Reflexiones sobre las reformas en el Derecho

Que nuestros legisladores hagan un ejercicio de introspección, de búsqueda de los elementos fundantes de nuestra persona y de nuestra sociedad; que abreven al menos un poco en las fuentes de la filosofía, antes de levantar la mano sancionando normas desaprensivamente, como quien adhiere mecánica e irreflexivamente a dictados que otros –con ligereza o sin ella- han diseñado para regir nuestras vidas.

Por el Dr. Rodolfo Zehnder (Rafaela)

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Por el Dr. Rodolfo Zehnder.- La sanción de algunas leyes –como la del matrimonio civil igualitario, de la muerte digna, de la identidad de género y de la fertilización asistida-, así como el proyecto de reforma integral del Código Civil –todo ello auspicioso para unos, cuestionable para otros-, me mueve a esta reflexión, ejercitando en lo posible el uso de esa razón práctica que estuvo ausente por parte de la comunidad nacional en general, más ocupada en discurrir sobre temas banales que cuestionarse seriamente sobre los nuevos paradigmas y parámetros que este cambio de época implica. Se me hace que la reflexión principal e inicial pasa por entender qué se espera del Derecho, y para ello resulta menester incursionar en lo filosófico (palabra mal entendida y menos aun utilizada): no se puede entender el Derecho si no se hace Filosofía, que es la que le da sustento y razón última de ser. El Derecho –que, por cierto, no se nutre sólo de legislación sino de valores- tiene a nivel legislativo dos columnas vertebrales: la Constitución Nacional y las normas internacionales con igual jerarquía, y todo el plexo normativo complementario y consecuente; y puntualmente el Código Civil. No es un Código más, en tanto las cuestiones fundamentales que rigen a las personas –desde el comienzo de su existencia hasta su muerte, pasando por todas las vicisitudes intermedias- tienen cabida en él. El Código Civil es no sólo el esqueleto o la estructura de un edificio: es el edificio mismo, porque modela la sociedad de tal forma, que ésta es en gran medida conforme se plasma teórica y abstractamente en dicha ley estructural. El Derecho, entonces, no es simplemente un modo de regular la convivencia en sociedad, si bien también es esto, lo que no es poca cosa. Es, en tanto objeto cultural, el instrumento inventado por los hombres para modelar una sociedad, dándole vida a través de determinados parámetros, nutriéndola de contenidos y estableciendo las bases sobre las que marchará la misma. El Derecho es, así, co-fundante de la sociedad: marca los caminos por las que ella transitará. De tal modo, no es ingenuo ni aséptico. Sí, por cierto, es guardián de los valores, a los que decide sostener o, en su caso, transformar. Es la arquitectura de la sociedad, y los legisladores y jueces sus arquitectos. Es, en buena medida,… la vida misma. El Derecho puede responder a distintas ideas-fuerza en orden a cumplir su objetivo. Una es la tradición, una mirada hacia atrás: ver lo que se hizo hasta ahora y, de alguna manera, respetarlo. Otra es el afán de dar efectiva solución a los conflictos: prever las situaciones problemáticas y diseñar el modo de solucionarlas, poniendo siempre un pie fundamental en la realidad, en cómo se presentan las cosas hoy, porque puede ocurrir que el factor tradición no logre dar respuesta concreta a los problemas nuevos. Si algo define a la realidad es su permanente mutación, más o menos acelerada según las épocas históricas (la nuestra es particularmente una época signada, no por los cambios, pues estos existieron siempre, sino por la aceleración de los cambios, con sus efectos colaterales: carencia de certezas, e inevitable desorientación). Así las cosas, pretender legislar sobre la base única e irreductible de la tradición, de lo que siempre fue, es a todas luces necio. Necio es aquél que no ve la realidad, el que no quiere ver lo que tiene adelante. (MARITAIN), el que se aferra al pasado convirtiéndolo en un absoluto. Prudente, en cambio, es el que sabe ver la realidad y actúa en función de la misma (ni más ni menos) pero sin desdeñar la carga de valores que la tradición trae consigo; el que conjuga pasado, presente y futuro en un proceso –casi- de síntesis superadora (HEGEL). Por eso, en el otro extremo, también sería de necios responder únicamente a lo que la realidad de hoy impone, sin ánimo de enfrentar lo que de ella hallamos negativo, y en función de preservar valores. Es una llamativa ligereza argumentar que el fundamento más sólido para una reforma es atender a las “nuevas realidades”, porque con ese criterio el Derecho vendría a constituirse en custodio de toda la realidad, incluso con sus disvalores. Es de una ingenua ligereza afirmar que se debe dar cabida a todos los pensamientos y cosmovisiones, simplemente porque ello es imposible. Esto es: se debe legislar en función de los principios y valores que se quieren sustentar, y que de algún modo representen o en ellos se vea representada la sociedad, aun con su innegable diversidad, y sin perder de vista horizontes objetivos y que trascienden las épocas. No se trata de no respetar el derecho de los que piensan distinto, sino de hallar fórmulas en que las minorías tengan garantizados sus derechos y las mayorías puedan a su vez ejercer los suyos. Pareciera que a veces se legisla para las minorías en contra de las mayorías, lo cual no deja de ser un absurdo. Es una verdad incontrastable que en esta serie de reformas y de nuevas leyes adoptadas sin mayor discusión está en juego el concepto mismo de la ética y la moral, base y fundamento del orden jurídico, partiendo de la intrínseca eticidad del hombre. Existen al respecto-vale la pena recordar- distintas posturas, con sus diversos matices: 1) Una considera que el orden moral es fundamentalmente subjetivo: yo me trazo mi propio orden moral, yo determino qué es lo bueno y qué es lo malo, y en función de ello adecuaré mi conducta; yo soy legislador y juez. 2) Para las posturas intersubjetivistas, es un grupo de personas el que establece qué está mal; con sus dos variantes: a) la dogmática o irracional o sociológica (DUGUIT): la sociedad lo define, a través de encuestas u opiniones representativas; b) la racional o procedimental (RAWLS, ALEXI:) la ética se constituye no de cualquier manera sino a través de cierto procedimiento, del diálogo (con ciertos requisitos), del consenso, por la mayoría (HABERMAS). 3) Para el consecuencialismo, lo que está bien y mal no puede definirse a priori sino que hay que ver las consecuencias del acto; no hay actos buenos o malos por sí mismos sino acorde con las circunstancias (ética utilitarista y casuística). 4) Para el juridicismo, propio de culturas anglosajonas, el bien lo determinan ciertos órganos jurídicos a través de ciertas normas jurídicas (el Congreso, la Corte Suprema). 5) Para el teologismo, común entre varias iglesias protestantes, es Dios el que establece lo que está bien o mal, y el único modo que tengo de conocer eso es a través de la Fe, ya que la racionalidad no alcanza . 6) Para el catolicismo, en cambio, se agrega como fuente de dicho conocimiento a la razón. 7) Por último, y dentro del objetivismo, tenemos la teoría de los bienes humanos básicos (FINNIS): hay bienes objetivos que no necesitan de fundamentación metafísica o teológica, que pueden ser conocidos por el hombre por la propia experiencia de vida; el hombre los capta por evidencia y la posesión de dichos bienes son fuente de felicidad: la vida, el juego, la amistad, el saber práctico, el conocimiento, la experiencia estética, la religiosidad. Va de suyo que las teorías intersubjetivistas, del consenso, son las que hoy prevalecen en los círculos académicos y en los operadores legislativos y judiciales de la mayor parte de Occidente; con su inevitable relativismo. Así, por ejemplo, abortar será bueno o malo según lo que decida determinada sociedad en un momento determinado de su historia. Eso es democracia. El valor en sí se vacía de contenido, en tanto queda relativizado a determinada cultura en determinado tiempo y conforme la voluntad de determinados hombres, manifestada través de un plebiscito, referéndum, consulta popular, o interpretación de sus legisladores y/o jueces de las más altas jerarquías (Corte Suprema). Valga, a esta altura de la reflexión, retornar a los clásicos. En el siglo de Pericles figuraba en el frontispicio de algunos monumentos esta inscripción: “Todo a su medida y armoniosamente”. La medida, en este caso, sería que estos vientos de reforma respeten los principios básicos que fundaron y siguen fundando –que se sepa, no se hizo encuesta para ver qué opina la gente- una sociedad. Armoniosamente, significaría no pretender poner una reforma, vía representantes del pueblo cuyo grado de representatividad –no olvidemos- está harto cuestionado. A su medida y armoniosamente sería actuar con prudencia, que como enseñaba ARISTOTELES es el término medio entre la cobardía y la temeridad. Ni pusilánimes ni omnipotentes, diría MARITAIN. Prudencia significa amplio debate, no ser víctimas de ideologismos sino propender al bien común, ser conscientes de la responsabilidad del ahora. No parece desactualizada, sino siempre vigente, la antigua definición de justicia, que iniciada en ARISTOTELES, y pasando por el Derecho Romano y la tradición escolástica, cobra en estos días particular fuerza: vivir honestamente, no causar daño a otro, dar a cada uno lo suyo. Vivir honestamente sería no corromperse ni corromper; hacer el bien al otro; no dividir entre moral pública y privada (el hombre es todo uno, inescindible); no transferir a otros culpas que son propias. Dar a cada uno lo suyo significa respetar la diversidad; admitir el pluralismo; abandonar posturas dogmáticas; respetar creencias y valores. No causar daño a otro implica no forzar con cambios estructurales, sorpresivos y no debidamente analizados, un cambio en lo que muchos atesoran como valores trascendentes, trascendentes al tiempo, a los gobiernos, a las nuevas realidades. ¿Qué es lo real? Lo que acontece. Pero no todo lo real es bueno. No todo cambio es evolutivo, como enseñara ya TEILHARD DE CHARDIN (¡cómo recomiendo su lectura!): evolución es cambio más ascenso. “Progresista” es aquél que evoluciona hacia estadios cada vez más perfectos, aun en la inmensa e inevitable imperfección humana. De lo contrario, con la aureola de “progresista” se convierte más bien en retrógrado, en tanto involuciona y malea aquello que pretende –ideologismo mediante- abruptamente cambiar. Bueno sería que nuestros legisladores –que, se supone, nos representan y cumplen nuestros mandatos (VITORIA, SUAREZ, MONTESQUIEU)- hagan este ejercicio de introspección, de búsqueda de los elementos fundantes de nuestra persona y de nuestra sociedad; que abreven al menos un poco en las fuentes de la filosofía (para acercarse a la sabiduría que ya reclamaba PLATON para los que gobiernan), antes de levantar la mano sancionando normas desaprensivamente, como quien adhiere mecánica e irreflexivamente a dictados que otros –con ligereza o sin ella- han diseñado para regir nuestras vidas.

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