No hagan la guerra, hagan política

Por Jeffrey D. Sachs

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NUEVA YORK.- Una vez más, Estados Unidos está aprendiendo hasta dónde llega su poderío militar. En Irak, su control aéreo es absoluto, no así el territorial. La sola presencia de sus tropas incita a la violencia. El presidente Bush cree haber protegido a sus compatriotas “llevando la guerra a territorio enemigo”, pero ya han muerto más de 1700 norteamericanos en Irak. Además, el conflicto ha provocado ataques terroristas contra aliados de Washington. La codirección británica de la guerra es la causa probable de los horrendos sucesos de Londres. Por supuesto, el error del gobierno de Bush es descuidar la política en sus cálculos bélicos, o sea, aplicar ciegamente la máxima de que hacer la guerra es hacer política por otros medios. De hecho, las más de las veces, la guerra es un fracaso de la política, una falla de la imaginación política. Llevados por su fariseísmo y su inconsciencia histórico-cultural, Bush y sus asesores creyeron que invadir Irak sería cosa fácil: las huestes de Saddam Hussein se desintegrarían y los norteamericanos serían bienvenidos como libertadores. No comprendieron que Irak ha sido, por largo tiempo, un país ocupado y manipulado desde el exterior. Es comprensible, pues, que para los iraquíes la ocupación dirigida por Estados Unidos sea tan sólo un episodio más de explotación extranjera. La idea de que el motivo original de la guerra fue el petróleo, y no el terrorismo, tiene amplia aceptación. Una guerra proyectada por los principales asesores de Bush en los años 90 y posibilitada por su acceso al poder en 2001. Durante los 90, el actual vicepresidente Dick Cheney y otros dijeron claramente que el gobierno de Saddam amenazaba la seguridad de Estados Unidos en materia de petróleo, al hacerlo depender demasiado de Arabia Saudita. Según ellos, mientras no se derrocara a Saddam, sería imposible explotar de manera segura las enormes reservas iraquíes. Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 no proveyeron el motivo subyacente de la guerra, sino la luz verde para iniciarla. Los iraquíes intuyen todo esto. A sus ojos, al negarse a fijar un plazo para el retiro de las tropas, Bush no dio una señal de firmeza: declaró la intención de Estados Unidos de quedarse en Irak, establecer un régimen títere, controlar su petróleo y establecer bases militares permanentes. Eso no funcionará por la sencilla razón de que, en Irak, hay demasiadas fuerzas políticas efectivas como para que Estados Unidos pueda manejarlas. Ellas exigen cada vez más un cronograma para el retiro norteamericano. Lo mismo hace el pueblo iraquí en manifestaciones multitudinarias y en sus oficios religiosos. Con cada nueva negativa a fijar una fecha, Estados Unidos atiza la oposición política y la insurrección. Hay demasiados iraquíes dispuestos a luchar y morir. La política, y no las armas, es la única que puede serenar el ambiente. Vietnam constituye un verdadero precedente en tal sentido. Quizás hayan caído 20 vietnamitas (muertos o heridos) por cada norteamericano pero, aun así, Estados Unidos no pudo sojuzgar a su adversario nacionalista. Pudo bombardear sus ciudades hasta arrasarlas -podría hacer lo mismo en Irak-, pero eso no resolvió nada, cobró un sinnúmero de vidas inocentes y confirmó su imagen de país ocupante. Todo esto también tiene un ángulo económico. Según su doctrina de política exterior, la seguridad nacional de Estados Unidos descansa sobre tres pilares: la defensa, la diplomacia y el desarrollo. La ayuda económica a las naciones pobres es crucial, por cuanto la pobreza da pábulo a la violencia, los conflictos y hasta el terrorismo. Sin embargo, si miramos los gastos en política exterior, vemos que la diplomacia y el desarrollo quedan muy atrás respecto de los enfoques defensivos o, más exactamente, militares. Este año, Estados Unidos asignará unos 500.000 millones de dólares a gastos militares, o sea, el 5 por ciento de su PBI y el 50 por ciento del monto mundial, pero sólo gastará 18.000 millones de dólares (alrededor del 0,16 por ciento del PBI) en ayuda para el desarrollo. En cambio, Europa destina un 2 por ciento del PBI a gastos militares y un 0,4 por ciento a ayuda. Este último porcentaje va en aumento, con miras a alcanzar el 0,7 por ciento del PBI para 2015. Si Estados Unidos llevara adelante una política, en vez de una guerra, comprendería la conveniencia de gastar más en desarrollo y trocar su enfoque militar de Asia y Africa por un acercamiento comercial. Khadafy no volvió al redil a causa de los bombardeos norteamericanos, sino porque la diplomacia pacífica le demostró cuán ventajoso sería, para él y para su país, renunciar a sus ambiciones nucleares y reanudar las relaciones diplomáticas con Occidente. Aplicar el mismo método con Saddam Hussein habría sido mucho menos costoso y más prometedor. De haberse aplicado con Ho Chi Minh en los años 50, se habrían ahorrado sumas cuantiosas (y millones de vidas). Nadie pone en duda la necesidad de las operaciones de inteligencia y policiales para combatir a los terroristas. Pero la guerra en Irak y los enormes gastos militares son otra cosa muy distinta. Las Fuerzas Armadas de Estados Unidos pueden proteger a su país contra ataques convencionales y mantener abiertas las rutas marítimas para asegurar la provisión de petróleo y otros commodities vitales. Pero no pueden protegerlo contra las políticas. Para eso, los norteamericanos tienen que ser más sagaces e invertir en un desarrollo pacífico, más que en instalar bases militares en países con un largo historial de abusos. Estados Unidos debe abandonar prontamente Irak. Después, podrá y deberá usar su peso político y económico para ayudar a manejar una situación compleja y difícil que, en gran medida, aunque no en forma exclusiva, es obra suya. Si se retira ahora, su dominio sobre Irak será más limitado pero, en verdad, más efectivo que el actual, costará mucho menos dinero y cobrará menos vidas entre los norteamericanos, sus aliados y los iraquíes.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 1 de agosto de 2005.

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