recordó la posición argentina ante los tribunales de La Haya. Habló, en fin, de despojar el conflicto de las cuestiones personales que lo empaparon feamente en los tiempos recientes.

Nadie sabe aún si Néstor Kirchner tendrá la sensibilidad de su esposa, que durante los últimos años influyó de manera decisiva sin que se notara. Ningún periodista estuvo nunca en condiciones fiables de afirmar que la senadora Kirchner tenía una opinión diferente sobre algún aspecto de la administración, aunque se olfateaba que algo había en ese sentido. Pero el ex presidente está acostumbrado a mezclarse con lo que le concierne y a continuación con lo que no le concierne. ¿Cambiará de ahora en más?


Ayer, la Presidenta sólo mostró enfado cuando su marido equivocó el orden de la firma con la entrega de los símbolos del poder presidencial. Néstor Kirchner no tiene remedio: es el único presidente al que el protocolo no lo disciplinó durante casi un lustro. Los que conocen a Cristina Kirchner dicen estar seguros de que no habrá un doble comando del poder durante su gestión. Aquella anécdota de su enfado de ayer por los desbarajustes protocolares de su esposo tiene también una lectura política: nunca se resignará a aparecer como una simple delegada de su esposo entre vacíos rituales de la presidencia. Sabe, en síntesis, que en política el poder de la palabra no cuenta nada sin las garras afiladas del poder.

Borges escribió que la mañana finge un comienzo. El desafío de Cristina Kirchner consiste en demostrar que lo que sucedió ayer no fue el mero fingimiento de un comienzo, sino el umbral de otra experiencia política, suya fundamentalmente.Los que conocen a Cristina Kirchner dicen estar seguros de que no habrá un doble comando del poder durante su gestión.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 11 de diciembre de 2007.

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