Ranchadas juveniles: la ley de la calle

Los más chicos tienen 6 años, los más grandes pueden pasar los 20. Casi no ven a sus familias, hace mucho que dejaron la escuela y viven en distintos puntos de la ciudad, protegiéndose entre ellos de los peligros de vivir a la intemperie social. Son las “ranchadas”, grupos de chicos y chicas jaqueados por la pobreza, las drogas y la indiferencia. Un periodista estuvo con ellos y recogió sus testimonios. Estas son sus historias.

Por Gustavo Barco (Buenos Aires)

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Es un día de calor insoportable en la ciudad, el sol está que pincha.

La gente que camina por la sombra ni los mira, ya acostumbrada al paisaje. Tirados en esas enormes esponjas que alguna vez fueron colchones, los chicos de la ranchada conocida como “la jaula”, en Pompeya, parecen no sentir los aguijonazos calientes ni el sonido grueso del tren que llega a la estación, tal vez anestesiados por el paco y el pegamento de la tarde anterior, en uno de los tres días que el periodista del diario La Nación compartió con ellos.

A la ranchada la llaman “la jaula” porque los pibes duermen en el estacionamiento de un supermercado, al aire libre, delimitado por unas rejas y el borde del alambrado de las vías del tren que va de Pompeya al corazón del Conurbano, de donde son la mayoría de los chicos que deambulan y ranchean en la ciudad.

Hacen la calle juntos, duermen juntos, se protegen entre ellos de los peligros de vivir a la intemperie social, de otras ranchadas, de “la gorra”, como llaman a la policía, y, a veces, hasta de ellos mismos, cuando el consumo no los deja “rescatarse”. Eso es una ranchada infantil: grupos de chicos que abandonaron sus casas y los institutos de menores y se juntan en los grandes centros urbanos, en Capital y el Conurbano; también en los del interior, como Santa Fe y Córdoba, donde hay más para repartir.

Suelen reunirse en las cabeceras y las periferias de las estaciones de trenes de Retiro, Once, Constitución, Pompeya, el microcentro, por la avenida Paseo Colón, y en barrios de gran circulación de gente como Caballito y Palermo, entre otros. Sólo hace falta afinar la mirada para verlos, juntos, en esos espacios abandonados de la ciudad que ellos han convertido en lugar de pertenencia. Allí forman sus ranchadas, término de origen “tumbero”, ligado a la jerga carcelaria: ranchadas son los grupos que forman los presos para defenderse de los demás.

“Acá nos cuidamos el culo, como quien dice ¿no?, nos protegemos, bolsiamos “, dice “el negrito”, 21 años, líder de la ranchada “la jaula”, integrada por otros seis pibes de 10 a 16 años; a veces son más, a veces menos. Dice que se crió en la calle, que en las ranchadas siempre hay uno más grande que es el que manda y que en la de él no se permite el paco. “Por acá, en el barrio, se consigue a un peso”, comenta al pasar. “Sí querés entrar a la ranchada, tenés que venir bien, no de prepo, porque si no los pibitos te cagan a palos. Cuando se arma, tenés que saltar por tu ranchada, acá se comparte todo. Antes había una piba, pero se mandó una macana y cayó presa, bardió”, afirma.

Las ranchadas infantiles son una herida social que no deja de profundizarse. Así las describe María Sonderéguer, del Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Quilmes, donde funcionan talleres para chicos de esa ribera. Desde la década del 90, y acentuado por la crisis de 2001, con la pauperización de la sociedad argentina que desarticuló muchas redes sociales, la formación de ranchadas fue ganando espacio, dice Sonderéguer. “Que se vean o no en la calle no evita el fenómeno, porque hay una política represiva. Por más que haya una buena situación económica hoy, el tejido social no se recompone de inmediato; recomponerlo es muchísimo más lento y trabajoso que destruirlo”.

Con paco y pegamento

“La ranchada de Perito [Moreno, a un par de cuadras] está muy bardera, que pasa una señora y la roban, pasa un flaco y le roban, un colectivo y le sacan los aluminios, muy bardo, lo hacen para comprar paco. Con eso subensubensuben y después cuando bajan, salen a robar para comprar porque quieren más ¡quieren más! y la policía nos mete a todos en la misma bolsa”, cuenta Ariel, 14 años, flaquísimo, con más de cuatro años en “la jaula”. Es una de las pocas veces que Ariel se pone serio para hablar. En otra ocasión lo hizo para hablar de los paraguayos que le deben plata por hacer de campana: “Son los que hacen el juego de la pelotita escondida en los vasitos; si viene la cana yo les aviso; pero no me pagaron por lo del sábado”, cuenta tirado en el suelo, medio en broma, medio en serio, mientras se toca el dedo gordo del pie derecho que le sale de la zapatilla, varios números más grande. Por la tarde, cuando el sol se pierda del lado de las vías, ya no podrá enhebrar frases, la bolsa de pegamento lo llevará de viaje por ahí.

Ariel dice que en su casa, en Villegas, son “como 100” y que tiene siete hermanos. Uno de ellos es Pablo, de 10, que se pasa el día limpiando vidrios en Sáenz y Perito Moreno. Trigueño, de grandes ojos marrones, Pablo no quiere saber nada con la lata de pegamento, ni la bolsita ni el paco, tal vez porque ve cómo le hacen daño a sus hermanos mayores. “Tengo que ir a la escuela para ayudar a mi abuela”, dice, e intenta no atragantarse con unas medialunas “de ayer” que les regalaron. Pero Pablo tiene bronca acumulada, o tristeza, quién sabe. Chicos de otra ranchada le sacaron la gorrita: “Me tuve que agarrar a trompadas”, cuenta. Es el único del grupo que anda sin gorrita. “Ya los voy a agarrar a ésos”, desafía.

Por ahí está Claudia, la “mamu”, una piba de 14 años (después dirá no recordar cuántos años tiene) que dice ser de González Catán y que ranchea en “la jaula” y otras ranchadas de la zona. Un cigarrillo descansa en su oreja izquierda y sobresale de su bolsillo una pipeta negra, necesaria para las dosis de paco. “Me doy un toque y te cuento de mi novio”, dice, y se va un rato para volver, acelerada y sonriente, a contar que tiene 15 hermanos y vuelve de vez en cuando a su casa, y que a su novio, Martín, lo conoció en la calle y que lo que más le gusta de él es que es “un gato relindo”.

A la “mamu” no la tratan mejor por ser mujer. De hecho nadie se acordó de ella en el momento de englutir las medialunas. Para poner las cosas en su lugar con otros chicos, adolescentes y más grandes que pasan a saludar, ella tiene en sus puños y su voz el pinchazo paralizante. “Vos calláte, salí de acá, maldito drogón, fisura. Si querés piñas vas a tener, ¿eh?, enano de mierda”, le grita a un chiquilín rubión al que llaman Polaquito, que la molesta y escapa riéndose como una ardilla. El Polaquito goza de la impunidad de ser el hijo del “negrito”, líder de la ranchada. Después la “mamu” se dispersa y juega con un perro perdido, al que llamaron “Quieto”, un cruza de mantonegro que se les acovachó en la ranchada y chumba a todos los perros-mascota que pasean los vecinos. “A ese perro lo voy a matar ¿por qué no se vuelven para ´la jaula ?”, les grita un señor enfurecido por los ladridos. (Con el temor de la inseguridad, son muchos los vecinos que pierden los estribos y ven en el desamparo de los chicos una forma de amenaza. “Esto se soluciona con un lanzallamas”, le dijo una vez un vecino de Palermo a Roberto Mariani, de la Asociación Civil El Armadero, un centro que trabajaba con 250 chicos de la calle y fue cerrado por recorte presupuestario en febrero.)

Al día siguiente, Marcelo, 15 años, camiseta de Boca, está de visita en “la jaula”, otra vez en Pompeya, la ranchada que supo integrar hasta hace poco. Son casi las 11 de la mañana y “el negrito”, Pablo, Ariel y Horacio duermen. Marcelo es de San Justo, cuenta que estuvo en varios centros de día y comedores infantiles, define a los operadores de calle del gobierno (empleados municipales que son el nexo entre la vida de los chicos en la calle y las oficinas de gobierno) como “unas ratas, transas”, pero no dice por qué; y que en el comedor “Don Bosquito”, se “moría de hambre”.

Marcelo sonríe al hablar, pero lo que cuenta no es para reír: “Yo viví en varias ranchadas, como en una de San Telmo y otra en Caballito; está lleno de ranchadas, por todos lados, debajo de los puentes, por todos lados. Una vez vino un puto y se quiso llevar a uno de los más chiquitos. Terrible violín, le metí un fierrazo en la cabeza. Es que le ofrecen un plato de comida caliente, ropa, son muy zarpados algunos, terrible violín “, repite el pibe, y se ríe cuando el cronista dice que les cree a los chicos de “la jaula” cuando dicen que no consumen paco. “¡Estos, son re-paqueros!”, exclama, y su risotada empieza a despertar a la ranchada, los cuerpos molidos comienzan a estirarse. “¿Dónde está la lata?”, es lo primero que se preguntan al despertar.

En Pompeya, dice Mariani, es donde se están dando las muestras de peor daño a causa del paco, porque la zona está rodeada por la realidad del narcotráfico, la villa 1-11-14, la villa de Zabaleta. “El Estado está ausente -dice-, hace falta mucho trabajo de fortalecimiento de la familia. La voluntad de trabajo se ve cuando recortás presupuesto.”

Mientras llovizna en la ciudad, Roque, 12 años, de Ezpeleta, camina envuelto en una frazada por el hall de Constitución. Invita a almorzar con su ranchada, ubicada en alguno de los vericuetos que hay debajo de los cruces de las autopistas de la zona. Después de negociar con “Tati”, el líder, Roque vuelve con la negativa para compartir el almuerzo que humea unos metros más allá. “Están repasados , mejor otro día”, se disculpa. Antes de despedirse, dice que tiene seis hermanos, que se fue de su casa porque no había para comer y que reparte estampitas en los trenes, que no sabe lo que le gustaría ser cuando sea grande. “Nada”, dice, al tiempo que levanta sus hombros y pega media vuelta.

En otra de estas cuevas está la ranchada de “La Pato”, una señora con varias cicatrices en la cara, las manos, la nariz achatada. A metros de las camas, los improvisados armarios, la cocina y la nube de moscas, hay un altar del Gauchito Gil. Algunos pibes la llaman “mamá”, dicen que es una de las mujeres perversas que da lugar a cambio del “diezmo”. Dos chicos duermen en el fondo, en donde hay más colchones. La mujer niega todo y mejor no insistir. “Los quiero como a mis hijos”, grita, y el grito se escucha pese al zumbido de los autos que van y vienen por la autopista.

En la última tarde que se pasa con los chicos de “la jaula”, el aire está enrarecido. Se nota que no pasaron bien la noche, la policía los vino a sacar. Hoy está de “visita” otro ex de la ranchada. Es “Charango”, más de 30 años, que llega agitando un caño galvanizado y tiende la mano para saludar. Charango compara las ranchadas de antes y las de ahora: “Antes yo rancheaba acá. Ranchada significa amistad, estar juntos, ser amigos de la calle. Ahora son muy cachivache , con el paco no hay más códigos, por un paco te meten una puñalada”.

¿Se rompieron los códigos en las ranchadas? Y sí, se rompieron, dice Gabriel Rolando, con cinco años como operador de calle del Servicio de Paz y Justicia, la organización que preside el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel. “Antes había otros consumos, hoy el paco vino a quebrar todo eso. Los lima totalmente. Es muy común ver cómo se garcan entre ellos, se garcan plata, se garcan ropa, y, de ahí, a pelar una faca… el nivel de agresividad aumentó muchísimo. Antes había códigos; por ejemplo, si venía un nene muy chico a la ranchada, la misma ranchada lo inducía a volver a su casa. Lo que pasa es que si llegan a toparse con un adulto perverso de calle, que les da lugar, les da comida, les da una cama… después, con el tiempo, aprenden a pedir, después a robar y, después del robo, lo que viene es dejar el diezmo a ese adulto que les dio un lugar. Eso sigue existiendo y las víctimas son los pibes”.

Horacio, el de 16, dice que vive en Laferrere (antes había dicho que vivía en Villegas) con su mamá y sus siete hermanos, que en su casa son 30 personas, todos en la misma casa. Fue hasta los 13 años a la escuela y llegó hasta quinto grado, recuerda. …l se la rebusca cuidando coches del supermercado. Con “el negrito” y Ariel, su hermano, se pelean por la lata de pegamento. Todos están como borrachos, la bolsa se infla y se desinfla y pasa de mano en mano. Horacio dice que está cansado y aburrido, ve la cámara de video que lleva el cronista y pide que lo filmen: “La policía nos molesta, anoche vino la brigada y nos sacó los colchones. Tal vez vayamos a dormir a la iglesia de Pompeya, pero de ahí también nos rajaron, nos rajan de todos lados”. Horacio aclara que la madre lo mandó a la ranchada para cuidar a sus hermanitos. “¿Pero qué voy a hacer? Este está pegado a la bolsa y no puedo hacer nada”, cuenta resignado. Horacio ve una pelota de plástico, dice que él juega de 11 y que juega bien. Sin embargo hace jueguito con la derecha y la zurda parece no responderle, no coordina.

Mientras vuelve a pasar el tren repleto de gente hacia el Conurbano, unos metros más allá, su hermano y el negrito se siguen peleando por la lata.

Fuente: suplemento Enfoques, diario La Nación, Buenos Aires, 9 de marzo de 2008.

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