“Los seres humanos padecemos la enfermedad de irnos a los extremos”

Expresó el párroco de Fátima Fabián Alesso en la festividad de San José Obrero en la capilla homónima de Rafaela. “¿Para quién trabajamos? ¿Para quién hacemos cuanto hacemos? Si no lo hacemos para Dios, intentemos entonces hacerlo para Él. Si lo hacemos para Él, ¿no merece el Señor que lo hagamos del mejor modo posible?”, agregó.

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Este martes 1 de mayo fue celebrada la festividad de San José Obrero en la capilla homónima en calle Anduiza 435 del barrio Villa del Parque de Rafaela, cuya misa fue presidida por el párroco de Fátima Fabián Alesso. A continuación se transcribe la homilía: Uno de los protagonistas más importantes de la historia de la salvación, y a su vez, uno de sus actores más ocultos: San José. Los grandes a los ojos de Dios no siempre son los destacados a los ojos humanos: hay mucha grandeza desapercibida para nosotros, oculta a nuestras percepciones, discreta. Entre ellos San José. Esposo de María Virgen, padre de Jesús en la tierra, hombre de fe, sacrificios y renuncias para que su hijo, el Hijo de Dios, pueda realizar la salvación de la humanidad. De lo poco que la historia sagrada nos dejó sobre S. José, contamos con este relato en el cual la gente de Nazaret, hablando sobre Jesús, lo llama “hijo del carpintero”. José entonces, carpintero de Nazaret, a quien Dios eligió para encomendarle la custodia de su Hijo eterno hecho hombre, al cual seguramente, entre otras cosas, transmitió su propio oficio. En el relato sobre el mismo hecho, en el evangelio de San Marcos, Jesús mismo es llamado “el carpintero”. La Iglesia celebra hoy a José de Nazaret, San José Obrero, carpintero, patrono de todos los trabajadores. Por eso es una ocasión propicia para, iluminados por la Palabra de Dios y la doctrina de la Iglesia, reflexionar sobre esta divina realidad humana que es el trabajo. Divina realidad humana porque el trabajo viene de Dios. Un Dios el cual las Escrituras nos lo muestran trabajando, particularmente en los relatos de la creación. La Biblia nos describe la creación como una obra que Dios va realizando ordenadamente, pausadamente, armónicamente. En otra de sus páginas, Dios es presentado trabajando el barro con sus manos para formar al hombre. En una discusión con dirigentes de su pueblo Jesús dirá: “mi Padre siempre trabaja y yo también trabajo” (Jn 5,17). Jesús, que de parte de José aprendió un oficio, el oficio paterno de su padre terrenal, de su Padre celestial recibió el valor y la mística del trabajo. Dios, al crear a los seres humanos a su imagen y semejanza les da el mandato de dominar al resto de la creación y también de trabajar: los coloca en el jardín del Edén para que lo cuiden y cultiven. Nuestro Dios crea y trabaja. Jesús, su Hijo, aprendió de José y de su Padre celestial a ser un trabajador. El trabajo entonces nos asemeja a Jesús y nos asemeja a Dios, el trabajo diviniza a los seres humanos, nos dignifica dándonos la posibilidad de dominar la tierra según el mandato divino y de colaborar y prolongar con Dios la obra de la creación. El ser humano se enriquece y perfecciona humanamente trabajando, desplegando aquellas potencialidades y talentos que Dios le dio y que lo asemejan a su creador. Por eso, en primer lugar por eso, el trabajo es un valor que nunca puede faltar en la vida de las personas adultas porque el trabajo nos hace más humanos, porque nos asemeja a Dios. El no trabajar, por el contrario, nos deshumaniza porque empobrece nuestra semejanza con el creador. Por esto el trabajo es una necesidad y un tesoro: porque nos hace semejantes a Dios; antes que ser una necesidad por el salario con el cual es retribuido y que nos permite llevar el pan a la mesa familiar. Por eso, si alguien quisiera pasar su vida o el resto de su vida sin hacer el más mínimo trabajo, esfuerzo, servicio, argumentando que no lo necesita por tener suficientes bienes, se equivoca. Puede no tener necesidad de un trabajo que le reditúe económicamente, pero nunca dejará de tener necesidad de trabajar, de sentirse útil, de estar activo, de ser servicial, de poder hacer algo, aunque pequeño, para perfeccionar el mundo que lo circunda. Porque el trabajo nos dignifica y perfecciona humanamente siempre, y porque el rédito económico no es lo único que le da valor, ni siquiera su aspecto más importante. Por eso también, cuando alguien sin trabajo es ayudado por el estado, por la iglesia, por instituciones, con subsidios, donaciones etc. y con eso cubre sus necesidades materiales básicas y las de su familia, hay una necesidad fundamental que nada de eso cubre y satisface: la necesidad de trabajar. No compremos el buzón de que la vida es más linda si no trabajamos, que la vida es mejor si trabajamos tres días y descansamos cuatro, o si no trabajamos total el estado y la gente buena nos mantiene, o si no hago nada total tengo cuánto necesito. Son mentiras. Nunca puede ser bueno y hermoso lo que no es como Dios quiere, y Dios, que trabaja, quiere que trabajemos. También Dios supo detenerse a mirar su obra, a valorarla, gozarse de ella porque era buena y supo descansar: el séptimo día Dios cesó su obra y descansó de todo lo que había hecho y santifico el séptimo día. Los seres humanos padecemos la enfermedad de irnos a los extremos. Los extremos son parcializaciones que se quedan con sólo un aspecto de la verdad, sin ver su totalidad. Dios trabajó, se gozó de su trabajo y descansó. Jesús, trabajó y descansó. Un sistema social, una relación laboral, un estilo de vida personal en el cual no haya lugar para el descanso gozoso, regular, previsible, cuantitativa y cualitativamente suficiente no sería conforme al plan de Dios, a la semejanza divina que hemos recibido como personas y como cuerpo social. También el descanso es un mandato del Señor. Por último, dejemos resonar en nosotros la exhortación de S. Pablo a los Colosenses que oímos en la segunda lectura: “Lo que hagan háganlo con todo el alma como para servir al Señor y no a los hombres…Sirvan a Cristo Señor”. Tanto con nuestro trabajo como con nuestro descanso debemos servir al Señor, debemos glorificar al Señor. Cuando hagamos las cosas, por lo tanto, hagámoslas con todo el corazón, con toda el alma, con todo entusiasmo, generosidad, responsabilidad y dedicación. No somos más vivos si hacemos las cosas a medias, mediocremente, canchereando. ¿Para quién trabajamos? ¿Para quién hacemos cuanto hacemos? Si no lo hacemos para Dios, intentemos entonces hacerlo para Él. Si lo hacemos para Él, ¿no merece el Señor que lo hagamos del mejor modo posible? San José Obrero, seguramente trabajó de ese modo, y descansó, y así enseñó a Jesús. Que sea él quien interceda por nosotros y nos conceda la gracia de poder imitarlo.

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