Qué lejos se va Bielsa

Por Joaquín Morales Solá

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Rafael Bielsa ha renunciado ayer definitivamente a la política electoral. La novedad no es buena porque se trata de una figura pública que había logrado cierto respeto por sus méritos políticos e intelectuales. En una nación política con notable escasez de referentes moderados, cultos o informados, la caída de una personalidad como la de Bielsa es una noticia ciertamente ingrata. ¿Por qué se vio en la obligación de in-cumplir la palabra dada a la opinión pública? ¿Por qué desertó del mandato popular antes, incluso, de hacerse cargo de él? Las preguntas no tienen respuestas sencillas. Encerrado en el mutismo y el aislamiento, el ex canciller había tomado el período poselectoral como una etapa negra de su vida política. Sólo se mostró en los actos formalmente inevitables. Ni siquiera contestaba las llamadas telefónicas de muchos amigos o conocidos que lo buscaron luego de la designación de Jorge Taiana como su sucesor y, por lo tanto, de su definitivo alejamiento de la Cancillería. Es cierto que el resultado electoral no lo llevó al podio de la victoria. Pero ¿fue una mala elección la que hizo en la Capital? No, si se miran bien las condiciones con las que debió enfrentarse. Desde las consecuencias de la tragedia de Cromagnon hasta la política de impunidad en el desorden público, pasando por el propio estilo del presidente Néstor Kirchner -que la sociedad capitalina parece no compartir-, todo le jugaba como fuertes y adversas ráfagas políticas. Sin embargo, el esfuerzo de Bielsa lo dejó cerca del 20 por ciento de los votos. No es poco cuando se deben dar tantas explicaciones y cuando el ganador sólo consiguió el 33 por ciento de los sufragios.

La derrota

Para él, fue aún peor el razonamiento posterior del gobierno central, que le adjudicó directamente a Bielsa la autoría de la derrota. No había logrado, dijeron, transmitir las bondades de la gestión de Kirchner. Esa evaluación no sólo se conoció a través de trascendidos; también hubo una explicación en ese sentido del jefe de Gabinete, Alberto Fernández, a la dirigencia peronista de la Capital, que se hizo pública. La designación de Bielsa como embajador en Francia revela, al mismo tiempo, que la decisión del presidente Néstor Kirchner fue relevarlo de la conducción de las relaciones exteriores más que colocarlo como señuelo electoral. Si se trataba de renunciar a la banca de diputado que había logrado, la dimisión bien pudo valer para que siguiera al frente del Palacio San Martín. El propio Presidente incumplió ayer una promesa que había deslizado en varias reuniones informales: “Los ministros elegidos se irán del gobierno y asumirán sus bancas, incluso mi hermana Alicia”, aseguraba. Bielsa no se fue del gobierno (aunque ocupará otras funciones) ni asumió su banca. Digámoslo sin eufemismos: el Presidente no coincidía ni con algunas ideas ni con algunas prácticas de su anterior canciller. Bielsa era demasiado independiente para la política de férrea disciplina que le gusta al jefe del Gobierno. Y, además, Bielsa interpretó mal -o Kirchner lo instruyó confusamente- sobre aspectos sobresalientes de la política exterior. Los casos más notables fueron el reciente deterioro de la relación con Washington, con lo que Bielsa disintió más por las formas que por el fondo, y la implícita desautorización presidencial a sus gestiones en el Vaticano, para recomponer una relación también extremadamente dañada. Kirchner rechazó dos borradores de acuerdo alcanzados por Bielsa con la máxima conducción del Vaticano. Pero ésas eran las cosas que lo habían hecho distinto, a él y al también ex ministro Roberto Lavagna, en un mundo oficial monocromático y sumiso. La candidatura porteña de Bielsa -y su designación en París- exhibe, entonces, la decisión presidencial de buscar un rápido relevo en la conducción de la política exterior. Se ha dicho que el nombramiento del ex canciller como embajador responde al objetivo político de reconstruir la relación, también estropeada, con el gobierno de Jacques Chirac. Nada más necesario cuando la Argentina carece de aliados en el poderoso G-7, el grupo de naciones más poderosas del mundo, por obra y gracia del propio gobierno argentino. Y no es menos cierto que el actual embajador en Francia, Archibaldo Lanús, había dado muestras de desgaste o de fatiga después de más de diez año en París (fue embajador de Menem, de Duhalde y de Kirchner). Nunca fue mencionado en ningún lado, por ejemplo, en las recientes fricciones con el gobierno de Chirac por la decisión de la empresa Suez de abandonar la Argentina. Pero nada justifica, con todo, que Lanús se haya enterado ayer, de sopetón, de su relevo. A pesar de todo, la perentoria necesidad de reconstrucción de la relación con París no necesitaba indispensablemente de Bielsa. Hay profesionales de la diplomacia que lo podrían haber hecho con el mismo entusiasmo y con la misma eficacia.

Comparación injusta

También se ha comparado injustamente el caso de Bielsa con el de Carlos “Chacho” Alvarez, que renunció en su momento a la vicepresidencia de la Nación. La comparación es injusta con Alvarez; éste, después de todo, asumió su cargo y se solidarizó con su gobierno, hasta que una profunda crisis institucional lo colocó en la trágica opción de irse o de aceptar lo que para él era inaceptable. No obstante, aquella decisión erosionó la base electoral de Alvarez hasta ahora, y -todo hay que decirlo- el ex vicepresidente tenía un respaldo electoral en la Capital mucho más importante que Bielsa. El ex canciller cometió ayer un acto que raramente las sociedades perdonan y, encima, decidió meterse en la oscuridad política que provocan la distancia y la burocracia. Podremos seguir viendo a Bielsa caminar sobre alfombras rojas, pero es probable que nunca más lo volvamos a ver sobre una tribuna electoral.

Por Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, 7 de diciembre de 2005.

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