Razón de Estado

Por Jorge S. Muraro (Santa Fe)

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Con mucha razón la teoría del poder en la sociedad política es una ardua cuestión no tan fácil de resumir (al menos en la corta extensión de un breve ensayo) por sus características amplias, complejas y profundas. Lo cierto es que la aparición del Estado, según la concepción que de él se tiene a partir de los últimos siglos, ha originado la consideración de ciertos aspectos esenciales en pos de dos direcciones convergentes, una socio-filosófica y otra socio-política, esto es: la justificación y los límites del poder público por un lado y, por otro, el fin propio y específico del Estado, como también para el gobierno de la sociedad y la ciudadanía que lo integra y constituye. La primera de tales cuestiones está referida a quién debe ejercer el mando y concierne al “derecho político”de los ciudadanos; y la segunda se vincula a la finalidad primordial del gobernante en virtud de la cual el Estado justifica su más íntima razón de ser, en función de la supremacía del bien común que él mismo ha de procurar como “causa final” de la sociedad política en su conjunto. Es cierto que la legitimidad del poder adquiere singular importancia desde antiguo –más precisamente desde el siglo XVI- aunque con mayor énfasis en estas últimas épocas, hasta alcanzar su máxima expresión entre las diversas exposiciones doctrinarias de los grandes pensadores modernos con notable prestigio intelectual y moral. Con todo, el fenómeno nuevo, o quizás el que más interesa a los investigadores en las ciencias morales, políticas y sociales, consiste en indagar –con fundamentos de validez científica- el carácter de la justificación (intrínseca) del poder en sí mismo, el cual sustenta su legitimación (extrínseca) en los actos del gobernante, motivados éstos por el comportamiento ético y jurídico que ha de tener el justo arbitrio de la autoridad política; o dicho de otro modo, según la justicia, o inversamente, la injusticia con que se proceda en el ejercicio lícito o ilícito de las potestades públicas. Cada ideario político, o conjunto de postulados propuestos para gobernar, puede ser aceptado –en un determinado momento- cuando se pretende legitimar el poder público, y esto sucede si tales propósitos –vinculados a grupos sociales predominantes- se dirigen en beneficio exclusivo de ciertos intereses particulares o corporativos. Ejemplos históricos de estas tendencias pueden observarse en el surgimiento, esplendor y decadencia tanto del “fascismo” como del “nazismo”, mientras se consideró forzoso consolidar y expandir ideologías únicamente impuestas para reforzar las vulnerabilidades propias de cualquier poder totalitario; o en otro orden, la necesaria “lucha de clase” para sostener sociologismos utópicos que atacan toda la estructura social, y sitúa el fundamento de la autoridad en las formas de una organización económica absoluta y dominante, concentrándose en el poder omnímodo del Estado como soporte firme de lo que ha sido entonces el régimen soviético y sus fenómenos concomitantes de sumisión total, control total y violencia total. No obstante las divergencias doctrinarias en torno a las diferentes teorías políticas, está claro que existen siempre principios (filosóficos, socio-políticos y morales) que pueden fundamentar el sostén institucional de la autoridad constituida para el ejercicio lícito del poder público, sirviendo todos ellos, o bien de crítica, o como justificación de un nuevo orden de transformación social o de reformas innovadoras en la idiosincrasia y en los alcances del poder gobernante. En cierto momento, conservadores y reformistas se manifiestan unos a favor y otros en contra, en la disyuntiva de fortalecer un régimen ya constituido, o de otro a instituir o a restaurar con mejores promesas políticas; mientras revolucionarios y contrarrevolucionarios optan por réplicas y contrarréplicas para preconizar postulados con los que pretenden legitimar sus actitudes al frente de grupos de apoyo o fuerzas activas que propugnan cambios en la función y también conducción del Estado y aún en la organización social. Por supuesto que el principio de legitimidad, o de justificación del poder en los actos de gobierno, no siempre ha significado plena adhesión o el acatamiento estricto al “derecho positivo” de institución humana, pues esa justificación del poder para mandar y gobernar puede situarse por encima de la mera autonomía de las decisiones políticas, y provenir o proceder del derecho o ley natural, que dimana de esa heteronomía fundamental con que el ser humano está sujeto al orden natural regido por la ley eterna; o en la firme convicción de la recta razón guiando la búsqueda de la verdad también aplicada a las normas de convivencia, que no son sino normas morales universales e inmutables. En ese sentido, “las reglas morales fundamentales de la vida social comportan unas exigencias determinadas a las que deben atenerse tanto los poderes públicos como los ciudadanos. Más allá de las intenciones, a veces buenas, y de las circunstancias, a menudo difíciles, las autoridades civiles y los individuos particulares jamás están autorizados a transgredir los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. Por lo cual, sólo una moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social, tanto nacional como internacional”. (Juan Pablo II, Encíclica “Veritatis splendor”, sobre la enseñanza moral cristiana. Roma, 6/8/1993). Más adelante, haciendo referencia al orden moral y a la renovación de la vida social y política, el Romano Pontífice proclama con claridad y firmeza: “(…) Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social, capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia en los actos del poder público y en la conducción del Estado (…)”. Y prosigue con énfasis el documento pontificio, citando a S.S. León XIII: “(…) El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos contra otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás…”. “Las raíces del totalitarismo moderno hay que verlas, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible, y precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la Nación, ni el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de una minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o, incluso, intentando destruirla.” (León XIII, Encíclica “Libertas”. Roma, 20/6/1888).

Jorge S. Muraro

El autor vive en la ciudad de Santa Fe y este artículo fue enviado especialmente a la página web www.sabado100.com.ar.

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