Operación Rucci: qué hay detrás del reclamo de justicia

Emblema del peronismo tradicional, José Ignacio Rucci vuelve a estar hoy en el centro de las tensiones del siempre volátil equilibrio partidario. ¿Qué hay detrás del pedido renovado por encontrar a los culpables de su muerte?

Por Carlos Pagni (Buenos Aires)

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¿Quién no la vio? Juan Domingo Perón saluda desde la pista de Ezeiza con los brazos en alto y José Ignacio Rucci lo cubre con un paraguas. Es curioso: desde que esa foto fue tomada, el detalle folclórico de Rucci y el paraguas parece tener el mismo relieve que el histórico regreso de Perón al cabo de 17 años de exilio. La foto del retorno de Perón ha sido siempre la foto del paraguas de Rucci.

Hacia el interior del Movimiento, la imagen indicó, casi como una orden, la predilección de Perón por Rucci y, al mismo tiempo, la cobertura que el gremialismo estaba dispuesto a proveerle a su viejo jefe durante el ciclo que se abría con su vuelta.

Un paso a la derecha de Perón y de Rucci, un hombre joven -traje claro, los brazos cruzados- luce abstraído. Es Juan Manuel Abal Medina, por entonces secretario general del peronismo y ahora, entre muchas otras cosas, padre del vicejefe de Gabinete de Cristina Kirchner.

Hace poco le preguntaron a Abal en qué estaba pensando en ese minuto y contestó: “En Fernando, mi hermano”. Fernando Abal Medina estuvo entre los fundadores de Montoneros. Participó en el secuestro del general Pedro Eugenio Aramburu y fue quien le dio el tiro de gracia. Cuando se tomó la foto hacía más de dos años que había muerto en un enfrentamiento con la policía. Para ese momento, la guerra interna entre el sindicalismo y los Montoneros estaba fuera de control. El regreso de Perón debía poner fin -en esto él coincidía con sus colegas militares del poder- a las “formaciones especiales” animadas desde Madrid. A pesar de lo festiva, la composición de Perón, Rucci y el paraguas presagia esas tensiones. Faltaba menos de un año para que el sindicalista muriera asesinado por los Montoneros. Es comprensible que, como se ve en la foto, el de su hermano no fuera para Abal un recuerdo despreocupado.

En estos días el retrato de Rucci readquirió una actualidad inesperada. 35 años después de aquella operación de Montoneros, los hijos del sindicalista reclamaron a la Justicia que declare la muerte de su padre como crimen de lesa humanidad. Muchos dirigentes peronistas se hicieron cargo de ese pedido. En especial uno: Hugo Moyano, quien, sentado en el sillón de Rucci, acaba de pedir a la Presidenta una audiencia para los hijos del sindicalista asesinado.

El Estatuto de Roma clasifica como “de lesa humanidad” y, por lo tanto imprescriptibles, a los crímenes cometidos con alguna participación del Estado. Los Rucci aducen que en el momento del asesinato la organización Montoneros estaba integrada al gobierno de Oscar Bidegain en la provincia de Buenos Aires. También sostienen que hubo una operación de inteligencia previa en la que intervinieron agentes estatales. Y que el crimen fue un ataque contra la democracia recién instalada. El reciente libro “Operación Traviata”, de Ceferino Reato, les proveyó varios de esos datos. La tesis es sencilla: la izquierda también habría incurrido en el terrorismo de Estado. Si los magistrados aceptaran esa perspectiva -que ya un juez federal convalidó en el caso del asesinato del coronel Argentino Larrabure a manos del ERP-, deberían dar explicaciones en Tribunales numerosas figuras del oficialismo actual que militaron en la guerrilla en los años 70.

La muerte de Rucci vuelve a ser una muerte incómoda para la izquierda peronista. En 1973, el secretario general de la CGT se había puesto al servicio del principal objetivo de Perón: desmontar el orden reinante durante el gobierno de Cámpora para construir otro basado en su propio liderazgo, que debía ser indiscutido. Se trataba de desactivar el dispositivo de violencia constituido desde fines de los 60 para que las “formaciones especiales” mutaran en una fuerza política integrada al Movimiento . Los montoneros rechazaron ese programa. Perón les ofreció, en Madrid, hacerse cargo del poderoso Ministerio de Bienestar Social, a lo que Mario Firmenich contestó: “General, nosotros no expusimos nuestras vidas para dedicarnos a repartir frazadas”.

Eje de varias contradicciones Las elecciones del 23 de septiembre de 1973 consagraron presidente a Perón y a su esposa Isabel con el 62% de los votos. Rucci, marginado del gobierno de Cámpora -en cuya formación, decía, Perón no había intervenido ni para nombrar a José López Rega-, comenzó a instalarse en el corazón del nuevo esquema de poder. Había pactado con Perón la renuncia de la conducción de la CGT para inducir a la desmovilización de la guerrilla. Dos días después de aquellos comicios, Rucci se disponía a anunciar su decisión en un discurso por TV. Pero no llegó a pronunciarlo porque, promediando ese día, los montoneros lo asesinaron.

El texto que Rucci había terminado de preparar, tomando mate, esa mañana, decía -entre otras cosas- que “las leyes emanadas del gobierno del pueblo, elaboradas por los representantes del pueblo, habrán de regir la convivencia argentina, asegurar los derechos de todos para frenar a cualquier acción ilícita y por lo tanto antinacional y antipopular. Sólo de esa manera se garantizará la paz y la unidad de los argentinos, y se cimentan las bases sobre las cuales las nuevas generaciones, nuestra maravillosa juventud, irá produciendo el indispensable trasvasamiento que la acercará al futuro y el logro de sus mejores destinos. Esa juventud comprende que la etapa de la lucha ha sido superada, y hoy el campo de batalla se centra en la reconstrucción hacia la liberación de la patria y la realización integral del pueblo. Este es el pensamiento de la clase trabajadora organizada”.

Rucci estaba en el eje de varias contradicciones y por eso su muerte dio lugar a infinidad de conjeturas. No formaba parte del elenco estable de la UOM -Lorenzo Miguel, Paulino Niembro, Avelino Fernández- que, a diferencia de él, mantenía algún vínculo con la guerrilla. Luis Barrionuevo, que recién asomaba a la vida sindical, recuerda: “Cada uno tenía su banda y era difícil que no se enfrentaran cuando estaban cerca. Lorenzo, la de la UOM, y José, la de los muchachos de San Nicolás, de donde venía él. José era inteligente, carismático, rapidísimo. Fue superior a todos, hasta al mismo Vandor”.

Tampoco Rucci se llevaba bien con José Ber Gelbard, el ministro de Economía que quería agregar un congelamiento de salarios al que ya había dispuesto sobre los precios para contener la inflación. Jorge Triaca, que en aquellos años vivía al lado de Rucci, reproduce un episodio clave de esas horas: “El día del triunfo de Perón, o al siguiente, Lastiri cumplía años e hizo una reunión en la residencia de Olivos, en la que Perón no estaba. El vivía en Gaspar Campos. Ahí Lastiri intentó formalizar un diálogo entre la CGT, Gelbard y López Rega. De las palabras y discusiones, ese día casi se pasa a la agresión física y por supuesto finalizó la fiesta. Nos fuimos de Olivos y el lunes, la noche previa al asesinato de Rucci, el consejo directivo de la CGT presentó su renuncia dejándole al General las manos libres para contar con la conducción que más fácil hiciera su gestión de gobierno. Siempre creí que la suerte de Rucci estaba echada ni bien se proclamó la formula Perón-Perón. Tanto Gelbard como López Rega y, sobre todo, los montoneros, eran conscientes de que doblegando a Rucci le quitaban sustento a Perón. Ahí está la respuesta de por qué, matando a Rucci, se atacó a Perón”.

La idea de que Rucci era Perón se consolidó con algunas anécdotas. Dicen que Perón lloró una sola vez delante de testigos y fue cuando le informaron sobre la muerte del secretario general de la CGT. En una corriente política cuya identidad estuvo sometida, por la voluntad de su fundador, a las más diversas contradicciones internas, Rucci se convirtió en la personificación de un supuesto peronismo peronista , verdadero, en cuyo núcleo late la derecha sindical.

Gracias a esas propiedades metafísicas, Rucci vuelve a ofrecerse hoy como vehículo para una contradicción. Su revitalización se produce cuando el proyecto político que pretendió inaugurar Néstor Kirchner está herido de muerte y el ex presidente debe replegarse sobre el PJ.

La crisis del experimento transversal que intentaron los Kirchner se puso de manifiesto en las elecciones del 28 de octubre pasado, con el rechazo casi unánime de la clase media urbana a la candidatura oficial. A cambio, Cristina Kirchner obtuvo más adhesiones allí donde más agudas son las necesidades básicas insatisfechas de la población. Configurada de ese modo la base electoral del nuevo gobierno, Kirchner se formuló una pregunta urgente: ¿quiénes estarían en condiciones de vulnerar, en adelante, al oficialismo? La respuesta era obvia: los peronistas. A partir de octubre del año pasado, el santacruceño descongeló al PJ y capturó su conducción.

Ese regreso está cargado de tensiones. La fantasía de inaugurar otro movimiento político requirió composiciones electorales que se realizaron a costa del peronismo de muchos distritos. Lo explicó como nadie Miguel Pichetto, en el Senado, la noche en que sucumbieron las retenciones móviles. El gobierno debe disimular esa herida: si pretende retener, con suerte, 30% de los votos en las elecciones del año que viene, debe inclinarse ante el PJ.

Hay peronistas que, en vez de quejarse de Kirchner como Pichetto, prefirieron enfrentarlo. Eduardo Duhalde, José Manuel de la Sota, los Rodríguez Saá, Mario Das Neves, Juan Carlos Romero, Ramón Puerta, Jorge Busti y varios más disputan con los Kirchner el dominio del peronismo.

La oposición interna a Kirchner intenta insuflar en la figura de Rucci un nuevo significado. En estas horas, por ejemplo, Duhalde está haciendo gestiones para que la hija del sindicalista asesinado hable en el acto que su sector prepara para celebrar el 17 de Octubre en Ferrocarril Oeste.

Los Rucci se han puesto desde hace años bajo el ala de Gerónimo Benegas, el secretario general de las 62 Organizaciones. Benegas dirige el sindicato de trabajadores rurales y está alineado con Duhalde. Fue uno de los oradores en el homenaje que se le realizó a Rucci en la Cámara de Diputados el día del aniversario de su muerte. En esa ocasión, Benegas dijo: “Hay que dejar pasar este acto eleccionario y después ponernos a trabajar para recuperar el partido peronista”. Al partido peronista lo preside Néstor Kirchner. El nombre de Rucci se convirtió en estos días en una contraseña del poskirchnerismo.

El otro orador de esa tarde fue Moyano. Él tiene motivos específicos para abrazarse a su lejano antecesor en la CGT. La superposición con Rucci podría dar a su liderazgo la profundidad de la que carece. La presencia de Moyano en la conducción de la central obrera se debe más a las presiones del gobierno sobre el gremialismo que al atractivo que él ejerce sobre sus pares. Además, la agenda del gobierno y los sindicatos sigue demorada. Con alta inflación, ese statu quo resulta inestable. Para muchos observadores la reivindicación de Rucci anticipa demandas gremiales más firmes. El discurso del secretario general el día del homenaje a Rucci les da la razón: “En su momento Rucci luchó por el retorno de Perón, después Saúl (Ubaldini) por el regreso del peronismo al poder, ahora lo hacemos por el ingreso de los trabajadores”.

Ese pasaje de Moyano tiene matices interesantes. Por un lado, lo integra a él con Rucci y Ubaldini en una dinastía sindical imaginaria, pero aclarando que su disputa es profesional y no política. Por otro, adelanta que la carrera salarial está por largarse.

Es posible que Moyano saque otras ventajas de la manipulación del retrato de Rucci. Él adhirió a la tesis de que el asesinato del metalúrgico fue un crimen de lesa humanidad para el que cabe todavía una condena judicial. Al pedir Justicia para Rucci, Moyano pretende disputar a las entidades de izquierda, por primera vez, el monopolio de la defensa de los derechos humanos. El problema lo compromete en lo personal: el camionero fue citado a declarar por su presunta cercanía a los comandos de la derecha peronista que, en 1971, mataron a la estudiante Silvia Filler en Mar del Plata.

La personalidad de Rucci no puede ser más eficiente para el propósito de Moyano. Desde que se produjo, su muerte fue una muerte vergonzosa para los montoneros. ¿Cómo explicar que una organización de izquierda recibiera a la democracia, que consagró con 62% de los votos a su máximo líder, con un asesinato? No el de un banquero o el del ejecutivo de una multinacional: el asesinato de un dirigente sindical.

Ese crimen denuncia la interpretación sesgada que los organismos de derechos humanos vienen realizando de los sanguinarios años 70. Que la parcialidad de esa lectura sea puesta en tela de juicio cuando los Kirchner están debilitados es un hecho lleno de sentido: ellos transformaron esa versión del pasado en una política oficial y, al hacerlo, provocaron una revisión de la misma interpretación que intentaban canonizar. Por eso también la Iglesia levanta el martirio de Rucci como un ejemplo de que aquel pasado truculento debe ser examinado con espíritu de reconciliación.

Hebe de Bonafini salió en defensa de la historia oficial vigente. La presidenta de las Madres de Plaza de Mayo calificó a Rucci de “asesino que entregaba pibes para que los mandaran a matar”. Y, como si estuviera conversando en el living de Olivos, agregó: “Moyano no es mejor que Duhalde y la Chiche, lo digo acá, lo dije antes, no confíen en Moyano, que siempre anda con el cuchillo abajo del poncho”.

El peronismo decidió desafiar la política de derechos humanos de los Kirchner. Esa política es, acaso, el último argumento que le queda a la izquierda para dictaminar que, mientras tolera la inflación, desalienta las paritarias, acuerda con los fondos de inversión un generoso canje de deuda y se producen escandalosas revelaciones sobre su financiamiento electoral, la actual administración sigue siendo progre.

Nostálgico romanticismo La discusión remueve también el clásico problema de si existe en la biografía de los Kirchner un fondo ideológico. Como muchos otros dirigentes peronistas, el matrimonio se lanzó a la carrera política de la mano de la ortodoxia sindical. Néstor Kirchner llegó a la intendencia de Río Gallegos gracias al apoyo que le proporcionaba su cuñado Armando Mercado, secretario general del SUPE de Santa Cruz. Mercado puso la carrera de Kirchner en manos de sus jefes, Lorenzo Miguel y Diego Ibáñez. El diputado Ramón Ruiz todavía recuerda los viajes que debía realizar a la Patagonia para acercar la asistencia de las 62 Organizaciones al candidato de Mercado.

Esos antecedentes guardan silencio en la intimidad de los Kirchner y ayudan poco a resolver la encrucijada que acecha detrás de la resurrección de Rucci. A los hijos de Rucci les seguirán los de José Alonso o Dirk Kloostermann. Habrá funcionarios, legisladores y adherentes al gobierno que, si se abren los procesos, deberán dar explicaciones por una violencia que, en el discurso oficial, ha quedado estilizada tras un nostálgico romanticismo.

Con su pasión retrospectiva, el matrimonio presidencial desató una dinámica que sólo podía controlar cuando disponía de todo el poder. Ahora la discusión sobre el pasado amenaza la alianza de gobierno. Tarde o temprano Kirchner deberá definirse. Decir si está con Bonafini, de cuya tórrida retórica depende, en gran medida, que el oficialismo siga mereciendo la cinta azul del izquierdismo. O si está con Moyano, quien con su ventajosa moderación le sigue sosteniendo el paraguas.

Fuente: suplemento Enfoques, diario La Nación, 5 de octubre de 2008.

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