Preparación del episcopado latinoamericano

Habla monseñor Andrés Stanovnik, secretario del CELAM.

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RECONQUISTA, martes, 12 julio 2005 (ZENIT.org).- Por su importancia, publicamos la entrevista concedida por el secretario del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), monseñor Andrés Stanovnik, obispo de Reconquista al suplemento «Valores Religiosos», que mensualmente edita el diario «Clarín», sobre la preparación de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. -Ante la posibilidad de una visita que realizaría al país el Papa Benedicto XVI, le ruego nos comente qué significado tendrá tal presencia en el contexto argentino de estos años. -Considero que es prematuro hacer comentarios sobre el significado que tendría una visita del Papa Benedicto XVI a nuestro país, porque la decisión sobre el lugar donde se celebrará la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano está en manos del Santo Padre y, mientras no tengamos una información cierta sobre este tema, que en todo caso le corresponde darla a él mismo, no es oportuno crear expectativas sobre bases todavía inciertas. -¿Cuándo se realizaría, en qué contexto y a raíz de qué gestiones realizadas por el Episcopado de la Argentina? -Recordemos los lugares y las fechas donde se han realizado las anteriores Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano. La primera se llevó a cabo en el año 1955 en Río de Janeiro y fue convocada por el Papa Pío XII. La segunda se realizó en el año 1968 en Medellín y fue convocada por el Papa Pablo VI. La tercera y la cuarta fueron convocadas por el Papa Juan Pablo II y se celebraron en Puebla y Santo Domingo respectivamente. Como podemos ver, las Conferencias Generales las convoca el Santo Padre y es él quien decide dónde y cuándo se llevarán a cabo. Por ejemplo, el Primer Concilio Plenario de América Latina se celebró en Roma en el año 1899 y fue convocado por el Papa León XIII. Varias Asambleas Generales Ordinarias del CELAM también tuvieron lugar en Roma. La V Conferencia General se habría celebrado en Roma si hubiese estado en vida el Papa Juan Pablo II, porque eso habría facilitado su presencia en un acontecimiento episcopal de tanta magnitud. También ahora es de suma importancia que el Papa inaugure y acompañe la próxima reunión episcopal latinoamericana. Es cierto, nos gustaría mucho que eso ocurriera en algún lugar de América Latina o el Caribe y ese deseo lo hemos compartido con el Santo Padre a los pocos días de concluido el cónclave. Por el momento, estamos esperando una decisión suya y estamos dispuestos a acogerla con una actitud de fe y de alegría, y vivirla como un don de Dios para las Iglesias en Latinoamérica. -Sabemos que hay otras alternativas para la realización de la programa reunión del Celam en 2007, pero que la Argentina figura a la cabeza dentro de los posibles lugares en que tendría lugar. ¿Es así? -Primero conviene aclarar que la reunión a la que nos referimos es un encuentro de Conferencias Episcopales y por eso se lo llama Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. No se trata de una reunión del CELAM. Se trata de una convocación que realiza el Santo Padre al episcopado latinoamericano, que está organizado en 22 conferencias episcopales. Luego, el Santo Padre confía al CELAM y a la Pontificia Comisión para América Latina la preparación de una Conferencia General. Por ello, la tarea que tienen el CELAM y la mencionada Pontificia Comisión con relación a la V Conferencia General, es facilitar la preparación de las Conferencias Episcopales a ese gran encuentro latinoamericano de obispos. Por lo que se refiere al lugar donde se celebrará la V Conferencia General, el CELAM sugirió al Santo Padre algunos lugares y no países. Obviamente esos lugares están en determinados países, pero el criterio que orienta esta propuesta no es el país sino un lugar que sea adecuado para esa celebración. En esta oportunidad, entre los criterios que se tuvieron en cuenta para proponer lugares, fue el hecho de que las cuatro Conferencias Episcopales anteriores se habían celebrado en cuatro regiones episcopales de América Latina: Cono Sur (Río de Janeiro), Bolivariana (Medellín), Centro América y México (Puebla), Caribe y Antillas (Santo Domingo) y por un criterio de rotación geográfica se pensó de nuevo en la posibilidad de un lugar en el Cono Sur. Fue así, como entre los países del Cono Sur, Argentina presentó varios lugares que se consideraron adecuados y con buenas condiciones para este encuentro continental. -¿Qué temario deberá abordar el Celam y, por lo tanto, el Pontífice, en una América Latina signada por conflictos graves y enormes brechas entre ricos y pobres, en un marco de gran atraso económico y social? -Una Conferencia General nace de la inquietud pastoral de los Obispos ante la realidad que estamos viviendo, con el propósito de iluminarla desde el Evangelio y el Magisterio de la Iglesia, particularmente la palabra del Santo Padre. Así sucedió con las cuatro Conferencias Generales de Río de Janeiro, Medellín, Puebla y Santo Domingo. Cada una de ellas significó un esfuerzo para comprender los desafíos de su tiempo y responder a ellos desde la luz de la fe. También la próxima Conferencia General viene provocada por situaciones nuevas y algunas que se agravaron en los últimos años. Si hace veinte años atrás se hablaba de crisis de valores, hoy percibimos que esta crisis tiene una incidencia que atraviesa todas las dimensiones de la existencia. Es una crisis global en el sentido extensivo e intensivo. Es decir, una crisis que nos abarca a todos y, al mismo tiempo, atraviesa todos los aspectos de nuestra vida individual, social, cultural, económica, política y religiosa. Pensemos en algunas manifestaciones negativas de esta crisis, como por ejemplo, en la destrucción sistemática de los valores del matrimonio y la familia, la planificada eliminación de la vida humana desde su concepción y hasta su muerte natural; la violencia generalizada y la inseguridad en la que vive la gente; la escandalosa inequidad social, cuya brecha va en aumento con su consecuencias de pobreza, exclusión y marginalidad; nuestras frágiles democracias se encuentran ante la constante amenaza de ingobernabilidad, tentadas por autoritarismos populistas que no favorecen una auténtica cultura democrática: participativa y solidaria, representativa y subsidiaria, y promotora activa de los derechos de todas las personas por igual; por otra parte, constatamos que emerge con renovada fuerza un laicismo agresivo, que niega a los creyentes la posibilidad de manifestar públicamente sus convicciones: no existen verdades absolutas, todo es relativo y consensuado, pero sólo en cuanto responda a un pensamiento uniforme; no hay valores que merezcan una adhesión permanente e incondicional, así, en lugar del Dios de la fe, aparecen ídolos con pies de barro, como el poder, el dinero, la fama, la sexualidad desordenada. Así “se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y deja como última medida sólo el propio yo y sus deseos” recordó el Card. Joseph Ratzinger en su homilía el día anterior a ser elegido como papa Benedicto XVI. Sin embargo, nos impresiona observar que junto al desmoronamiento de valores, costumbres y leyes que han formado parte del patrimonio cristiano de nuestros países, y mientras crece el número de quienes confiesan no pertenecer a ninguna religión y la Iglesia pierde miembros e influencia en la sociedad, podemos comprobar fenómenos de signo contrario y fuerza nueva, como por ejemplo, muchas búsquedas de la juventud que tienen como punto de partida el anhelo de felicidad, de libertad, de individualidad, de solidaridad, de verdadera amistad y paternidad, de trascendencia y de paz; muchos jóvenes encauzan estas búsquedas por los caminos del Evangelio y en las comunidades de la Iglesia católica. Con gozo y gratitud podemos constatar una fe viva y responsable de numerosos fieles, matrimonios y familias, catequistas y agentes de pastoral, sacerdotes, consagrados y consagradas, y obispos, que viven con fidelidad su vocación y sus responsabilidades de servicio pastoral en la Iglesia y su misión en la sociedad. Creemos que la clave para responder a estos desafíos está en descender con profundidad al sujeto, que es quien deberá darles respuesta. Ese sujeto está llamado al encuentro con Jesucristo vivo. Es a partir de ese encuentro que deseamos formarlo como discípulo y misionero, con vocación de llevar la cruz del Maestro y con el mandato de evangelizar. Necesitamos fortalecer su identidad católica, su entusiasmo por ser santo, su inserción cordial y efectiva a la comunidad eclesial, su ardor misionero y su compromiso cívico y político. -¿Cuáles son los desafíos que, en el plano religioso, deberá afrontar la Iglesia Católica en Latinoamérica? ¿Qué escenario plantea el crecimiento de las sectas? ¿Cuál es el mensaje y el respaldo que se espera de Benedicto XIV para esta hora especial que afronta el llamado Continente de la Esperanza, por Juan Pablo II? -El escenario de los nuevos movimientos religiosos y en particular, la propuesta de una religiosidad individualista, difusa y sin ninguna incidencia en la sociedad; el diálogo ecuménico e interreligioso, tan cercano a las preocupaciones del papa Benedicto XVI, plantea un importante desafío a la identidad católica del cristiano. Esta identidad se va construyendo a partir de dos experiencias fundamentales y esencialmente complementarias: el encuentro con Jesucristo vivo y la inserción efectiva y cordial en la comunidad eclesial. No se puede ser católico y no pertenecer activamente a una comunidad de la Iglesia católica. Como no se concibe un ciudadano sin estar inserto en la comunidad con sus obligaciones y derechos. Cuanto más clara es la identidad de las personas o comunidades, hay más posibilidades para que, mediante el diálogo, puedan encontrarse, elaborar juntos un proyecto y establecer una convivencia constructiva y provechosa para todos, sin exclusiones ni dominaciones. Conviene precisar que una identidad clara no es igual a identidad rígida. Ésta no lleva al encuentro ni a la complementariedad, porque no tiene capacidad de libertad y de verdad, por consiguiente, está cerrada sobre sí misma. Su eventual “salida” hacia el otro es siempre una amenaza de dominación, de absorción y, ante el fracaso de esas intenciones, optará por la eliminación del otro. En cambio, una identidad clara es sinónimo de identidad sólida y abierta, fundada en el amor y la libertad, la verdad y el bien. Una identidad fundada en esos valores hace posible la fecundidad del encuentro y se capacita para celebrar la belleza de la existencia. El cristiano católico madura esta identidad en el encuentro con Jesucristo y en la comunidad eclesial. Esta profunda experiencia de fe y de fraternidad se transforma en misión. Este camino de maduración en la identidad y misión del católico está marcado por la cruz. “El que quiera seguirme, tome su cruz cada día y se venga conmigo”, dijo Jesús. Asumir esta invitación pascual de Jesucristo, nos libera de las tentaciones individualistas de pensar y vivir para nosotros mismos, o para el propio grupo o sector, movimiento religioso o partido político, y nos abre el camino del diálogo y del encuentro, nos hace sensibles con el bien común y nos da fuerza para comprometer nuestra vida en la construcción de una sociedad más justa y más fraterna. Esperamos que el Santo Padre nos aliente a vivir con coherencia nuestra fe y nuestra misión como cristianos católicos. Esperamos de él la palabra del Pastor que confirma y orienta, sostiene y cuida, acompaña y bendice a su pueblo, que peregrina en este continente, tan querido por Juan Pablo II y sentido por él como el Continente de la Esperanza. -¿Cuál es la evaluación del crecimiento y desenvolvimiento del catolicismo desde la última asamblea plenaria del Celam? -Estamos hablando de la última Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que se celebró en Santo Domingo en el año 1992, cuyo momento histórico fue muy diverso del actual y con otras preocupaciones que las que vivimos hoy y con algunas que se han ido intensificando con los años. Una evaluación del camino recorrido desde entonces debería hacer notar, en primer lugar, la madurez que se fue logrando a través de una pastoral más serena, más participativa y de mayor comunión. Esto fue, en buena parte fruto de Puebla, que aportó mucho en ese sentido. La Conferencia de Santo Domingo se proponía, en continuidad con el Concilio y las Conferencias anteriores (Río de Janeiro, Medellín y Puebla), evaluar su acción evangelizadora e impulsar, por indicación del Papa Juan Pablo II, una “Nueva Evangelización, nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión”. En sus conclusiones podemos leer: “Nos disponemos a impulsar con nuevo ardor una Nueva Evangelización, que se proyecte en un mayor compromiso por la promoción integral del hombre e impregne con la luz del Evangelio las culturas de los pueblos latinoamericanos”. Nótese de paso el reconocimiento de la pluriculturalidad de nuestro continente, que tendrá luego consecuencias en la valoración, el respeto y la incluturación del mensaje evangélico. Por otra parte, con Santo Domingo se fue afirmando la comunión y participación eclesial en todos los niveles: entre los laicos, los movimientos eclesiales, presbíteros, religiosos, obispos y de unos con otros. La opción por los pobres, que fue motivo de tantas discusiones en las décadas anteriores, se ha ido purificando de su carga ideológica, y se fue enriqueciendo y asumiendo como parte esencial de la vida de la Iglesia. Fue creciendo una cultura de la solidaridad y al mismo tiempo se fue afirmando la conciencia del compromiso eclesial, social y político del laico católico. No podemos dejar de señalar también un renovado impulso misionero, fruto de una Iglesia cada vez más consciente de que su razón de ser es evangelizar y testimoniar la Buena Noticia del Reino y que sabe que toda la comunidad eclesial es sujeto de la Nueva Evangelización. Es una Iglesia más atenta y más sensible al diálogo ecuménico e interreligioso. Esta capacidad de la Iglesia para el diálogo y el encuentro es fruto, en buena parte, del crecimiento de su identidad y de su misión. A este crecimiento corresponde también un nuevo impulso misionero de la Iglesia, que nace de la conciencia de ser portadora de un maravilloso mensaje de Salvación. Portadora en su doble significado: de poseerlo en su experiencia testimonial y de sentirse enviada a compartirlo con quienes no lo conocen o, conociéndolo, lo abandonaron. El crecimiento de la Iglesia en los últimos años se puede notar en muchos otros aspectos de su vida, como por ejemplo, se ha cualificado la formación de sus agentes de pastoral; se ha ido dotando de una mejor formación a los seminaristas; hay excelentes propuestas de formación permanente para los sacerdotes y para los obispos; se puede observar una fuerte vitalidad evangélica en los movimientos eclesiales y nuevas comunidades; crece la coherencia y el testimonio de vida en las consagradas y los consagrados; las celebraciones son más vivas y más atentas a la acción sagrada de adoración, alabanza y acción de gracias que las caracteriza y, al mismo tiempo, más cuidadosas de su esencial incidencia en la vida y el compromiso del sujeto que participa en ellas. Se percibe también una revalorización e importancia que tiene la educación en todos sus niveles y los medios de comunicación social como instrumentos para la evangelización. Sin embargo, a esta rápida e incompleta enumeración de los signos que manifiestan un real y objetivo “crecimiento y desenvolvimiento del catolicismo” aproximadamente en las dos últimas décadas, hay que añadir signos contrarios que obstaculizan el camino de madurez de la comunidad católica y que constituyen fuertes desafíos a las convicciones de nuestra fe y nuestro compromiso cristianos. Ya el Papa Pablo VI había advertido que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas”, es decir, la incoherencia entre la fe y la vida de muchos que se consideran católicos. Esto es particularmente patente en no pocas personas que tienen responsabilidades en los campos educativo, social, cultural, político, cultural y económico. La práctica de la fe tiende a convertirse en un ejercicio individual y subjetivo, en una acción privada que se mide por los sentimientos. La fe y la práctica religiosa se reducen a experiencias subjetivas que proporcionan sensaciones de plenitud y vinculan afectivamente a una comunidad pero sin mayores compromisos. Se desdibuja la presencia de un Dios personal y se lo sustituye por vagas presencias y sensaciones. Nada permanente, ni objetivo, ni verdadero; todo relativo, subjetivo y consensuado. Sin autoridad ni obediencia; sin sacrificios ni entregas. Sin límites ni caminos: un eterno y falso presente, cuya fantasía es ser libre, sin saber para qué ni para dónde. Este modo de concebir la vida es caldo de cultivo para fundamentalismos de todo tipo, incluidos los religiosos. Muchos movimientos religiosos y sectas presentan ofertas religiosas con esas características y atraen a un buen número de católicos, sobre todo aquellos que no han tenido una suficiente formación cristiana e inserción en una comunidad eclesial. A esto se suma un cierto cansancio y desaliento de parte de la comunidad católica ante los ataques sistemáticos que provienen de una cultura que promueve el individualismo como forma de vida; el subjetivismo radical que deriva en nuevas formas de egoísmo; la degradación de la sexualidad al desvincularla del amor y la responsabilidad; la destrucción planificada de los valores del matrimonio y la familia. La comunidad católica, a través de sus miembros, percibe que va perdiendo influencia para contrarrestar esta nueva oleada cultural, con pretensiones globales y unos objetivos que aparecen muy sombríos. De allí surge la necesidad de una V Conferencia General, que nos lleve al encuentro con Jesucristo, nos transforme en sus discípulos y nos anime a ser sus testigos en la misión. Testigos coherentes en la fe y en la pertenencia cordial a la Iglesia, abiertos al diálogo y a la cooperación con todos los que sinceramente buscan la verdad, el bien y la belleza, solidarios en el compromiso por construir una sociedad más justa y más equitativa, más reconciliada y fraterna, abierta y sin exclusiones, y especialmente atenta a los más pobres. -¿Se ha cumplido aquel llamado a atender a los pobres de una forma preferencial? Si no es así, ¿en qué se falló primordialmente? Y, ¿cuál deberá ser el camino para enmendar tales errores en la marcha de la Iglesia? -La Iglesia ha hecho un camino y un esfuerzo enorme en atender de forma preferencial a los pobres. El saldo es altamente positivo. Baste con recordar la providencial intervención de Caritas luego de la crisis del 2001, de la Mesa de Diálogo convocada por el gobierno nacional, luego abandonada por él y continuada por la comunidad católica, junto con otras confesiones religiosas. Los gestos de solidaridad, no sólo asistencial sino sobre todo de promoción humana se fueron multiplicando por todo el país. Es necesario ver ese enorme esfuerzo de la Iglesia, es decir de los católicos y también de miembros de otras confesiones y organizaciones no gubernamentales de ayuda social, en el marco de global de la situación que vivimos. Sin embargo, las tasas de pobreza e indigencia, de acuerdo a los organismos internacionales, van aumentando en los últimos años en toda América Latina y el Caribe, nosotros incluidos. A esto se agrega que nuestra región, con respecto al mundo, es la más inequitativa, incluida la Argentina. Esta alarmante situación social supera ampliamente cualquier programa de atención preferencial que implemente la Iglesia para atender a los pobres. No obstante, considero que, como en ninguna otra época de la historia, la comunidad católica se ha movilizado para atender, acompañar e incluir a los pobres e indigentes. Esto no quiere decir que no haya errores que tengamos que enmendar y fallas que debamos superar en nuestro compromiso cristiano de la caridad. Una iniciativa que merece atención, en la línea del esfuerzo por encontrar mejores caminos para el compromiso del laico, es el Congreso Nacional de Laicos, que está organizando la Iglesia con el objetivo de reflexionar sobre el compromiso del Laico en la Iglesia, en la Sociedad y en la Política. Pero no hay que olvidar que la misión específica de la Iglesia no es resolver los problemas sociales. Su misión propia es dar testimonio de Jesucristo, conformando a Él la vida de sus fieles, constituirlos miembros vivos de su Cuerpo y celebrar la Eucaristía, la Pascua del Señor, hasta que Él vuelva. En ello está la fuerza transformadora de su misión y fermento de una vida nueva, porque “no podemos ser peregrinos al cielo si vivimos como fugitivos de la ciudad terrena”, decíamos en “Navega Mar Adentro”. De allí la insoslayable tarea de evangelizar que tiene la Iglesia: es decir, llevar ese testimonio por la palabra y el ejemplo a los demás. La opción preferencial por los pobres, el compromiso del laico y de todos los demás miembros de la Iglesia, es parte esencial de la coherencia y fidelidad con ese testimonio. El compromiso ciudadano del católico es una cuestión de coherencia y fidelidad a Jesucristo y a la Iglesia. Coherencia y fidelidad que son un don de Dios y que necesitamos pedírselo todos los días con humildad y perseverancia.

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