Más libros y menos celulares en la educación

Por Ariel Vittor.- La querella universitaria en torno a las destrezas y competencias que se pretende alcancen los estudiantes en lectura y escritura se mantiene viva. En lo que sigue, intento algunas reflexiones sobre el tema.

Arranquemos por una pregunta orientadora. ¿Cuál es la formación que debería adquirir un estudiante para escribir, por ejemplo, una buena reseña cinematográfica? Respuesta: el único camino para ese cometido consiste en mirar muchas películas y leer muchas reseñas cinematográficas. De modo que el estudiante en cuestión tendrá que atender a la filmografía del realismo soviético, del neorrealismo italiano, del cine distópico y del Dogma 95, entre otras corrientes. Se verá en la necesidad de mirar películas de Ettore Scola, de Serguei Eisenstein, de Stanley Kubrick, de Akira Kurosawa, de Alfred Hitchcock, de Francis Ford Coppola… y la lista sigue. Dicho de otro modo, ese estudiante no va a escribir una buena reseña cinematográfica hasta que no mire las 50 películas más destacadas de la historia del cine y no haya leído el doble de reseñas aparecidas en medios especializados. Y eso sin contar la intertextualidad, porque un buen reseñista debería ser capaz de relacionar, por ejemplo, el cine distópico de Terry Gilliam, la literatura fantástica de Jorge L. Borges y la Utopía de Tomas Moro. Para lo cual, además de familiarizarse con todo ese cine, tendrá que leer algo de Borges, más el famoso libro de Moro.

El camino no cambia si se altera el objeto de la escritura. Si en vez de escribir sobre cine, el estudiante en cuestión debe hacerlo sobre fútbol, su producción se jerarquizará si conoce, por ejemplo, quién era Alcides Ghiggia, cómo jugaba Holanda cuando la dirigía Rinus Michel, cómo operaba el catenaccio italiano y cuál es el estilo de juego de Marcelo Bielsa.

De modo que si se pretende mejorar las competencias en escritura, es preciso acudir a todo el vasto conocimiento que nos precede. En ese saber, cuyas raíces se hunden en los pretéritos siglos de nuestra historia como humanidad, están las herramientas para aprender a buscar el tono de un texto, a ambientar una acción, a describir un proceso, a formular explicaciones, a pensar en un destinatario, a exponer argumentos. También, y de paso, se aprende acerca de la libertad, la justicia, la abnegación, la lealtad, la solidaridad, y otros valores que el capitalismo viene destruyendo.

Este panorama estaba bastante claro hasta no hace mucho, pero una fascinación arrobada por las tecnologías de la comunicación, de la que participa también cierta educación universitaria, ha venido empañándolo. El embelesamiento por las pantallas supone que es posible confiar la educación de los ciudadanos a la internet. Y así, mientras en Francia ya han prohibido el uso del teléfono celular en las escuelas, acá la pedagogía del embobamiento tecnológico persiste en sus intentos de utilizar las redes sociales como herramientas didácticas.

Pero no todo lo que circula por la web interpela del mismo modo ni con la misma profundidad nuestra sensibilidad y nuestra racionalidad. El Gangnam Style no es lo mismo que los Nocturnos de Fréderic Chopin. El video casero no es igual a El Séptimo Sello de Ingmar Bergman. La foto subida al Facebook no es igual a la producción de Eugueni Khaldei. La chicana política transmitida por mensajería no es igual a un capítulo de Eric Hobsbawm.

Abundan los incautos que derrochan loas a la generación supuestamente más hiperconectada de la historia. Efectivamente, en cualquier transporte público es posible observar nutridos contingentes de estudiantes, cada uno de ellos adecuadamente provisto de un teléfono celular. Pero basta una pequeña y discreta observación para constatar que todos están consultando Whatsapp, Instagram o Facebook. Jamás vi a ninguno de esos estudiantes utilizando sus dispositivos para leer una poesía de Federico García Lorca o para ver Roma, cittá aperta, de Roberto Rossellini.

Si los consumos culturales de los jóvenes se limitan a redes sociales, mensajerías instantáneas y canales de vídeo, ¿cómo podría extrañarnos que después exhiban dificultades para escribir una reseña cinematográfica o un informe de lectura más o menos decente? Si desde niños crecieron con la idea de que el conocimiento se encuentra al alcance de un clic, ¿cómo podría sorprendernos que en la universidad abunden los trabajos de corte y pegue de páginas web? Si desde chicos frecuentaron la misma y famosa enciclopedia en línea, ¿qué tiene de raro que no sepan manejarse en una biblioteca y contrastar distintas fuentes de información?

Es entendible que nuestros estudiantes usen las redes sociales para relacionarse con sus pares. Pero también está claro que su educación requiere que se adentren en lo que no conocen. ¿Cómo avanzarían, si no, en el conocimiento? ¿De qué modo se supone que los estudiantes pueden llegar a aprender cosas nuevas si no es en contacto con saberes, lenguajes y modos de razonar que les son ajenos?

Es cierto que los docentes universitarios tenemos la responsabilidad de construir puentes para aproximarnos a nuestros alumnos, pero tampoco deberíamos volvernos adictos a las redes sociales para establecer esos puentes. Nuestro trabajo no consiste en mostrarles a nuestros estudiantes lo mismo que pueden mostrarles Netflix, Facebook o Whatsapp, sino en acercarlos a cuestiones fundamentales que no aparecen en esos canales. Nuestro trabajo consiste en mostrarles, por ejemplo, cómo William Shakespeare representa la ambición y la culpa en La tragedia de Macbeth, cómo Serguei Eisenstein construyó una nueva narrativa cinematográfica con sus cambios de planos, y cómo Rodolfo Walsh desnudó en sus crónicas las miserias de la Argentina que habitaba.

Despreciar el saber que nos precede, desdeñar lo que otros produjeron y descubrieron antes que nosotros, no es un avance del conocimiento, sino una soberbia ignorancia, que la educación no debería convalidar.

Fuente: El Diario, Paraná, 8 de enero de 2019. El autor es docente en la UNER y en la UCSE DAR.

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