«Nos acostumbramos a tomar la corrupción como algo normal»

Lo dice Diana Cohen Agrest, doctora en Filosofía, especializada en temas de ética.

Por Carmen María Ramos

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Los argentinos medimos los comportamientos éticos con distinta vara, según nos convenga o no. Tendemos a juzgar la acción política con parámetros estrictos, pero pasamos por alto nuestras pequeñas transgresiones cotidianas. Tenemos una vocación transgresora y tendemos a no respetar las normas, hacemos un culto de los valores light y tomamos la corrupción como si fuera algo normal.

La mirada de Diana Cohen Agrest es una radiografía de una sociedad con los límites desdibujados y, por lo tanto, “expuesta a generar su propio y evitable dolor”.

Ella es doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y magíster en Bioética por el Centre for Human Bioethics de la Monash University, Australia. Sus opiniones sobre las características de una sociedad transgresora llaman a la reflexión.

“El argentino medio tiende a reducir la esfera de la ética a los juegos del poder tan característicos de la política argentina, sin reparar en que la ética se debería ejercer no sólo desde el poder, sino en cada uno de nuestros actos cotidianos”, dice.

Autora de Inteligencia ética para la vida cotidiana , entre otras numerosos libros y artículos publicados, Cohen Agrest enseña en el Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires desde 1983, es investigadora de Flacso y de la Universidad Autónoma de México y da cursos virtuales de Bioética.

Una de las grandes virtudes de los texos de Diana Cohen Agrest es que -lejos de relegar su discusión a los ámbitos académicos exclusivamente- reúnen la actitud inquisitiva del pensar filosófico con un lenguaje ágil y llano y lo hacen desde una perspectiva laica y pluralista, con una buena llegada a las generaciones más jóvenes.

-Los argentinos tendemos a asociar la ética con las cuestiones públicas y con la política. Pero ¿qué ocurre cuando lo que está en juego son cuestiones del ámbito privado y de nuestra vida cotidiana?

-Por cierto, el criterio varía. El argentino medio tiende a reducir la esfera de la ética a los juegos del poder tan característicos de la política argentina, sin reparar en que la ética se debería ejercer no sólo desde el poder, sino en cada uno de nuestros actos cotidianos. De allí que, con razón, juzgamos a los políticos con parámetros estrictos, pero pasamos por alto nuestras pequeñas corrupciones cotidianas. Hace unos días, solicité en una playa de estacionamiento el ticket, y el encargado me respondió: «Usted me reclama por monedas cuando los de arriba se están robando el país…»

-¿Medimos los comportamientos con distinta vara?

-Claro. Esta asimetría con que juzgamos lo público y lo privado se reproduce en distintos planos. El conductor que se queja de que el Gobierno no resuelve el problema de los baches es el mismo que arroja papeles por la ventanilla. En otros países se respeta el espacio público porque se estima que es propiedad de todos. En nuestro país sucede exactamente lo contrario: el espacio público, precisamente porque es público, no es de nadie. Es una inversión nefasta.

-Hace más de 20 años el jurista Carlos Nino escribió Un país al margen de la ley, donde señalaba la vocación transgresora de los argentinos. ¿El paso del tiempo profundizó o atenuó esa inclinación?

-Nino nos advirtió sobre la anomia, entendida como una fuerte y sostenida inclinación a la ilegalidad, tanto en la esfera pública como en la privada, y creo que esa vocación transgresora se fue profundizando en los últimos tiempos. El mismo término «transgresor» posee una carga de valor positivo: aquello que en otros tiempos se denominaba «vanguardia» hoy, sintomáticamente, se llama «transgresión». El hecho de que se impida elegir rector de la Universidad de Buenos Aires es una clara modalidad transgresora en el marco de un sistema democrático, impensable a lo largo de la historia centenaria de esa universidad. Es curioso: mientras que un sistema de normas explícito establece claramente las reglas y las prohibiciones, paralelamente funciona un código práctico tácito que dice cuándo, cómo y por quiénes pueden ser transgredidas las normas explícitas. Las normas existen, pero coexisten con una normatividad alternativa que tiene mayor fuerza que la ley.

-¿Por ejemplo?

-Le puedo dar uno entre miles: en una esquina, el peatón tiene prioridad en el cruce de la calle. Pese a que existe una ley de tránsito que dispone que el automovilista debe detenerse para que el peatón pueda cruzar, es el automovilista quien le da la venia al peatón, concediéndole el permiso para hacerlo. Al peatón sólo le cabe esperar a que el automovilista le ceda dicha prerrogativa. De no hacerlo, adopta una conducta suicida.

-Asistimos a casos relacionados con violencia adolescente o juvenil, sin distinción de clases sociales ¿Qué pasa con los límites en nuestra sociedad?

-Los sentimientos agresivos existieron siempre. Parecería que lo que está fallando ahora es la capacidad inhibitoria de ciertos impulsos, en tanto y en cuanto no hay un mecanismo que medie entre el impulso agresivo y el pasaje al acto. Creo que la falta de límites que viven los adolescentes es, en gran medida, la resultante de que fueron educados por una generación que sufrió las prohibiciones de una dictadura. Como suele suceder, esos padres han pasado de un extremo al otro y se sienten incapaces de poner límites a sus hijos e incluso a sí mismos.

-Los jóvenes ven que sus padres trabajaron toda la vida y llegan a grandes en medio de graves penurias. Y piensan: ¿de qué les sirvió? ¿Cómo se lucha contra esa desesperanza?

-Se lucha contra la desesperanza quitando a los chicos de la calle, generando fuentes de trabajo para los jóvenes y garantizando una inserción digna a los que pudieron completar sus estudios. Pero estas políticas públicas concretas deben acompañarse con un modelo alternativo: enseñarles a pensar por sí mismos y a defender sus valores, sin dejarse llevar por una cultura mediática que fagocita la reflexión y que propone a menudo un modelo perverso que exalta la mímesis de lo más burdo que el ser humano puede exhibir.

-¿Cambiaron los valores? Pensemos en los que traían los inmigrantes a principios del siglo XX, cuando estaba todo por hacer

-Entonces la cuestión era relativamente más sencilla: hasta el más iletrado de los inmigrantes dictaminaba, a modo de incuestionable mandato, lo que debía ser el deseo de sus hijos: «Serás médico, ingeniero, abogado…» Y, quien más, quien menos, terminaba consagrándose duramente al mandato paterno hasta terminar con el título colgado en la pared. Lo cierto es que, pese al innegable esfuerzo, dentro de todo era bastante sencillo. Pero hoy los términos han cambiado. Padres posmodernos, tal como nos preciamos de ser, solemos declarar con un gesto entre pomposo y condescendiente: «Sólo quiero que seas feliz». Y, en rigor de verdad, formulado en estos términos, ser feliz es un objetivo más difícil de alcanzar que un honoris causa otorgado por la Universidad de Oxford.

-Usted habla de una ética para la vida cotidiana. ¿Podríamos decir, entonces, que el suyo es un libro de autoayuda?

-La literatura de autoayuda se ganó merecidamente cierta mala reputación. Pero, en rigor de verdad, toda gran filosofía es un texto de autoayuda. ¿Acaso la enseñanza socrática no se inició con ese «Conócete a ti mismo» por el que el filósofo vivió y murió en su intento de persuadir a sus conciudadanos de que sólo una vida reflexiva es digna de ser vivida? Por supuesto, si se esperan soluciones mágicas, o recetas, se está perdido: todo acercamiento a la filosofía es una invitación al gozoso riesgo de ser desbordados por los interrogantes.

-¿Qué diferencia hay entre moral y ética?

-El sentido común suele identificar la ética con la moral, y a menudo usamos uno u otro término indistintamente. Pero si aspiramos a la precisión conceptual debemos advertir que mientras que la ética es la teoría sobre el hecho moral, la moral alude al conjunto de normas y conductas predominantes en una sociedad. En cierto sentido, nos es impuesta. Así, creemos comportarnos moralmente, cuando en verdad sólo nos dejamos llevar por la corriente. En contrapartida, la ética es la reflexión sobre el conjunto de conductas y normas imperantes y, por extensión, es la reflexión sobre cómo conducir nuestra vida. Es un compromiso asumido frente a nosotros mismos, e implica ocuparnos de cómo deberíamos vivir y de qué deberíamos hacer.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 25 de noviembre de 2006.

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