«Los totalitarismos se nutren con la noción de enemigo»

Según el historiador búlgaro Tzvetan Todorov, cuando ya no hay quien ocupe ese lugar, el totalitario crea otro.

Por Luisa Corradini (París)

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PARIS.- De su juventud en un régimen totalitario, Tzvetan Todorov conservó el pavor por la mala fe y una pasión por la democracia que lo incita a criticarla, porque se trata de un bien perecedero. «Los totalitarios se nutren con la noción de enemigo. Y cuando no hay nadie más para ocupar ese sitio, se coloca allí a la gente que se viste o que baila de manera diferente, que cuenta historias que hacen reír, que es insolente con un superior o con un policía…», dice Todorov.

Nacido en Bulgaria en 1939, Todorov viajó a Francia a los 24 años para terminar sus estudios y se quedó definitivamente: «Soy un exiliado circunstancial: ni político ni económico», precisa a LA NACION en París, cuando se cumplían 20 años de la caída del Muro de Berlín y del proceso que culminó con el derrumbe del imperio soviético.

Autor de varias decenas de libros e Nacional de Investigación Científica (CNRS) desde 1967, este destacado lingüista es también historiador, antropólogo y filólogo.

Para Todorov, entre todas las clases de muros que el hombre ha inventado para separar y dividir, el Muro de Berlín perteneció a una categoría rara. «Mientras la mayoría de los muros tienen por objetivo impedir que los extranjeros penetren en un país, el Muro de Berlín intentaba impedir que los ciudadanos se fueran», afirma.

-En lugar de comenzar por lo malo que había en los regímenes comunistas de Europa del Este, ¿por qué no hablar de sus ventajas o de sus bondades?

-En los países del Este había una serie de protecciones del individuo que, en teoría, debían haberle permitido vivir sin sobresaltos. El desempleo no existía, la medicina era gratis, la escuela también y las vacaciones eran baratas. Pero, con el tiempo, todas esas protecciones se fueron transformando en una especie de sistema de seguridad, que hace pensar en las prisiones. Los presos no se preocupan por saber si tendrán algo para comer. Saben que no los podrán echar y que si llueve no van a mojarse. Pero ¿y lo demás? Esa ausencia de desafíos individuales, sumada al derrumbe de las estructuras estatales en los últimos años del comunismo, provocó una sensación de agobio en la gente, que condujo, inevitablemente, a la caída del Muro de Berlín, en 1989.

-¿Quiénes fueron los que consiguieron adaptarse con más facilidad a la transición entre dos mundos tan diferentes? ¿Los jóvenes?

-Para nada. Fueron las personas que antes habían tenido el poder las que se adaptaron con mayor rapidez. Porque conocían todos los mecanismos necesarios. Como en la ex Unión Soviética. Ellos fueron los que compraron, por ejemplo, todas las fábricas. En poco tiempo, volvieron a convertirse en los patrones. El resto de la población padeció los efectos de un foso cultural que le impidió adaptarse a las reglas del capitalismo. También sucedió que la irrupción de los adelantos tecnológicos del Oeste arrasaron con todas las estructuras existentes en el Este. ¿Cómo podía esa gente competir con la tecnología occidental? Durante algunos años, en Bulgaria no hubo producción propia. La gente iba a Turquía, compraba cosas y las revendía en el país. No había quedado nada…

-A su juicio, ¿cuáles son las secuelas más graves que padecen las sociedades poscomunistas?

-Las generaciones que han crecido bajo regímenes comunistas estuvieron sometidas y participaron en lo que yo llamo la mentira general. Todo el mundo estaba convencido (erróneamente) de que los ideales sólo podían ser el camuflaje del egoísmo. Por fin, cuando se produjo la desaparición de esos regímenes, el mal estaba hecho: la gente no consiguió creer en nada más.

-¿Por qué el comunismo necesitó utilizar ese discurso casi religioso, esa devoción pública del ciudadano, en vez de contentarse con la coerción, como otras dictaduras?

-Porque fue infinitamente más eficaz. El totalitarismo nazi fue particularmente virulento, pero sólo consiguió mantenerse doce años, en un estado de guerra casi permanente, primero en Alemania y después en el exterior. El comunismo duró más de 70 años.

-En su libro El hombre desplazado , parece preguntarse qué hubiera pasado con usted si se hubiese quedado en Bulgaria.

-Yo era muy joven cuando me fui de ese país, de modo que no tuve tiempo de cometer demasiados errores. Pero para comprender a esa sociedad fue necesario admitir que yo también podría haber sido capaz de todas las cobardías cometidas por la gente en un régimen totalitario, todos esos compromisos, esos silencios que son la condición indispensable de la supervivencia en ese tipo de sistema.

Fuente: Luisa Corradini en diario La Nación, Buenos Aires, 25 de noviembre de 2009.

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