Por Adán Costa.- Caseros no sólo ha sido una dura batalla más en la historia argentina ocurrida en una calurosa jornada del 3 de febrero de 1852, entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde, en la estancia de la familia Caseros (actualmente en terrenos del Colegio Militar de la Nación) situada en las afueras de la ciudad-puerto de Buenos Aires en dirección a su poniente. Es un punto de altísima significatividad histórica, ya que involucró en la arena de una batalla a dos concepciones políticas antagónicas en disputa, no sólo para la Argentina sino para toda Indoamérica. Por cierto, también, a una marea humana de muerte, hierro y artillería, que superó largamente las cincuenta mil almas batidas en feroz combate. Es trascendente que se pueda ver este sentido, puesto los ecos de estas dos concepciones políticas y económicas aún llegan a nuestros días. Por eso no es museológico nuestro enfoque, sino, fundamentalmente político, y, desde luego, histórico. Sobre este hecho, naturalmente, han convergido las principales plumas interpretativas de la historiografía argentina. La llamada “Historia Oficial” y el “Revisionismo Histórico”. Para la Historia Oficial -la que nos enseñan en nuestros colegios primarios y secundarios y se puede advertir sencillamente con sólo detenerse en los bustos de próceres, en los nombres de las plazas y en la toponimia geográfica-, la victoria obtenida por el Ejército Grande, clausuraba un largo período de “guerras civiles”, plantando un relato, a modo de recitado laico incuestionable, por el cual Caseros sentó las bases para la organización y la constitución nacional. Para la otra historia, la que no se ha enseñado en las escuelas, Caseros, enfrentó por un lado a las fuerzas nacionales que tenían a Juan Manuel de Rosas como su jefe; por el otro, a un ejército internacional de ocupación compuesto por los unitarios liberales argentinos, por los colorados uruguayos, por el Imperio del Brasil, financiado principalmente por Inglaterra, y cuyo jefe nominal fue Justo José de Urquiza (en la batalla cada facción hizo lo que quiso o pudo, sin coordinación estratégica real). No hubo aquí una batalla nacional. Fue una batalla disputada en territorio argentino pero con una dimensión continental. Un detalle bien olvidado, que es el botón de muestra de la tensión y protagonismo entre los jefes de este ejército internacional de ocupación que triunfó en Caseros el 3 de febrero, fue la imposición del jefe brasilero, el marqués de Caxias, para que la entrada en Buenos Aires con pompa y gala para celebrar la victoria, se retrasara recién hasta el día 20 de febrero, salvando el honor perdido casi treinta años antes por el Imperio en la batalla de Ituzaingó en el año 1826. La victoria militar de los liberales, del “partido unitario”, representó lisa y llanamente la incorporación de la Argentina a la “División Internacional del Trabajo” propiciada por Gran Bretaña y la oligarquía terrateniente porteña con su Aduana como eje, con la cual nuestro país sería para siempre un proveedor internacional de materias primas (trigo y vacas, como puede ser hoy la soja), instalando una lógica que ha perdurado hasta nuestros días, donde el único destino económico para la Indoamérica era, y lo es hoy en alguna medida, la exportación de las riquezas naturales, o agrarias o mineras, la denominada primarización de la economía. Y el anunciado fin de la guerra civil narrado por la historia inaugurada por don Bartolomé Mitre, también es falso de cabo a rabo, porque precisamente eludió narrar su propia responsabilidad en el sanguinario exterminio de los últimos federales en los años venideros a Caseros, los que llevaron (lanza de por medio) a la cabeza de un dignísimo don Ángel Vicente Peñaloza “el Chacho” a la plaza de Olta, en la provincia de La Rioja. Todo tenazmente alentado por la tinta y papel del “insigne” sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento con su ya muy reconocida frase “no economice sangre de gauchos, son abono útil para nuestras tierras”. Con igual suerte fue perseguida la heroica resistencia de Felipe Varela y la del valiente entrerriano Ricardo López Jordán. Todo esto, en tiempos donde se acallaban cada una de las voces divergentes, fue denunciado casi en soledad por la pluma de José Hernández, el autor del Martín Fierro. En la misma línea, el relato oficial, suavizó lo que en realidad fuera un genocidio americano, la guerra del Paraguay de 1865, que tuvo en cabeza del propio Mitre la triple condición: presidente de la Nación, jefe militar y narrador monopolista. Muchos aún hoy descreen del poder de la palabra. Los sectores contendientes en tierras guaraníes, idénticos a los de Caseros, con Inglaterra como exclusivo director de orquesta, y la sangre indoamericana derramada hasta la última gota de sus varones sin limitación de su edad. Volviendo, para finalizar, a la batalla de Caseros, recordaremos, a un héroe tan corajudo como olvidado, el coronel Martiniano Chilavert, aunque de origen unitario, supo ponerse a las órdenes del ejército nacional de Rosas. El historiador Adolfo Saldías así relata parte de aquellos sucesos épicos: “…Haciendo fuego contra el grueso de las tropas invasoras brasileñas hasta agotar la munición, la última resistencia fue la de la artillería de Chilavert y la infantería de Díaz (también de origen unitario). Como se agotaron las municiones, mandó recoger los proyectiles del enemigo que estaban desparramados alrededor suyo y disparó con éstos. Y cuando no hubo nada más que disparar, finalmente la infantería brasileña pudo avanzar y así terminó la batalla. Con tan sólo 300 artilleros soportó por todo el tiempo que duró la arremetida de casi 12.000 brasileños, hasta que la impresionante superioridad numérica y el agotamiento de las municiones rindieron al bravo coronel. Habiendo tenido ocasión de escapar, permaneció sin embargo fumando tranquilamente al pie del último cañón, que él mismo disparó…” Al ser tomado prisionero, desde el campo de Caseros fue conducido a Palermo, donde Urquiza había instalado su cuartel general, allí fue reconvenido por Urquiza por su “defección” del bando unitario, a lo que Chilavert respondió “Mil veces lo volvería a hacer”, lo que desató la ira de Urquiza que le espetó “vaya nomás…” y ordenó que se le pegaran cuatro tiros por la espalda, ejecución infamante que a modo de castigo se le propinaba a los cobardes y a los traidores. Un protagonista de aquellos sucesos relató: “Recuerdo que el hombre iba con toda tranquilidad, pues lo llevaba a mi lado. Al llegar al paraje designado, le comuniqué la tremenda orden que portaba. Está bien, me contestó, permítame señor oficial, reconciliarme con Dios -y dio unos cuantos pasos rezando en voz baja- hasta que pasados algunos segundos dijo: estoy pronto, señor oficial, sacó su reloj y pidió lo entregasen a su hijo; se quitó asimismo su pequeño tirador y arrojándolo al suelo, manifestó que había en él algunos cigarros y un poco de dinero. También regaló a los soldados su poncho y sombrero, pidiéndoles no le destrozaran la cabeza.” Llevado al paredón y cuando un oficial quiso ponerlo de espaldas para cumplir las órdenes de Urquiza, lo rechazó de un violento bofetón y luego mirando fijamente al pelotón les gritó: “¡tirad, tirad aquí, que así mueren los hombres como yo!”. El pelotón bajo sus armas. El oficial los contuvo. Sonó un tiro y Chilavert tambaleó y su rostro se cubrió de sangre, pero manteniéndose de pie les repitió a los gritos: “¡tirad, tirad al pecho!”. El oficial y sus soldados quisieron asegurar a la víctima y se produjo una lucha salvaje, espantosa: las bayonetas, las culatas y la espada fueron los instrumentos de martirio que finalmente vencieron a aquel león. Envuelto en su sangre, con la cabeza partida de un hachazo y todo su cuerpo convulsionado por la agonía, hizo aún ademán de llevarse la mano al pecho. Juan Manuel de Rosas y Martiniano Chilavert, forman parte de una larga lista de figuras que nuestra historia ha execrado, deteriorado sus imágenes públicas, minimizados sus éxitos y agigantados sus eventuales desaciertos, o sencillamente, interpretados fuera del contexto social y político en los cuales hicieron lo que hicieron. La historia puesta en revisión, los ha recuperado en su justa dimensión, y, sobre todo, ha establecido el sano criterio de emparentar una riquísima tradición emancipadora, originaria, federalista y de base indoamericana o latinoamericana, que trasciende a nuestros hasta nuestros días, e impregna el sentido y la orientación de muchas de las disputas que se dan en nuestra actualidad.

03/02/15

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