Palabra de vida: la puerta abierta de par en par

“Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvara; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento” (Jn. 10,9).

Por Chiara Lubich

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Palabra de Vida Febrero 2010

La puerta abierta de par en par

“Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvara; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento” (Jn. 10,9)1

Jesús se presenta como quien realiza las promesas divinas y las expectativas de un pueblo cuya historia está signada por una alianza con su Dios, jamás revocada.

La idea de la puerta se explica bien con otra imagen utilizada por Jesús: “Yo soy la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí” (Evangelio de Juan 14, 6). Por lo tanto, Él es realmente un camino y una puerta abierta al Padre, hacia Dios mismo.

¿Qué significa esta palabra concretamente en nuestra vida? Son muchas las consecuencias que se desprenden de otros pasajes del Evangelio que tienen relación con esta frase de Juan, pero entre ellos elegimos la de la “puerta estrecha”, que hay que esforzarse por atravesar (cf. Evangelio de Mateo 7,13) para entrar en la vida.

¿Por qué esta elección? Porque nos parece que es la que más se acerca quizás a la verdad que Jesús dice sobre sí mismo, y lo que más nos ilumina sobre cómo vivirla.

¿Cuándo se torna Él la puerta abierta de par en par, plenamente abierta hacia la Trinidad? Allí donde la puerta del Cielo parece cerrarse para Él, se vuelve puerta para todos nosotros.

Jesús abandonado (cf. Evangelio de Marcos 15, 34 y de Mateo 27, 46) es la puerta a través de la cual tiene lugar el intercambio perfecto entre Dios y la humanidad: haciéndose nada, une los hijos con el Padre. Es ese vacío (la abertura de la puerta) por el cual los hombres entran en contacto con Dios y Dios con ellos.

Él es la puerta estrecha y la puerta abierta de par en par al mismo tiempo, y lo podemos experimentar.

Jesús, en el abandono, se hizo para nosotros entrada al Padre.

Su parte está hecha. Pero para sacar provecho de semejante gracia también cada uno de nosotros tiene que hacer su pequeña parte, que consiste en acercarse a esa puerta y atravesarla. ¿Cómo?

Cuando nos sorprende la desilusión o estamos heridos por un trauma o por una desgracia imprevista o por una enfermedad absurda, siempre podemos recordar el dolor de Jesús, que personificó todas estas pruebas y aún otras miles.

Él está presente en todo lo que tiene sabor a dolor. Cada dolor nuestro es un nombre suyo.

Probemos, entonces, a reconocer a Jesús en todas las angustias, los pasajes estrechos de la vida, en todas las oscuridades, las tragedias personales y las de los demás, los sufrimientos de la humanidad que nos rodea. Son Él, porque Él los hizo suyos. Bastará decirle, con fe: “Señor, tú eres mi bien” (Salmo 16, 2); bastará hacer algo concreto para aliviar “sus” sufrimientos en los pobres y en los infelices, para cruzar la puerta, y encontrar una alegría nunca antes experimentada, una nueva plenitud de vida.

Chiara Lubich

Publicación mensual del Movimiento de los Focolares 1. Este texto fue publicado en marzo de 1999.

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