Remotos y fascinantes fragmentos de la memoria

El autor rafaelino Angel Balzarino propone con este cuento viajes interminables de historias humanas. El ardor y seriedad con que desempeñaba el rol asignado llegó a definir su vocación. Aunque destinataria de los elogios y las felicitaciones, sin duda era su madre quien más disfrutaba de esa situación.

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Ahora despertaba un sentimiento de ternura o de infinita piedad cuando deambulaba por el pueblo a pasos nerviosos o, deteniéndose de pronto, efectuaba raras contorsiones con los brazos y el cuerpo mientras recitaba un poema o hacía la representación de una escena teatral. Nosotros, los que la conocíamos desde la niñez y habíamos compartido juegos, estudios y los sueños que pretendíamos concretar cuando fuéramos grandes, la observábamos impotentes, lastimados por su figura escuálida y cubierta con ropas deshilachadas y bastante sucias, con el deseo de reflejar algún signo de protesta o indignación al no poder hacer nada para librarla del ya imbatible desvarío. No. Nadie hubiera imaginado algo así. Sobre todo porque desde muy chica parecía tener marcado un destino luminoso y de notable relevancia, cuando empezó a demostrar una especial cualidad para recitar un poema o interpretar diversos personajes en las obras representadas en la escuela para el 25 de Mayo, 9 de Julio y las fiestas al final de los cursos de cada año. Poco a poco resultó infaltable en la realización de cualquier acto. El ardor y seriedad con que desempeñaba el rol asignado llegó a definir su vocación. Aunque destinataria de los elogios y las felicitaciones, sin duda era su madre quien más disfrutaba de esa situación. La perspectiva de que llegara a convertirse en una gran actriz la colmaba de orgullo y justificaba la desmesurada cantidad de libros que compraba en la única librería del pueblo con el propósito de inculcarle el gusto por la lectura y el conocimiento por las disciplinas artísticas. Las incontables actuaciones en la escuela y después en el salón del Club Social con el grupo de teatro independiente que había formado, nos hicieron creer que se marcharía a la capital o a una ciudad importante donde iba a tener mayores posibilidades. Pero todo se derrumbó. Abruptamente. Fue después de la muerte de la madre. Si bien de pronto, al perder el pilar que siempre le había brindado apoyo y orientación, se encontró desvalida y sin saber qué hacer, la presencia del padre comenzó a tener inusitada vigencia. Entonces nos percatamos del desdén y aun el desprecio que le merecía lo que ella realizaba, no sólo porque jamás había presenciado alguno de sus trabajos sino por el tono despectivo con que solía responder a cualquier comentario sobre ella. Ya está demasiado grande para esas pavadas. Es hora de que haga algo provechoso. El camino que con tanta obsesión la madre quiso trazarle quedó bruscamente trunco y ella ya no tuvo el valor ni la determinación para romper las ligaduras, alejarse de la sombra nefasta del padre, intentar suerte en otro lugar, luchar abiertamente para poder cumplir su auténtica vocación. Nuestras ansias de ver su nombre en grandes titulares y su figura embelleciendo las revistas y alguna película quedaron definitivamente perdidas el día en que empezó a trabajar en la tienda del padre.
Como si fuera una propiedad de todos los habitantes, tal vez por el afecto y la admiración provocados por tantos momentos de emoción y alegría que nos había regalado, no pudimos aceptar verla allí, detrás del mostrador y trajinando con telas y clientes, bajo la dura y vigilante mirada del padre. Al principio tratamos de sacarla de esa rutina exasperante, le pedimos que regresara al grupo de teatro independiente, prometimos ayudarla para realizar sus aspiraciones. En vano. Adusta, con un creciente desapego por cuanto ocurría a su alrededor, rechazaba con secos monosílabos cualquier ofrecimiento. Cada vez más nos asaltó la idea de considerarla una prisionera. Aislada. Indefensa. Y así, con la impotencia de no poder modificar algo que ella ya parecía aceptar como una fatalidad, nos convertimos en testigos de su paulatino desmejoramiento. A través de rumores y comentarios pudimos develar el modo como se desarrollaba su vida: el clima hostil que imperaba en la casa; las repetidas discusiones con el padre entre llantos y gritos furibundos; el rostro resplandeciente de él cada vez que se entregaba a la tarea de quemar una pila de libros en el fondo del patio; la marcha sigilosa de ella por la noche hasta la librería donde, por algunas horas, la dueña le permitía saciar la urgente necesidad de leer. Pero los signos de desequilibrio empezaron a notarse a través de la conversación con los clientes, ya que en vez de referirse a la operación comercial, prefería decir algunos versos del Canto General o parte del monólogo de Hamlet. Al morir el padre, ya parecía una anciana con sus cuarenta y tres años. La piel extremadamente pálida, con una delgadez que insinuaba la forma de los huesos, la mirada perdida en algún punto indefinido. Sin noción de la realidad, regresó al tiempo en que daba cauce a su incipiente vocación, cuando se mostraba plena de vitalidad. Después de permanecer tantos años enclaustrada en la casa, empezamos a verla cruzar otra vez las calles. Presurosa. Observando todo con ansiedad y aun deslumbramiento, como si tratara de adaptarse a un sitio totalmente nuevo que descubría poco a poco. Hasta que, deteniéndose en cualquier esquina, revivía a través de gestos y palabras alguna de aquellas interpretaciones realizadas en la infancia. Y para eso comenzamos a esperarla. Ávidos por recuperar una época que tanto nos había regocijado. El poema La bailarina de los pies desnudos. La escena en que Yerma mata a su marido. Los primeros versos de Hojas de hierba. Nos bastaba pedir y ella, luego de unos segundos en que trataba de encontrar en algún punto recóndito de su mente la respuesta adecuada, nos complacía. Generosa. Entusiasta. Entonces nuestros aplausos y gritos exultantes resultaban no sólo una muestra de agradecimiento sino más bien el modo de premiarla, de atenuar el sentido de la frustración que la había marcado con un estigma indeleble y reconocer las cualidades descubiertas años atrás. Nuestro propósito quedaba colmado cuando dejaba aflorar una sonrisa. Dulce. Gratificante. Que parecía otorgarle un fugaz momento de lucidez, orgullosa y feliz por la retribución que recibía, disfrutando el privilegio de representar el papel de la actriz que siempre quiso ser.

Este material fue enviado especialmente para www.sabado100.com.ar.

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