Reflexiones en torno al fallo de La Haya

El fallo apunta al futuro, a la relación de convivencia armónica que debe existir entre ambos países. Deja una enseñanza, de comprobación diaria para los hombres de Derecho pero que a veces cuesta entender al común de la gente: rara vez, en un litigio, se obtiene la totalidad de la pretensión inicial.

Por Rodolfo F. Zehnder (Rafaela)

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(Por Rodolfo F. Zehnder).- Como suele suceder en los casos litigiosos, las partes en conflicto pueden dar interpretaciones que sustenten su postura, haciéndolos aparecer ante la opinión pública como gananciosos en el pleito. No obstante, y sin perjuicio de señalar que ambos gobiernos -Argentina y Uruguay- se mostraron razonablemente prudentes en sus comentarios, para hablar en términos deportivos podríamos decir, objetivamente, que la cuestión terminó en un empate. El fallo de la Corte Internacional de Justicia en el caso Botnia, conforme con los elementos de juicio colectados, desde un punto de vista jurídico resulta a mi criterio casi incuestionable, arribando a una solución equilibrada. Argentina obtuvo varias cosas importantes: 1) El reconocimiento de que Uruguay violó el Estatuto del Río Uruguay firmado en 1975, al no informar sobre la construcción de la planta de celulosa, omitiendo consultar y consensuar con Argentina al respecto, continuando con su construcción mientras estaba en marcha el proceso de negociación entre ambos países. 2) La obligación impuesta por la Corte de que ambos países realicen un monitoreo conjunto para medir el impacto ambiental. 3) En vista a un futuro, queda claro que Uruguay no podrá manejarse de la misma forma, esto es autorizar nuevos emprendimientos que afecten el sistema regulado por dicho Estatuto, sin previa consulta con nuestro país. 4) Nada obsta, por otra parte, que si se llegara a comprobar una efectiva contaminación del ecosistema del río Uruguay producida por la pastera, se dé lugar al pertinente reclamo. Pero Uruguay también resultó ganancioso, en tanto: 1) No se dispuso la relocalización de la planta (objetivo de máxima de Argentina) pues no se acreditó suficientemente que la misma contamine ni que haya violado los estándares internacionales al respecto. 2) No se hizo lugar al reclamo argentino de una indemnización por los presuntos daños y perjuicios ocasionados a sus industrias agrícola y de turismo. 3) Tampoco se hizo lugar al planteo argentino de la contaminación visual, sonora y de olores, en tanto dichos aspectos no están contemplados expresamente en el Estatuto mencionado. Digamos que el fallo -que resulta inapelable y debe ser cumplido- fue salomónico. Es claro que resulta en cierto modo comprensible que los vecinos de Gualeguaychú experimenten cierto grado de frustración: el hecho consumado de la instalación de la planta queda incólume, y queda flotando la duda de hasta qué punto se hizo justicia (material) si el órgano jurisdiccional no logra revertir, precisamente, un hecho consumado. Pero deben entender que no queda otro camino que cumplir a rajatabla con lo sentenciado, y en tal sentido -y como derivación lógica- debe cesar el corte de ruta, hecho que ya no tiene sustento jurídico alguno (en realidad, nunca lo tuvo, y menos ahora). El fallo apunta al futuro, a la relación de convivencia armónica que debe existir entre ambos países. Y ello no es poca cosa, máxime para un país que, como el nuestro, mantiene todavía conflictos limítrofes y territoriales de magnitud (Malvinas e Hielos Continentales), sin resolver. Y deja una enseñanza, de comprobación diaria para los hombres de Derecho pero que a veces cuesta entender al común de la gente: rara vez, en un litigio, se obtiene la totalidad de la pretensión inicial. En el caso, se obtuvo lo máximo que se pudo, dadas las circunstancias.

El autor es Profesor universitario de Derecho Internacional Público; miembro titular de la A.A.D.I (Asociación Argentina de Derecho Internacional) y del C.AR.I. (Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales).

Fuente: diario La Opinión, Rafaela, 24 de abril de 2010.

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