Octubre feliz en una apacible Río Gallegos

Por Tomás Eloy Martínez

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Pocas semanas antes de viajar a la Argentina leí en algún sitio de Internet que Río Gallegos era la ciudad más rica del país. Y que San Miguel de Tucumán, junto con Resistencia, tenía el privilegio de ser la más pobre. Como siento una desconfianza instintiva por las afirmaciones absolutas, decidí comprobar por mí mismo si aquellas estadísticas reflejaban la realidad. Visito Tucumán al menos una vez por año y nunca he dejado de conmoverme por la pobreza extrema que se ve al salir del aeropuerto y cruzar el puente sobre el río Salí, pero casi no me quedaban recuerdos de Río Gallegos, donde llegué en 1973 buscando los rastros de la familia Perón. Lo único que sobrevivía en mi memoria era el viento inclemente, los matorrales de molles y coirones que volaban por la estepa muerta y la transparencia del aire helado, detrás del cual se adivinaba el océano. Lo que vi un sábado de este octubre era muy distinto. El viento seguía en su sitio, atenuado por la avalancha de nuevas construcciones, y a la estepa de pastos duros sólo se la distinguía desde el aire. Por lo demás, Río Gallegos exhala una prosperidad de primer mundo, con la ventaja adicional de que su gente –-por lo menos la veintena de personas dispares con las que hablé– se declara feliz. No es una felicidad de teatro, estoy seguro, porque en ningún caso tenía que ver con los azares de la política sino con la simple fortuna de estar viviendo la vida que se quiere. ¿Quién sabe si siempre es así? Junto al hotel donde me alojé, hay un casino cuyos esplendores de bronce se reflejan en la vereda. Cada vez que pasé por allí vi a decenas de personas afanándose en las máquinas tragamonedas. Una mujer salió llorando a mares el sábado 1º, a eso de las diez de la noche, mientras el hombre que la acompañaba insistía en que volvieran a entrar. “Pero ¿con qué, con qué?”, protestaba ella. Debajo de la superficie apacible de Río Gallegos han quedado, supongo, muchos infortunios por los que pasé de largo.

La ciudad se extiende sobre una superficie lisa, sin otro sobresalto geográfico que las entradas del mar, flanqueada por un malecón a cuya vera se despliegan chalets elegantes junto a ruinas de locomotoras y a viejos silos de carbón. Hacia el otro extremo están los barrios más pobres, Evita y Belgrano, donde las casas de chapas y madera coexisten con otras sólidas de ladrillo y cemento. Más allá, camino del aeropuerto, 20 o 30 construcciones cerradas a cal y canto lucen grandes letreros de neón en los que se prometen paraísos artificiales: Aquelarre, El Cielo, La Perdición, El Averno. Apenas desembarco, aprendo que la comunidad se divide en dos partes: la de los nyc y la de los vyq. Los nyc tienen al menos dos generaciones allí, son los “nacidos y criados”, de apellidos escoceses, irlandeses, alemanes. Los vyq, “venidos y quedados”, son inmigrantes que llegaron entre los 60 y los 90 en busca de una vida mejor y la encontraron en este vasto descampado. Néstor Kirchner -descubriré- es un nyc, alguien a quien todos conocen. Su esposa, Cristina Fernández, es una vyq, aunque la razón de su afincamiento sea no una utopía de prosperidad sino el matrimonio, que a veces es otra utopía. Los primeros a los que vi eran todos nyc. Eduardo Costa, empresario de 44 años, es un ejemplo de una fortuna lograda al margen de los favores oficiales. Su padre, Carlos, trabajaba como telegrafista en los ferrocarriles cuando decidió instalar una pequeña ferretería. Eran los tiempos en que la riqueza provenía de los frigoríficos, del carbón y del petróleo. Apostó a que la ciudad crecería, y así fue. Vendió cañerías para el gasoducto; los edificios se multiplicaron y él los proveyó de lo que hiciera falta. Hasta montó una fábrica de ladrillos para no depender de terceros. Eduardo cree que un buen empresario necesita no sólo anticiparse a las transformaciones de la economía sino también una constante buena suerte. Uno de sus secretos ha sido invertir en el negocio casi todo lo que ganaba. La ferretería de su padre, que comenzó con dos empleados, llegó a tener 40 y se convirtió en un enorme corralón en el que nada faltaba. Ahora, las sucursales cubren, bajo un solo nombre -Hiper Tehuelche- toda la Patagonia, de Bahía Blanca a Santa Rosa y de Bariloche a Puerto Madryn. Antes de marzo inaugurará dos en Calafate y Caleta Olivia, cada una con cien empleados y una inversión de entre 8 y 12 millones de pesos. Costa teme que, después de tantos fracasos argentinos, la gente haya dejado caer los brazos y perdido las esperanzas. “No creemos en lo que somos ni en lo que hacemos, y estamos viendo siempre si las cosas andan mejor en otro lado”, dice. Sin embargo, en este rincón perdido del mundo él siempre ha pensado que el mejor futuro es ahora mismo y que el mejor lugar es aquel donde se vive.

La bicicleta y el viento

La familia Beecher me ha invitado a almorzar el domingo; antes de que me pasen a buscar, he ganado una mitad de la mañana en la casa que Josefina Torres se ha ido construido a paso lento en el barrio Belgrano y la otra mitad en la mansión espaciosa de Mayo Mackenzie de Hewlett, una de las dueñas de la estancia Coyle y del Colegio Británico, donde se enseña inglés a setecientos chicos. Josefina es una chilena de invencible buen humor, que emigró con su familia desde Puerto Natales, al otro lado de Río Turbio, cuando acababa de cumplir 11 años. Siempre trabajó como empleada doméstica, limpiando a veces hasta 14 casas, desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche. Se casó todavía adolescente con un albañil, también chileno, y juntos construyeron la espaciosa vivienda donde ahora me recibe, con paredes revestidas de madera noble. Como el terreno donde está asentada es fiscal -perteneció a la Armada, pero debieron alquilárselo al municipio-, los materiales fueron precarios al comienzo: temían que los echaran en cualquier momento. Tras infinitas averiguaciones se convencieron de que a la larga podrían comprarlo y entonces, sí, completaron el baño, la cocina y los dormitorios como si fueran a durarles para siempre. Dice que no puede quedarse en sosiego, y se le nota. Va de un lado a otro en bicicleta, cose, trabaja en yesos y cerámicas, y sólo después del almuerzo se detiene a ver telenovelas. Ya no se afana en tantas casas ajenas: se quedó con tres. Y aunque duerme seis horas cada noche, el sábado fueron menos de cuatro: salió a bailar con el marido y ha regresado al amanecer. Le pregunto por qué si Chile es tanto más rico que la Argentina, la emigración es tan caudalosa. “¿Más ricos quiénes?”, replica. “Los pobres de allá somos mucho más pobres. Para que un hijo pueda estudiar, los padres tienen que esclavizarse la vida entera, mientras que acá eso es gratis. En la Argentina, si te enfermás, cualquier hospital te atiende, tengás o no plata. Allá, en cambio, aunque llegués a la sala de emergencias con las tripas en la mano, nadie te pone un dedo encima hasta que no sacás la billetera. Algunos mueren esperando una operación”. Toda la gente de Río Gallegos con la que hablé prefiere olvidar el peso del viento sobre las cosas de la vida. Josefina, no. Las andanzas en bicicleta la han familiarizado con sus astucias. Hace dos o tres años, en la Rotonda de la Armada, una ráfaga la levantó en vilo, mientras se llevaba la bicicleta quién sabe dónde. Aún ahora no se atreve a caminar sola de noche sin aferrarse a algo o a alguien. “Mire lo que dibuja el viento”, dice, y me muestra dos pequeñas cicatrices en la cara, cerca de los ojos luminosos.

El silencio de las ovejas

Mayo Mackenzie enviudó hace tres meses. Se lleva bien con la soledad, sin embargo. Cuando se casó, vivió un año cerca de Cabo Vírgenes, al extremo sur de la Patagonia, en una estancia de 200 mil hectáreas y 100 mil cabezas de ganado, y aun ahora no sabe qué habría sido de ella si la llegada del primer hijo no le hubiera llenado las horas. Aunque muchas otras veces se quedó sin nadie, desde entonces sabe cómo salir adelante. El vacío, el aislamiento, son su tema de conversación persistente. Antes -dice-, cuando los servicios eran públicos, había centrales de radio que le permitían a la gente mantenerse en contacto. La privatización sólo trajo silencio. No hay el menor tono político en esa frase. Como para todos los patagónicos con los que hablé, la política es para Mayo algo ajeno: la brújula de sus ideas se orienta sólo por las necesidades de la vida. Fue criada en la austeridad. Su hijo mayor, Leslie, que administra la estancia de la familia, jamás pidió un préstamo bancario. Les fue mal y bien con las 15 mil ovejas que tienen en 80 mil hectáreas: mal cuando las lanas sintéticas invadieron los mercados y el “1 a 1”, la paridad con el dólar, les amarraba las manos. Bien desde hace un par de años, cuando el precio de la lana genuina mejoró en los mercados internacionales. Camina por la vida como si cada paso fuera natural, obligatorio. Se levanta todos los días a las 8, va al kinesiólogo para sus terapias de la columna, luego a los bancos y al Colegio Británico, donde tiene un problema difícil por resolver. Hace poco murió una de sus socias, que poseía -como ella- el 40% de las acciones, y ahora hay que venderlas. Por el tono con que lo cuenta se vislumbra, sin embargo, que ya conoce la solución. Sólo se queja del aislamiento de los campos, que deja sin asistencia, a veces durante días, a los peones que se enferman o se hieren. Quizás el problema pudo ser resuelto por Kirchner cuando era gobernador, dice, pero lo que dejó en Santa Cruz fueron sólo escuelas y viviendas, no industrias. “Siempre hizo lo que se le cantaba”, observa Mayo. “Y eso que, según oí, es muy desafinado.”

Almuerzo en familia

En la casa de los Beecher han tendido una mesa grande junto a la parrilla, y no sólo están alrededor los miembros de la familia: también han invitado a Milagros Pierini, profesora de historia argentina en la Universidad de la Patagonia Austral. Al principio, la conversación se concentra en el asado, confiado a las hábiles manos de Pablo Beecher, joven periodista que desde hace más de un año escribe para La Opinión Austral un suplemento sobre las familias pioneras. Pero poco a poco los relatos van derivando hacia el pasado de Santa Cruz y hacia la figura de Kirchner, a quien muchos de ellos conocen desde que tenía pantalones cortos. A mi lado, por ejemplo, está sentada Lucía Arias, que fue su maestra de quinto grado en la escuela provincial Hipólito Yrigoyen. “¿Sabés por qué Néstor lleva el saco cruzado sin cerrar?”, me pregunta. “No tengo idea”, respondo. “¡Ah, cuestiones de cultura! En la Patagonia, donde el frío castiga tanto, verás que todos andamos con las camperas abiertas. Lo hacemos porque necesitamos subir rápido y sin estorbos a los autos, que acá no son un lujo sino una herramienta. A Néstor le parecerá que el saco y la campera son la misma cosa.” Aunque yo no había ido a oír lo que se pensaba del Presidente, no pude disimular la curiosidad, y la conversación se quedó clavada largo rato en ese punto. Ya se sabe que en los reportajes siempre se encuentra lo que menos se busca. Alguien se acordó de lo autoritario que había sido Kirchner con la prensa en sus años de gobernador y de cuánto lo incomodaba el menor disenso. “Pero mirá que siempre tuvo mucho sentido de la libertad”, apunta Lucía. “Siempre fue autosuficiente.” “Y desconfiado y revoltoso”, añade la dueña de casa. “Desconfiado hasta de su sombra”, insiste alguien más. Esa tarde, cuando tomé el avión para volver a Buenos Aires, recordé la frase insignia que Mariano Moreno escribió en La Gazeta de Buenos Ayres y que ahora he buscado en vano entre mis libros: “Rara felicidad la de los tiempos en que se puede sentir lo que se quiere y decir lo que se siente”. Tal vez no fue siempre así en Río Gallegos, pero quizá por razones como esa -hablar y ser como se quiere- vi a mi paso tan pocas señales de descontento y una sola huella de desdicha.

Tomás Eloy Martínez

Fuente: diario La Nación, 31 de octubre de 2005.

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