Martín Hopenhayn: “Nos hace falta un nuevo contrato moral”

La democracia está en falta, dice el filósofo.

Por Susana Reinoso

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El filósofo argentino residente en Chile Martín Hopenhayn sostiene que las democracias “son bichos en transición”, porque la soberanía nacional está resquebrajada por el poder financiero internacional. Cree que los Estados muestran una gran incapacidad para sostener proyectos propios frente a las presiones de ese poder. Hopenhayn –funcionario de las Naciones Unidas en el marco de la Comisión Económica para América Latina (Cepal)– es un intelectual reconocido en la crítica cultural, la filosofía contemporánea y el análisis de los aspectos culturales de la globalización y de la crisis de la modernidad. El autor de “América latina desigual y descentrada” (Editorial Norma) afirma que la sociedad latinoamericana tiene que firmar un nuevo contrato moral para resolver una asignatura pendiente: la corrupción, con la cual “aún no hemos podido”. Y que ese pacto no sólo debe establecer las reglas, sino hacerlas cumplir. Hopenhayn sostiene que la posmodernidad trajo la muerte de la transgresión en el territorio ideológico-cultural. Y dice que, entre los presidentes latinoamericanos, el chileno Ricardo Lagos es “claramente culto”. –Una dirigente política argentina, Elisa Carrió, dice que la lucha es entre la dignidad y el poder, Davidcontra Goliat. ¿Le merece este punto de vista alguna reflexión? -Se me ocurren dos reflexiones. La primera sería polemizar con la afirmación de que el bien, aunque pequeño, triunfará sobre el mal, que es grande. Yo no creo en la necesidad histórica. La historia ha mostrado que no hay una razón o un bien inexorable que termine imponiéndose. La segunda reflexión es suponer una confrontación maniquea, que el mal se ha encarnado en el lugar del poder y el bien aparece disperso como resistencia al poder, llámese éste “poder militar” o “poder del imperio”. Incluso el poder del narcotráfico, del crimen transnacional. No creo que la cosa sea tan dicotómica. En cambio, sí creo que hoy en día hay un factor hegemónico que tiene que ver, básicamente, con el poder financiero internacional. Y es hegemónico porque tiene el respaldo del país hegemónico, que son los Estados Unidos. Es Goliat en el sentido de que el poder no es representativo de la voluntad popular. Pero, por otro lado, uno podría pensar que el bienestar de la comunidad no tiene un actor fuerte, potente y unitario, capaz de jugar en el mismo terreno con ese otro poder financiero-político internacional. No es como en los tiempos de la Guerra Fría, cuando, cualquiera que fuera la posición que uno tuviese, había cierto equilibrio de poderes. -Su teoría conduce a pensar en una larguísima lucha por la equidad. -Hoy día, aquello que podría representar el interés popular está disperso entre muchos actores. No hay una ideología única, un actor único. Lo más elocuente para ilustrar esto son los foros de Bombay y Porto Alegre. Ninguno es muy grande, ninguno es conductor exclusivo de los demás. También es posible el razonamiento opuesto. Como ese poder hegemónico transnacional es tan aplastante y tan difícil de contestar en su propio lenguaje, la única forma real de fisurarlo, de minarlo desde abajo es utilizar otra lógica, que hoy se llama “de la resistencia”: mucha gente, muchas voces, muchos grupos, en muchas partes, trabajando al mismo tiempo, aunque no necesariamente coordinados. Eso va debilitando la legitimidad del poder hegemónico. El triunfo eventual de David sobre Goliat tendría que ser la voz de la dignidad. -¿Existe margen para un nuevo contrato moral de la clase dirigente con los ciudadanos? -Sí, existe mucho margen. Tiende a imponerse un imaginario global, una especie de sensibilidad compartida, en torno de los derechos humanos. Es decir que hay ciertas normas sociales que tienen que existir, en la medida en que tienen que garantizar el cumplimiento de estos derechos. Ahora bien: ¿en qué se piensa cuando se habla de contrato moral? Se piensa en poner freno a cosas moralmente inadmisibles. En el caso de los países latinoamericanos, primero fue el terrorismo de Estado y luego la corrupción. Uno podría decir que hubo contratos morales que, de manera figurada, las sociedades firmaron respecto del terror de Estado, ya sea porque aplicaron principios de justicia o bien porque crearon las bases para que no volviera a ocurrir. Un segundo contrato moral sería respecto de la corrupción. Yo creo que allí no hemos podido. En Colombia, en Brasil, en Venezuela, en Paraguay, en Bolivia, en la Argentina, cada tanto un candidato aparece elegido por la voluntad popular porque es el candidato de castigo contra la corrupción. Pero esto no es suficiente para materializar un contrato moral. Un contrato moral no sólo es el que dicta reglas, sino el que tiene los mecanismos para hacerlas cumplir. El tercer contrato moral pendiente es cómo se reparten los frutos del progreso para democratizar las posibilidades de bienestar y autonomía de las personas. El modelo económico de los últimos 20 años fue concentrador y el crecimiento no se tradujo en oportunidades para todos. Allí hay un núcleo problemático: tiene que ver con la equidad. -¿Cómo hace una sociedad para obligar mediante el voto a su clase dirigente a cumplir con ese nuevo pacto? -El voto, hasta ahora, ha sido insuficiente para poner en ejercicio un nuevo contrato moral. No es claro cuáles son los mecanismos de la sociedad para hacerlo cumplir. Además, desde un punto de vista institucional, las democracias hoy día son bichos en transición. Un elemento cada vez más fundamental en ese nuevo contrato moral son los medios, como constructores de legitimidad política. La capacidad de hacer cumplir ese pacto moral tiene que ver con el respaldo efectivo que los medios den a ese contrato, operando como fiscalizadores. En parte lo han hecho. El otro actor, con un alcance incierto, son los partidos políticos. Hay toda una discusión en la sociología política sobre la decadencia del sistema de partidos porque, como no hay una competencia ideológica, los partidos pierden un discurso capaz de movilizar a la sociedad, se desvinculan de sus intereses y empiezan a ser maquinarias de generación de empleo para sus miembros. -Se han deslegitimado de adentro hacia afuera. -Claro, pero se pudren por dentro también, porque no tienen un discurso interesante hacia afuera. En todo caso, la pregunta sería hasta qué punto los partidos pueden seguir siendo los principales mecanismos de la sociedad para agregar demanda. Es una gran duda. Si no son los partidos, ¿quiénes son los que pueden levantar las inquietudes de la sociedad en bloque? La alternativa es que no lo haga ningún partido y que lo hagan los movimientos sociales. -Dice usted que las democracias son bichos en transición. ¿Hacia dónde? -Platón decía que el sistema más expuesto a la corruptibilidad era la democracia, pero ese argumento podría justificar el autoritarismo. El principal motivo que lleva a la democracia a estar en transición es esta pregunta: ¿hasta qué punto los Estados son hoy soberanos? La soberanía nacional está resquebrajada por el poder financiero internacional. Hay una tremenda incapacidad de los Estados de sostener proyectos propios frente a las presiones de ese poder. La Argentina lo ha estado viviendo estos años de manera elocuente. Hoy en América latina tenemos como un logro, por lo menos, democracias formales en todos los países. La región goza de mejor salud que antes, pero se da una desproporción muy grande porque funcionan peor que nunca, en términos de voluntad soberana para decidir proyectos nacionales. Si la democracia es que todos tengan voz, es necesario que esa voz se distribuya de manera más igualitaria. Es tan fuerte el poder de los medios en las democracias de hoy que los que tienen la propiedad de esos medios influyen en la agenda política. -¿Existen huecos para generar una cultura que no sea devorada por la estandarización que impone el mercado hiperconcentrado del entretenimiento? -Un elemento importante para salirle al paso de la concentración de los medios es Internet. Porque es de ida y vuelta. Pero el precio de esa democratización es darle una dispersión radical, porque no es centrípeta, sino centrífuga. Mal que mal, sirve de contrapeso, pero es difícil que este sistema, tan interactivo y veloz, pueda sedimentar identidad. De todos modos, hay una tendencia simultánea y paradójica hacia la estandarización y hacia la individualización. Por un lado, el mercado compite por grandes públicos y empuja hacia la estandarización, pero, por otro lado, una de las características de la sociedad posmoderna es que se van conformando públicos muy variados, que piden cosas muy distintas. Y, por lo tanto, los propios medios en su lógica de competencia van diversificando su oferta y su discurso para captar públicos diversos. Si uno examina la industria del cine y la música, cada vez más tiene visibilidad lo que se atribuía al reino de lo étnico, lo exótico. Son procesos muy recientes. Gracias a los grandes medios hoy hay un diálogo planetario. -¿Qué es hoy ser transgresor en términos culturales? -Una de las características de la posmodernidad es la muerte de la transgresión. La transgresión requiere un orden simbólico fuerte, normativo, para manifestarse. Es siempre por efecto de contraste. Este proceso cultural cada vez más globalizado significa un respeto creciente a la autonomía de los sujetos, una tolerancia asumida frente a personas con gustos, preferencias, costumbres y hábitos muy distintos. Y, por lo tanto, uno tiende a aceptar aquello que en otra época podía definirse como escandaloso, anómalo, patológico, perverso. Además, la transgresión estaba relacionada con mostrar lo que no se podía exponer en público. Hoy, la extensión de lo público, de lo publicitable, deja muy poco reservado a lo no publicitable. Nada escandaliza demasiado. Cualquier elemento que hace 30 o 40 años vulneraba la integridad del sistema, hoy el sistema lo absorbe con toda calma. El tema más claro es la pornografía. Una gran industria que ya nadie podría imaginar como una amenaza al funcionamiento del sistema. Hoy, cuando se habla de la transgresión, se concentra básicamente en lo estético, no en lo ideológico. -¿Con qué recursos distingue el ciudadano común a un pensador crítico de esa “fauna” de opinadores que opera para determinados intereses? -La educación debería darle a la gente las herramientas para discriminar mensajes en la televisión o en las distintas fuentes de información. No sé cómo puede hacer el ciudadano; creo que es muy difícil que pueda hacerlo. El problema sobre todo es que gran parte del consumo simbólico viene del mundo de la imagen. Y este mundo, casi por definición, se opone al de las ideas en profundidad. Es difícil de que haya tiempo para que un intelectual crítico pueda desarrollar ideas en profundidad. En la cultura audiovisual hay agitadores ilustrados, una especie de bicho intermedio entre el intelectual y el político. Tiene capacidad para generar en la audiencia indignación, alerta, susceptibilidad, desasosiego. No sé si se puede aspirar más que a eso. -¿Hay algún resquicio por el que el intelectual pueda sustraerse a ese mundo? -Uno es la universidad, que tiene que resituarse. Frente a la cultura audiovisual, la universidad se ha convertido en una fortaleza y se atrinchera en un discurso muchas veces apocalíptico. No busca ninguna forma de vínculo con esas otras formas de intercambio cultural que circulan por la sociedad. Las universidades pretenden convertirse en bastiones, pero terminan convertidas en guetos. Por eso tiene que haber un proceso desde el cual la universidad, reconociéndose como el espacio propicio para las reflexiones en profundidad, pueda ser abierta al mundo. Tiene que conectarse con el mundo. En general, en América latina la universidad no lo ha hecho. Se han dividido las aguas de manera muy excluyente. Por un lado, están los intelectuales encerrados en las universidades, despreciativos del mundo de la contingencia, y por el otro, aquellos que dejaron la universidad para ser buenos animadores en las fiestas de los empresarios, articulistas amenos en las revistas y opinadores mediáticos. -Uribe en Colombia, Lula en Brasil, Chávez en Venezuela, Lagos en Chile y Kirchner en la Argentina. ¿Cuál es su opinión sobre la formación cultural de los presidentes latinoamericanos? -Dicen que Chávez se dedicó a leer mientras estuvo preso. En sus discursos cita a todo tipo de autores. Lagos es un hombre claramente culto, un hombre de Estado con una alta sensibilidad hacia la cultura. Cuando asumió como presidente de la República, se propuso crear una institucionalidad cultural en Chile, y lo está logrando. Uribe tiene cierto manejo de la cultura. De Kirchner no puedo decir nada, porque no lo conozco, pero hoy día no se le puede pedir a un político que sea un hombre de cultura. -¿Por qué no? ¿No piensa usted que la formación cultural confiere mayor sensibilidad para entender las expectativas de la sociedad en cuya representación los políticos gobiernan? -Esa es mi duda. ¿A quién le cabe eso dentro de la política? La formación cultural amplía la perspectiva, sin duda. El tema es que tradicionalmente nos manejábamos con la figura de un estadista, con la idea de que el Estado modelaba la cultura de una nación. Y hoy la idea es que el Estado haga posible que distintos actores sociales tengan la posibilidad de hacer visibles sus visiones del mundo. No ya el Estado modelador de la identidad de la sociedad, sino el Estado que garantiza que la sociedad pueda hablar por sí misma, con todos sus matices. Entonces, lo que hoy le pido a un hombre de Estado, a un político -por supuesto, que sea cultivado- es que no pretenda convertirse en un educador de la sociedad, porque ése no es su papel. Puede convertirse en un buen ejemplo para otros, pero yo pretendo de él como político que siente las bases para un diálogo social en el que todos estén sentados a la mesa.

Susana Reinoso

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires 3 de setiembre de 2005.

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