Los peligros de eliminar los dos tercios para nombrar al Procurador

Por Néstor P. Sagüés.- Poco antes de la reforma constitucional de 1994, el Procurador General de la Nación, por ley, estaba sometido a las instrucciones que podía emitirle la Subsecretaría de Justicia del Poder Ejecutivo.

La convención constituyente de 1994 decidió, en cambio, (art. 120) enaltecer al ministerio público argentino. Por un lado, lo concibió como un alto cuerpo de control, al encomendarle “promover la actuación de la justicia en defensa de la legalidad, de los intereses generales de la sociedad”. Ello le obliga, llegado el caso, a vigilar y dictaminar en contra de cualquiera de los poderes del Estado. Por otro, lo estructuró como “órgano independiente con autonomía funcional y autarquía financiera” (desde luego, dejó de ser una agencia de la Presidencia de la Nación). A sus miembros, les confirió “inmunidades funcionales e intangibilidad de remuneraciones”.

La asamblea reformadora se propuso (es indispensable consultar, al respecto, el despacho mayoritario sostenido por el convencional Héctor Masnatta: Diario de Sesiones, pág. 4663), concluir con dos males que afectaban por aquel entonces a dicho ministerio: a) el sometimiento hacia otros poderes del Estado; b) la esquizofrenia institucional que significaba que bajo el Procurador general dependiesen, v. gr. en el ámbito penal, tanto quienes acusaban como quienes defendían. Para reprimir lo primero, erigió al Ministerio Público como ente extrapoder, según se expone reiteradamente en aquel despacho. Para resolver lo segundo, creó dos cuerpos: el de la acusación, a cargo del Procurador General, y el de la defensa, en manos del Defensor General de la Nación.

La novedosa y audaz jugada del constituyente para establecer un órgano extrapoder responde a lo que, en teoría constitucional, se ha llamado “diversificación de funciones y multiplicación de estructuras”. Consiste en desglosar tareas que tradicionalmente cumplían los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, para encomendarlas a entes -con rango constitucional- situados fuera de ellos, como podrían ser, a título de ejemplo, un Tribunal constitucional, un Consejo de Estado, un Tribunal Federal Electoral autónomo, el Defensor del Pueblo, o el Ministerio Público.

Alberto Fernández anunció en diciembre pasado que Daniel Rafecas era su candidato a Procurador, pero el Senado no dio hasta ahora su acuerdo para la designación

Alberto Fernández anunció en diciembre pasado que Daniel Rafecas era su candidato a Procurador, pero el Senado no dio hasta ahora su acuerdo para la designación.

Lamentablemente, la convención constituyente de 1994 no reguló aspectos vitales del Ministerio Público, como las condiciones y el nombramiento de sus cuadros principales, su duración y eventual remoción. Esos temas los transfirió a una ley. En la práctica, tal decisión no ha sido acertada, y sigue promoviendo fuertes disputas y vaivenes al compás de los resultados electorales. Dos veces se legisló sobre el asunto, y ahora viene una tercera.

De todos modos, cabe subrayar que el dictado de la ley reglamentaria del Ministerio Público no importa un cheque en blanco para el Poder Legislativo, dado que este último se encuentra seriamente recortado en su margen de maniobra por las normas de la Constitución, por su ideología y por el espíritu que animó al constituyente.

En concreto, la ley reguladora de la nominación, la duración y la ocasional destitución de un Procurador General, debe afianzar, y no perjudicar, los principios rectores ya señalados por la convención reformadora: no subordinación, independencia funcional, no esquizofrenia.

Al respecto, no es coherente con los roles y la autonomía del Ministerio Público, órgano controlante, que sus autoridades sean designadas de cualquier manera por aquellos que debe controlar. Y menos, que esos órganos controlados delimiten, también con la brevedad que les plazca, cuál es la duración de los cuadros del referido Ministerio. O que decidan, además, soberanamente, si remueven al Procurador General. Todo ello daña la autonomía institucional de tal ministerio, y puede fomentar, en cambio, potenciales situaciones de satelización y de pleitesía. Precisamente, aquello que el constituyente quiso evitar.

Al mismo tiempo, cabe tener muy en cuenta que una ley que estructure el Ministerio Público fuera del perímetro normativo e ideológico de la Constitución, resulta inconstitucional. El ejercicio de las competencias del Congreso para legislar, incluso en materia de distribución de competencias de los órganos del Estado, está subordinado al control judicial de razonabilidad, conforme la tesis de la Corte Suprema sentada en el caso “Itzcovich”, y sus concordantes.

Concluyendo: una ley que dejase la elección del Procurador General en manos del Poder Ejecutivo, con la aprobación de la mayoría de la mitad más uno de los miembros del Senado, incluye el serio riesgo de hacerlo orbitar en función de una sola fuerza política prevaleciente en ambos organismos. Eso no empalma con el mensaje autonómico funcional del constituyente de 1994. El recaudo de los dos tercios de votos en la cámara alta para consagrar a aquel magistrado, se presenta entonces como una receta mínima y sistémicamente indispensable, también para robustecer al Procurador.

En paralelo, el acortamiento reducido del plazo de actuación del Procurador General (v. gr., cinco o seis años) acarrea, al vencerse ese período, otra ocasión de influencia, repetida e igualmente antisistémica, de la Presidencia y de una Sala del Congreso (sujetos controlados) en la actuación del primero (sujeto controlante). Plazos más amplios como los previstos en México, Uruguay, Chile o Panamá (de ocho a diez años) resultan en cambio muy preferibles, si es que se desea abandonar el régimen de nominaciones permanentes, transformación por cierto muy opinable.

El autor es profesor en UBA y UCA. Fuente: https://www.lanacion.com.ar/

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