Otro duro revés para Kirchner

Por Joaquín Morales Solá

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Si es cierto que la vida se rige por una ley de compensaciones, debe reconocerse que el gobierno de Néstor Kirchner no ha recibido una sola buena noticia desde que lo abrigó la victoria electoral, hace 22 días. La suspensión de Aníbal Ibarra significa también un duro revés político para la administración de Kirchner, que primero jugó por el jefe de gobierno su caudal electoral y, luego, su respaldo incondicional tras la tragedia de Cromagnon. Finalmente tuvo que entregar su cabeza debido al esperpento político que perpetró con el caso Borocotó. En el medio quedaron las pésimas consecuencias de la cumbre de Mar del Plata, la discordia con Washington, los desaguisados en la Capital y el severo documento de la cúpula de la Iglesia Católica, que sermoneó al gobierno por todos los costados. La caída de Ibarra sólo fue el ineludible capítulo de la seria derrota electoral del kirchnerismo en la Capital. Ibarra no estaba predestinado a ser reelegido jefe de Gobierno en 2003, pero la suerte es, a veces, más fuerte que la inteligencia. Un mes antes de esa elección, Kirchner fue elegido presidente y atravesaba una luna de miel con la sociedad. Decidió que Mauricio Macri, que había ganado la primera vuelta de los comicios por el gobierno porteño, no debía auparse en el liderazgo de la Capital. Fue Kirchner quien empujó la reelección de Ibarra para frenar a Macri, temeroso de que éste se convirtiera, desde esta ciudad, en un serio competidor en las presidenciales de 2007. La historia no se escribe con líneas rectas, sino con continuos zigzag: ¿y si el drama de Cromagnon se hubiese abatido sobre un eventual gobierno distrital de Macri, como no puede descartarse ahora? Macri sería hoy la víctima en lugar de Ibarra. Durante un año, Kirchner puso sus manos sobre las espaldas de Ibarra; sabía que la ruina de éste terminaría por emparentarlo con el fracaso. Pero, al mismo tiempo, tomaba distancia de él, porque nunca dejó de desconfiarle como funcionario público. El Presidente defendía a Ibarra a través de gestiones reservadas, en la Legislatura, pero le impidió que mostrara siquiera la cara en la última campaña electoral. Incluso, la gestión del suspendido jefe del gobierno porteño no estuvo, extrañamente, en las reflexiones oficiales sobre las razones de la derrota en el distrito. Prefirieron volcar las culpas sobre el canciller Rafael Bielsa, a quien el kirchnerismo (no el Presidente, hasta donde se sabe) acusó de no haber sabido transmitir los encantos presidenciales. Desconocer la influencia en esos resultados de la gestión de Ibarra, del trauma social de los piqueteros y de la objeción de una mayoría de la sociedad al estilo de Kirchner, fue un notable ejercicio de superficialidad política. Defendían a Ibarra, pero escondían a Ibarra. La consecuente debilidad del jefe porteño terminó por tumbarlo y amenaza ahora con mojar los pies del gobierno nacional. No importan tanto los 30 votos que aprobaron su juicio político; son más significativos los escasos siete votos que consiguió Ibarra. El viernes Ibarra hubiera salvado la vida política por un pelo; el lunes la perdió. ¿Qué sucedió en esas 48 horas? Sucedió el escándalo del caso Borocotó, tal vez la peor operación política en la que se haya embretado el kirchnerismo. El crucial voto número 30 era el de Farías Gómez, un hombre con fama de honesto. Podía dudar entre su lealtad a Kirchner o a sus ideas, pero no podía someterse a la duda de un intercambio de prebendas, que -hayan sucedido o no- cayeron como tormentas tropicales desde que Borocotó se dejó fotografiar en el despacho de los presidentes. Kirchner ganó a Borocotó y perdió a su aliado Ibarra. Ganó un diputado nacional, cuando todo indica que controlará la Cámara baja, pero se sometió a un monumental desgaste en el distrito más sofisticado y expuesto. La suma y la resta política dejan resultados adversos para el Presidente. Ayer, cuando se ponía el sol y la Legislatura decidía suspender a Ibarra, la ciudad recobraba el paisaje de todos los días: la basura invadía los principales paseos públicos, los cartoneros ocupaban sus mejores lugares y los mendicantes brotaban en sus mejores calles. El Gobierno de la Capital tiene suficientes recursos como para atender, eficazmente, el drama social. A las 19,15 en punto, con esa ciudad bajo sus ojos y con la derrota política en sus manos, Ibarra podía recitar el viejo verso de Borges: “la ciudad es como un plano de mis humillaciones y fracasos”.

Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, 15 de noviembre de 2005.

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