Misa inaugural de la 93ª asamblea plenaria de la CEA

Homilía del cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, al comienzo de la 93ª Asamblea Plenaria Pilar, lunes 23 de abril de 2007.

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“Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y signos en el pueblo. Algunos miembros de la sinagoga llamada “de los Libertos”, como también otros, originarios de Cirene, de Alejandría, de Cilicia y de la provincia de Asia, se presentaron para discutir con él. Pero como no encontraban argumentos, frente a la sabiduría y al espíritu que se manifestaba en su palabra, sobornaron a unos hombres para que dijeran que le habían oído blasfemar contra Moisés y contra Dios. Así consiguieron excitar al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y llegando de improviso, lo arrestaron y lo llevaron ante el Sanedrín. Entonces presentaron falsos testigos que declararon: “Este hombre no hace otra cosa que hablar contra el Lugar santo y contra la Ley. Nosotros le hemos oído decir que Jesús de Nazaret destruirá este Lugar y cambiará las costumbres que nos ha trasmitido Moisés”. En ese momento, los que estaban sentados en el Sanedrín tenían los ojos clavados en él y vieron que el rostro de Esteban parecía el de un ángel. Hech. 6: 8-15. Texto correspondiente al 23 de abril, lunes de la 3ª Semana de Pascua.

  1. San Lucas describe el asesinato de Esteban sobre las huellas del de Jesús. Se evidencia su intencionalidad de señalar, en este primer mártir, el camino del creyente. “El discípulo no es más que su maestro” (Mt. 10:24) había dicho Jesús; el camino del discípulo es el de su Señor; sería impensable un discipulado que no se ajustase al más fiel seguimiento. En esta realidad se enraiza la dimensión martirial de la existencia cristiana, ese “dar testimonio” como lo dio el Señor, y estar dispuesto a afrontar las consecuencias que exija la fidelidad al llamado.

  2. Los apóstoles abandonaron al Maestro (Mt. 26:56), Pedro lo negó por miedo (Mt. 26: 69-75) … todavía no habían sido confirmados por la Resurrección y la fuerza del Espíritu Santo. En Esteban, en cambio, se muestra ya el discípulo maduro, configurado por esa confirmación; en él la Palabra de Dios nos muestra el perfil acabado del discípulo que da testimonio, del discípulo que “lleno de gracia y poder hacía grandes prodigios y signos en medio del pueblo” (Hech. 6:8). Esteban no era un milagrero ambulante. La fuerza le venía de la gracia, del poder del Espíritu Santo… y esto molestaba.

  3. La escena se enmarca en una disputa. Los miembros de la sinagoga de los Libertos “se presentaron para discutir con él” (Hech. 6:9), evocación de tantas discusiones de Jesús con fariseos, saduceos, esenios y zelotes, alternativas humanas a la radicalidad del Reino. Sin embargo, la contundencia de la historia del pueblo elegido y la fuerza de las Bienaventuranzas se imponía a toda argumentación y casuística. Se trataba del choque entre la Verdad y el sofisma ilustrado, ese equilibrismo nominalista para aceptar una formulación de la verdad negando su real incidencia en la vida. Estos sofistas “no encontraban argumentos frente a la sabiduría y al espíritu que se manifestaba en su palabra” (Hech. 6:10). Entonces recurren a diversas formas de violencia: al soborno (Hech. 6:11) como otrora los fariseos con los soldados testigos de la Resurrección (Mt. 28: 11-15), como el Sanedrín para con el mismo Jesús… y del soborno a “excitar al pueblo, a los ancianos y a los escribas” (Hech. 6:12) al igual que hicieron con Jesús (Mt. 27:20); y también como a Jesús llegan de improviso, lo arrestan y llevan ante el Sanedrín (ibid) y presentan testigos falsos (cfr. Mt. 26: 59-61). Los mismos métodos, el mismo camino recorrido hasta la muerte. Un último detalle: en el momento de su sacrificio el discípulo repetirá las palabras de perdón del Maestro (Hech. 7:59-60) y dará signos de su entrada triunfal en la vida: “En ese momento los que estaban sentados en el Sanedrín tenían los ojos clavados en él y vieron que el rostro de Esteban parecía el de un ángel” (Hech. 6:15 y 7:55-56).

  4. Así se consuma la vida del que la Iglesia nos propone como el primer discípulo mártir y, en su persona, nos señala el camino a seguir: dar testimonio hasta el fin. A lo largo de los siglos el discipulado cristiano brilló con innumerables hombres y mujeres que no escondieron la fe que guardaban en sus corazones; a ellos el Espíritu Santo les dictaba lo que tenían que decir en los tribunales (cfr. Mc. 13:11) e iban valerosos y transfigurados al martirio: el fuerte Policarpo que permaneció firme en el poste sin querer ser clavado y cuyo cuerpo se transfiguró, en medio de la hoguera, como si fuera pan cocido en el velamen de un barco. Felicitas, valiente con sus hijos. Águeda que “contenta y alegre se dirigía a la cárcel, como invitada a bodas, y encomendaba al Señor su combate”. Los veintiséis japoneses en la colina de Nagasaki, orando, cantando salmos, animándose mutuamente. La serenidad de Maximiliano Kolbe al tomar el sitio de otro; el abandono en el Señor de Edith Stein quien repetía litánicamente: “no sé qué tiene dispuesto hacer Dios conmigo, pero no tengo porque preocuparme de ello”. Y así tantos otros, aun en tiempos cercanos. Todos ellos siguen el camino testimonial de Esteban y reeditan en su martirio también la transformación de su rostro que parecía el de un ángel. Ellos habían asumido en su corazón la Bienaventuranza del Señor. “¡Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y los proscriban, considerándolos infames a causa del Hijo del hombre!” (Lc. 6:22). Hombres y mujeres que no se avergonzaron de Jesucristo e, imitándolo en la cruz, llevaron adelante la vida de la Iglesia.

  5. Porque la Iglesia fue, es y será perseguida. El Señor ya nos lo advirtió (cfr. Mt. 24:4-14; Mc. 13:9-13; Lc. 21:12-19) para que estuviésemos preparados. Será perseguida no precisamente en sus hijos mediocres que pactan con el mundo como lo hicieron aquellos renegados de los que nos habla el libro de los Macabeos (cfr. 1Mac. 1:11-15): ésos nunca son perseguidos; sino en los otros hijos que, en medio de la nube de tantos testigos, optan por tener los ojos fijos en Jesús (cfr. Hebr. 12: 1-2) y seguir sus pasos cualquiera sea el precio. La Iglesia será perseguida en la medida en que mantenga su fidelidad al Evangelio. El testimonio de esta fidelidad molesta al mundo, lo enfurece y le rechinan los dientes (cfr. Hech. 7:54), mata y destruye, como sucedió con Esteban. La persecución es un acontecimiento eclesial de fidelidad; a veces es frontal y directa; otras veces hay que saberla reconocer en medio de las envolturas “culturosas” con que se presenta en cada época, escondida en la mundana “racionalidad” de un cierto autodefinido “sentido común” de normalidad y civilidad. Las formas son muchas y variadas pero aquello que siempre provoca la persecución es la locura del Evangelio, el escándalo de la Cruz de Cristo, el fermento de la Bienaventuranzas. Luego, como en el caso de Jesús, de Esteban y de esa gran “nube de testigos”, los métodos fueron y son los mismos: la desinformación, la difamación, la calumnia… para convencer, poner en marcha y –como toda obra del Demonio- hacer que la persecución crezca, se contagie y se justifique (parezca razonable y no precisamente persecución).

  6. En cambio la tentación para la Iglesia fue y será siempre la misma: eludir la cruz (cfr. Mt. 16:22), negociar la verdad, atenuar la fuerza redentora de la Cruz de Cristo para evitar la la persecución. ¡Pobre la Iglesia tibia que rehuye y evita la cruz! No será fecunda, se “sociabilizará educadamente” en su esterilidad con ribetes de cultura aceptable. Éste es, en definitiva, el precio que se paga, y lo paga el pueblo de Dios, por avergonzarse del Evangelio, por ceder al miedo de dar testimonio.

  7. Al comenzar esta Asamblea podemos pedirle al discípulo del Señor, este primer hermano nuestro que dio testimonio de Jesucristo y del Evangelio, nos conceda la gracia de no avergonzarnos de la Cruz de Cristo, de no ceder a la tentación de que, por miedo, conveniencia o comodidad, negociemos la estrategia del Reino que entraña pobreza, humillaciones y humildad; y pedirle también la gracia de recordar todos los días las palabras de San Pablo: “No te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni tampoco de mí, que soy su prisionero. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por el Evangelio, animado con la fortaleza de Dios”. (2 Tim. 1:8).

Card. Jorge Mario Bergoglio SJ, arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina Pilar, 23 de abril de 2007.

Colaborador de Ernesto G. F. Luna de Santa Fe.

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