Mis colores del alma

Atlético vivió en la noche del sábado una fiesta que será inolvidable para quienes sentimos el peso de su nombre bajo la piel. Pero más allá del espectáculo en sí, el momento sirvió para ejercitar la memoria y revivir hechos que fueron quedando atrás en el tiempo. Esas pequeñas cosas que nos llevan de regreso a la niñez, que nos reencuentran con quienes ya no están. Y nos sensibilizan.

Por Oscar A. Martínez

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Me cuesta encontrar un punto de inicio a esta columna. Simplemente porque no se bien cual fue la razón que despertó mi amor por Atlético. O mejor dicho, tengo infinidad de sospechas, pero ninguna certeza, de cuando y como me atrapó esta pasión que aún hoy parece crecer en mi interior. Es que en mis años de pibe, en la década del sesenta, eran los hombres mayores de la familia los que apelaban a rudimentarias nociones de lo que con el tiempo se llamó marketing, para que los chicos les asegurásemos la perpetuación de su mensaje futbolístico en el ámbito hogareño. Decían entonces, encendidos en discursos de palabras que hoy sonarían obsoletas, que “!la camiseta de Atlético tiene los colores del cielo y, por ende, de la bandera!”. O también, “solo los clubes grandes, fundamentalmente los porteños, tienen un estadio de cemento como el nuestro”. Y hasta se hacían fuertes sumando al automovilismo como un respaldo de peso, “si conocen a Rafaela fuera de aquí es gracias a las 500 Millas, que es lo mismo que decir Atlético”. Eso sin mencionar los que hacían referencia a la cantidad de torneos ganados y el apego al paladar negro futbolístico: “en Atlético no solo sirve ganar, también hay que hacerlo jugando bien. Eso distingue al club”. Sin embargo, yo no tuve en mi familia hombres que se apasionaran por el fútbol nuestro, o sea que por allí no puedo seguir buscando.

Tampoco mis amigos del barrio Córdoba se muestran en mis recuerdos como desesperados por ver fútbol -si por jugarlo, claro está-, algo que entonces solo se hacía en las canchas. Y de nuestra Liga. Porque la televisión recién ganaría el centro de la escena en los setenta y los viajes para visitar estadios de Primera eran verdaderas aventuras. Se ingresaba en inferiores en séptima u octava y hasta entonces solo se jugaba en los campitos. Además, casi nadie vestía camisetas de clubes locales. Quizá mi amistad con el Yugo Zamora pueda contar. Es que él era para nosotros una suerte de Maradona de entonces. Nunca supe bien si no conseguía sacarle la pelota por mi notoria torpeza, por su notable habilidad, o porque lo único que me gustaba más que patear yo, era ver como él hacía malabares con cualquier cosa redonda con que contáramos esa tarde para armar un partido. Y el Yugo jugaba en Atlético.

Es más probable, por cierto, que me haya sentido deslumbrado por la manera en que vestían los jugadores cremosos. Sobre todo los de la Primera. Recuerdo esa época con mucha ternura. Apenas pasado el mediodía del domingo salía para el Monumental. Había que llegar temprano para tener tiempo de colarse por los baños de la cancha de basquet, que entonces era abierta. En realidad no había motivo para hacerlo, porque me dejaban pasar, pero la ceremonia del suspenso por saber si me verían o no, era tan temida como esperada. Daba la vuelta detrás del arco oeste y salía por el frente para comprar una cordobesa que hoy no podría soportar ningún estómago martirizado por el stress. Pesada. Desbordante de un dulce de leche sospechoso. Grasosa. En fin, exquisita. Y me subía a lo más alto de la tribuna de cemento para ver todo desde arriba. Hasta que por el túnel inolvidable, por el que todos soñabamos salir, aparecían los jugadores. Tal vez los colores fueran menos brillantes que los que hoy recoge una memoria mística, y seguramente aquellos futbolistas eran una tropa voluntariosa y humilde, sin demasiado margen para la soberbia. Igual a mi se me cortaba la respiración al tiempo que el sueño me ganaba: yo quería ser como ellos. Nunca pude, es por eso que respeto profundamente a quienes tiene la fortuna de manejar la pelota con virtuosismo, porque en definitiva, ellos juegan. Un acto de profunda seriedad que pocos grandes pueden hacer.

Con el paso del tiempo hubo hechos que me marcaron y me hicieron sentir orgullosos de ser hincha de Atlético. Las 300 Indy las viví en medio de un estado de exaltación. Aún vibra mi pecho por el estruendo que se produjo luego de que sonaran las palabras mágicas: “Señores, pongan en marcha sus motores”. Y vaya si lo hicieron. Lloré por primera vez por el fútbol tras un sorteo desopilante hecho en el quinto piso de la AFA: entre Atlético y Renato Cesarini se dirimía quién jugaría el Torneo Nacional con los grandes del fútbol argentino. Lo seguí a través de la radio, prendido al volante de mi auto. Y cuando Leonello Belleze dijo que el sueño estaba roto, el mundo se me cayó encima. Ese golpe me costó superarlo mucho más que el descenso sufrido tras un año en Primera o la derrota en Buenos Aires frente a Argentinos Juniors, cuando parecía que regresábamos tras una temporada en la B Nacional. Es que desde el memorable ascenso que nos regaló el equipo de Cachín, siento que Atlético está definitivamente sentado en la mesa de los grandes. Y que esto no necesariamente tiene que ver con la categoría en que el equipo futbolístico milita.

En este desfile interminable de recuerdos aparece aquella final despareja en cancha de Quilmes ante 9 de Julio, y una victoria que abrió el camino hacia la gloria. O cada minuto que pudimos disfrutar del conjunto de Horacio Bongiovanni. Un equipo que brillaba dentro de la cancha y seducía fuera de ellas por el carisma de sus jugadores. O la angustiosa Revalida en la que pasábamos de la gloria al infierno sin término medio. Y las noches de basquetbol siguiendo a un conjunto deslumbrante. La victoria de Rubén Luis Di Palma en TC con más de 50 años y la tarde en que sus hijos le dedicaron una carrera inolvidable tras su muerte. Y las atajadas de Goyen, la magia de Gonzalo, los goles del Yagui, la maestría de Hugo Querini, la fortaleza de Levrino, la sapiensa de Lechuga, los desbordes de Speedy…No hay una imagen. No puede haberla. Hay miles.

Cada mención de un hecho o de un nombre propio despierta un nuevo recuerdo. Y con el la sonrisa dulzona. Junto a mi, indefectiblemente, en esta noche de reencuentros, estuvieron mi vieja y el Caio. Como en cada acto de mi vida, solo que esta vez sus presencias se sintieron con más fuerza. Porque Atlético me sigue generando estas cosas, y aunque ya no grite goles como cuando seguía los partidos desde la tribuna, aún apuro el paso a medida que me acerco al monumental. Y ya en el templo del fútbol, el corazón se me acelera. Como en esta noche inolvidable.

Fuente: diario Castellanos, Rafaela 15 de enero de 2007.

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