“No hay futuro sin obediencia a la ley”, dice Pedro David

El jurista critica el desempeño del Estado

Por Adrián Ventura

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“Nuestro problema es que el Estado está divorciado de la sociedad. Como decía Ortega y Gasset, es un Estado ortopédico que no da soluciones, sino que paraliza y mutila. Nuestros dirigentes están enfrascados en la política menuda, perdieron el horizonte y le dan la espalda al mundo.”

Pedro David, quien sostiene que no hay futuro sin obediencia a la ley, fue elegido hace pocas semanas por la Asamblea General de las Naciones Unidas como juez ad litem (para resolver determinadas causas) del Tribunal Penal Criminal Internacional de la ex Yugoslavia y Ruanda, con sede en La Haya.

En rigor, David conoce de cerca ese tribunal, porque hace cuatro años el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, lo designó integrante del grupo de cinco expertos para evaluar su funcionamiento. Ahora, con el apoyo de 159 países, David se convirtió en el único jurista latinoamericano elegido para ese cargo.

Se doctoró en Sociología en la Universidad de Indiana, y en Derecho y en Ciencia Política en universidades argentinas. Fue cofundador de la Universidad Kennedy. Es profesor de la Universidad de Buenos Aires y de casas de altos estudios norteamericanas y dictó clases y conferencias en todos los continentes. Además, desde hace doce años se desempeña como juez de la Cámara Nacional de Casación Penal, cargo que lo aprisionó en una realidad que siente estrecha, por momentos insular.

No será este cargo el primero que desempeñe en las Naciones Unidas, donde desarrolló una trayectoria muy dilatada: es consultor de esa organización desde hace treinta años; actuó en cargos de conducción en organismos especializados en prevención del delito, con sedes en Viena y San José de Costa Rica, y, desde 2003, es miembro del consejo asesor del Instituto Interregional de las Naciones Unidas para Investigaciones sobre la Delincuencia y la Justicia (Unicri).

-¿Considera usted que el divorcio entre las autoridades y la sociedad es más marcado durante la gestión de Néstor Kirchner?

-El problema no es de este gobierno, o no es exclusivamente de este gobierno. En la Argentina, el divorcio entre Estado y sociedad ha sido constante, porque las autoridades están siempre detrás de las necesidades. En lugar de ser como la piel del cuerpo, el Estado lacera el cuerpo social. El Estado argentino corta los miembros de la sociedad para satisfacer los caprichos políticos de la coyuntura.

-¿Cuándo comenzó el divorcio?

-La decadencia argentina comenzó a agudizarse en la década del 30. En 1911, el cónsul británico en Buenos Aires le envió una carta a su gobierno señalando que la Argentina era un país mucho más avanzado que los que integraban el Commonwealth, pues alcanzaba el sexto lugar en PBI, duplicaba la producción de Brasil y de Japón y triplicaba la de Italia y tenía el doble de automóviles per cápita que Londres. En 1914 había cien mil franceses en el puerto de Buenos Aires para ingresar en el país. En cambio, hoy, nuestros jóvenes emigran y las inversiones se van del país.

-¿A qué lo atribuye?

-Hasta entonces, nuestros gobiernos habían tenido una visión geopolítica global y habían hecho de cada habitante un ciudadano, cosa que Europa no había podido lograr, por lo cual el país atraía a los europeos. Ahora, nuestros dirigentes tienen una visión corta, enfrascada en la política cotidiana y pequeña.

-¿Es posible salir de esta situación o no hay remedio alguno para esta ceguera?

-Sí, es posible emerger, pero no será fácil hacerlo. Por un lado, la clase política se enfermó de corrupción. Y, por el otro, la sociedad se volvió un archipiélago: las leyes se aplican parcialmente, sólo a determinados sectores, y la clase política y la burocracia gozan de una casi total impunidad. Por eso, no tiene sentido en nuestro país cambiar las leyes penales, porque no tenemos una tradición social que imperiosamente imponga su aplicación imparcial y universal a todos los habitantes. Los argentinos gustamos de mencionar muchos principios jurídicos, pero eso es un fraude, porque la autoridad no se somete a la ley y se desmorona el Estado.

-Parecería que en América latina este vicio impacta con más peso que en otras latitudes.

-En nuestros países la situación se agrava por las dificultades de acceder a la Justicia, la deficiente formación ética de los funcionarios, la duración indebida de los procesos y, en especial, por las complicadas estructuras, urbanas y burocratizadas, del Poder Judicial. Por otro lado, la sociedad es altamente polarizada, con fisuras profundas de inequidad social. Por eso debemos mejorar las respuestas de la Justicia. Son importantes la conciliación y el arbitraje como alternativas a la prisión.

-¿Existe solución al problema globalizado del terrorismo?

-El terrorismo plantea a las sociedades occidentales un dilema, que es la tensión aguda entre la persecución penal y las garantías individuales de los terroristas detenidos y de los ciudadanos. Pero ése es tan sólo un dilema aparente. Expuse sobre este asunto en el plenario del XI Congreso de Prevención del Delito, celebrado en Bangkok, Tailandia, y estoy convencido de que bajo ninguna circunstancia pueden violarse las garantías de los pactos internacionales de derechos humanos. El derecho penal antiterrorista debe seguir siendo un derecho legítimamente democrático, válido institucionalmente y eficaz frente a la realidad del delito organizado.

-Sin embargo, las autoridades de los Estados Unidos parecen, en ocasiones, estar dispuestas a violar esos derechos.

-Ese es un precio demasiado alto. Incluso, se acusa a los Estados Unidos de enviar a los detenidos a otros países, donde pueden ser interrogados sin las mismas garantías que les aseguraría la legislación norteamericana tradicional.

-El drama es que la Corte Penal Internacional, creada en Roma, no da muestras de servir para ponerles fin a los abusos.

-Algunos países están criticando esa situación, es cierto. Pero la situación internacional es muy compleja y, por otro lado, debe entenderse que la Corte Penal Internacional sólo está en una etapa inicial de desarrollo. Por lo pronto, su mera creación ya entraña un paso positivo en la erradicación de la violencia. No cuente la historia en años, sino en una unidad mayor, quizás en décadas.

-Una de sus especialidades es la prevención del delito. ¿Es posible hablar de eso en países en los que todo contrato social parece inviable?

-No puede pensarse un aspecto sin el otro. La prevención es un proceso educativo. Hace dos o tres semanas, durante mi última visita a Japón, leí un folleto en el que, al pedir a los ciudadanos que jamás crucen una calle con luz roja (agrego que casi nunca los japoneses cometen esa infracción), se recomienda observar esa norma aunque ningún vehículo aparezca. El folleto decía: “No lo haga. Si lo ve un niño, aprenderá que la ley puede ser violada. Y ese impacto condicionará su vida”. Es el efecto pedagógico del ejemplo. Entre nosotros, la infracción es un hecho cotidiano. Las cometen todos, incluidos los ciudadanos, y el Estado refuerza esa situación con la impunidad.

-Muchos políticos proponen reformar la ley, antes que cumplirla…

-Si no se cambia el hábito de desobedecer la ley, no hay futuro. Las reformas penales, para tener éxito, deben ser planificadas. No pueden ser parches, porque por ese camino se destruye el sistema y se lo torna incoherente. Finalmente, hay que tener en cuenta que no todos los países están igualmente preparados para recibir modelos copiados del extranjero. En una sociedad global hay que seguir prestando atención a las particularidades de cada sociedad. Las culturas centrales emanan un efecto de halo sobre las periféricas, pero las respuestas penales no son exactamente exportables.

-Aparecen recurrentemente casos graves de corrupción, como los de la Argentina, en otros momentos, y, ahora, los de Brasil y Ucrania, entre otros muchos países. ¿No hay, acaso, forma de prevenir esa epidemia?

-La corrupción no puede realizarse sin complicidad o tolerancia del Estado, donde también se originan las disfunciones que circulan por el resto de la sociedad. La corrupción también se nutre de fallas en la educación y de la ausencia de inexorabilidad de los controles preventivos y represivos, tanto los del Estado como los de la sociedad. Pero, lamentablemente, la posibilidad de aplicar sanciones penales por momentos parece rebasada y los Estados no se muestran interesados en aplicar todos sus recursos para fomentar una más estrecha cooperación internacional.

-Pero, ¿existe solución para el flagelo de la corrupción o estamos condenados a vivir con una doble moral, por la cual el Estado es corrupto a la vez que les exige a sus ciudadanos que sean honestos, castigando a los infractores?

-Es posible hacerlo si hay voluntad política vigorosa de erradicar la corrupción y las instituciones no estatales se comprometen en la tarea con un proceso educativo que promueva el cumplimiento de la ley. Fíjese en Finlandia, Suecia y Hong Kong, que por ese camino superaron el problema y actualmente aparecen como líderes de transparencia en todas las mediciones internacionales. Ese camino es la única solución. No hay atajos mágicos. El orden social de la democracia participativa se funda en la intrínseca dignidad de la persona, disfrutando de bienes materiales y espirituales en armonía. La equidad social y la libertad son dos caras de la misma medalla: la dignidad de la persona y de sus valores, como la paz, la solidaridad y la justicia integral. Hacer factible un orden social equitativo implica hacer realidad el cumplimiento de la ley. En cambio, el Estado argentino se volvió ineficaz, como le dije antes, porque no da soluciones y porque aquí existe una creciente distancia entre las formas económicas y políticas. El Estado debe reunificar ambas dimensiones. Pero por ahora no existen indicios que permitan ilusionarnos acerca de que la corrupción en la Argentina vaya a desaparecer.

Adrián Ventura

Fuente: diario La Nación, 29 de octubre de 2005.

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