“Los argentinos siempre tienen la fuerza para renacer”

Lo afirma el médico y psicoanalista Juan David Nasio, alumno de Lacan.

Por Sylvina Walger

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Médico psiquiatra y psicoanalista, el doctor Juan David Nasio lleva casi cuatro décadas viviendo en París, donde llegó en 1969, luego de obtener una beca para hacer una pasantía en la prestigiosa Escuela Freudiana de París, fundada por Jacques Lacan, de quien, con el tiempo, se convertiría en uno de sus alumnos predilectos. Nasio se declara sorprendido por la vitalidad y la fuerza de los argentinos para “renacer cuando todo parecía perdido”. Con relación a su largo ejercicio de la profesión, compara a los psicoanalistas con violinistas que son capaces de vibrar en la misma longitud de onda que sus pacientes. Oriundo de Rosario, hijo de un gastroenterólogo que supo combinar su devoción por la práctica médica con una visión humanista de la vida, a los 11 años ya colaboraba con su padre, calmando a los pacientes que debían ser sometidos a las dolorosas esofagoscopias de la época. “Creo que ahí nació el psicoanalista que soy hoy”, dice. Es autor de 22 libros, que han sido traducidos a 14 idiomas, entre ellos el japonés y el coreano. Francia ha reconocido su contribución a la difusión de la cultura francesa en el exterior y le otorgó galardones, como la Legión de Honor y la Orden del Mérito. Son homenajes que, si bien lo llenan de satisfacción, no le permiten dejar de lado el orgullo que le produjo ser designado ciudadano ilustre de su ciudad natal, Rosario. Nasio es un hombre fácil de abordar, calmo, elocuente y riguroso. Su vida profesional fue signada por quienes considera sus dos grandes maestros: el psiquiatra Mauricio Goldenberg, con quien comenzó sus prácticas en el Servicio de Salud del Hospital Lanús (hoy Eva Perón), y el ya mencionado Lacan. El resultado de estas influencias está a la vista. De Lacan tal vez provenga su rigurosidad sin concesiones y su humildad para reconocer que nunca se sabe lo suficiente. De Goldenberg, cuyo recuerdo permanece imborrable, la ductilidad, la capacidad de diálogo con el paciente (aptitud que sólo volvió a encontrar en Françoise Dolto) y una ausencia total de arrogancia. Juan David Nasio no es hoy ni Lacan ni Goldenberg, sino él mismo, con sus propias técnicas y teorías. Escucharlo supone internarse en un viaje que se adentra por igual en la cultura y en los laberintos de la mente humana. -Su padre, además de médico, era un humanista y un hombre de letras que colaboraba en el suplemento cultural de La Nación. ¿En qué medida influyó en su carrera? -Le cuento una anécdota: en una oportunidad, el periodista Jorge Rouillon me abrió los archivos de su diario. Cuál no sería mi sorpresa al enterarme de que mi padre (porque yo no había leído sus notas; siempre es así: los hijos no leen los libros de los padres) había publicado una serie de notas sobre el tema del dolor moral en la obra de Lugones y otros escritores argentinos. Era exactamente el mismo tema al que yo me había consagrado para escribir “El libro del dolor y del amor”. ¿Usted se imagina? Había pasado años estudiando una problemática extremadamente difícil, como el dolor psíquico, y me creía muy original, ya que en esa época no era frecuente su estudio en el campo del psicoanálisis, y vine a descubrir que el tema al que yo me había abocado con tanto entusiasmo y esfuerzo había sido tratado 40 años antes por mi propio padre. ¡Ahí es cuando uno cree en el inconsciente! -¿Qué significa la Argentina para usted? -Es la savia que corre dentro del árbol y cada vez que vuelvo a mi tierra siento que ésta se renueva. La savia es hablar con los argentinos, escuchar su voz, sentir los olores, percibir los colores, escuchar la música, el abrazo del amigo, todo es sensualidad. Cuando visito la Argentina me nutro de ella, pero también del pensamiento, porque la comunidad psicoanalítica argentina es muy estudiosa y altamente reconocida. Pero desde el punto de vista del país en sí mismo me sorprende constatar cada vez que vengo la vitalidad de mis compatriotas, la fuerza que tienen de volver a renacer cuando todo parecía perdido. De hecho, la dinámica argentina es la de avanzar y madurar a golpes de crisis sucesivas. Este modo de avanzar me recuerda una frase de René Char, que decía: “No hay progresos, sólo nacimientos sucesivos”. En relación con la vieja Europa, no hay que olvidar que la Argentina tiene la suerte de ser un bebe recién nacido. -Su maestro en psiquiatría fue Mauricio Goldenberg. Usted ha escrito que de él aprendió algo así como a “pescar” al paciente. -Goldenberg tenía el arte supremo del diálogo con el paciente. Hoy en día, aunque a mi manera y sin darme cuenta, hago lo mismo que él. Indiscutiblemente, mi práctica lleva su sello. ¿Cuál es ese sello? Es poder escuchar al paciente, mirarlo a los ojos, recibir todo lo que ese paciente vive en su interior, poder sentirlo y, al mismo tiempo, permanecer uno mismo. Para mí, un psicoanalista es aquel que es capaz de sentir la emoción del otro, vivirla en sí mismo y, al mismo tiempo, hacer uso de toda su experiencia. Escuchar es ser capaz de dividirse entre estar con el otro y quedarse en uno mismo. El ejercicio más difícil para un profesional, y pienso que esto ocurre en todas las disciplinas, es el de la disociación. Es un arte delicado, porque a veces uno tiende a acercarse demasiado al otro y otras, al revés, se aleja fríamente. -¿Esto podría resumirse como el arte de no involucrarse? -No lo diría así, puesto que se trata de involucrarse y de no involucrarse. Es una parte personal que le presto al otro, a quien le digo: “Venga, que yo lo acojo. Proyéctese en mí, venga, que vamos a sentir juntos”; pero al mismo tiempo me mantengo afuera y me digo a mí mismo: “Este es un paciente psicótico, un joven esquizofrénico o una persona que sufre como ya he visto a otras sufrir”. Esto es practicar la disociación. Una disociación también válida para un periodista, un filósofo, un ingeniero o un hombre de empresa. En una palabra, para todo aquel que trabaja escuchando al otro. -¿Piensa en el caso del periodista que pierde la distancia con su entrevistado? -El arte de la distancia es ése: es darse y, al mismo tiempo, seguir siendo uno mismo. Esto es lo que define a un gran profesional y Goldenberg lo era como nadie. Cuando llegué a Francia, lo digo con mucho orgullo, y asistí a las entrevistas de Lacan con pacientes psiquiátricos, descubrí que el gran maestro francés no sabía hacer lo que hacía Goldenberg. A pesar de ser tan joven, veía practicar a Lacan y pensaba en Goldenberg. Estuve en las presentaciones de enfermos de Lacan, donde él interrogaba al paciente; yo estaba sentado en la primera fila y tenía a Lacan al lado, igual que cinco o seis años atrás lo había tenido a Goldenberg, y comparaba a esos dos grandes clínicos. Le puedo asegurar, y no es por argentinidad [se le quiebra la voz], que siento una gran emoción cuando recuerdo las enseñanzas del maestro argentino, por la ductilidad y la delicadeza de su trato con el paciente. -Cuando Lacan le propuso intervenir en su seminario, ¿ya había entablado una relación con él? -Al poco tiempo de llegar a París, Lacan me pidió corregir la traducción de sus “Escritos” al español. Ese trabajo me permitió conocerlo de cerca y verlo muy seguido, porque él estaba muy interesado en que esa versión de su obra estuviera correctamente editada. Cenamos juntos varias veces, conocí su casa de campo y trabajamos juntos. Yo llegaba con mis notas y él me preguntaba: “¿Cuáles son los problemas de hoy?”, y yo le contestaba, “Doctor, hoy tengo varias preguntas para hacerle a propósito de diferentes errores”. El me pedía entonces que le mostrara esos errores, los examinaba y luego me explicaba. A modo de anécdota, debo confesarle que de puro pícaro llevaba a veces preguntas que no tenían nada que ver con la traducción, sólo para que él me las contestara. Esos encuentros se convertían a veces en las más lujosas lecciones particulares que recibí del propio Lacan. -Lacan tenía fama de ser un personaje tremendamente difícil. -Sí, era un personaje difícil, pero también extremadamente riguroso. Tan difícil como elegantísimo e impecable en su presentación. Era de un cuidado absoluto. Jamás lo iba a ver despeinado o con la camisa arrugada. Siempre vestido como un dandy excéntrico, cuello Mao y sacos extravagantes para la época. Recuerdo nítidamente su entrada por el pasillo central del anfiteatro de la Facultad de Derecho de la Sorbona, donde había alrededor de 800 personas esperándolo, entre ellas el tout Paris intelectual. Estaban, por ejemplo, Philippe Sollers y Julia Kristeva. Avanzaba cubierto con un largo tapado de piel color gris y blanco (a tono con sus canas) y detrás de él un séquito de dos mujeres. De un lado, su secretaria, la española Gloria, y del otro una señora negra, vestida también de manera muy especial, que era una princesa africana, médica y psicoanalista lacaniana, que había estudiado en Francia. Verlo subir al escenario mientras una le sacaba el tapado y la otra se lo acomodaba, verlo instalarse frente al público y encender un largo habano achicharrado era todo un espectáculo que por momentos me recordaba a Dalí. Esta inigualable puesta en escena perdía importancia en cuanto Lacan comenzaba a exponer su pensamiento y desplegaba su inmensa y excepcional cultura. Y yo estaba ahí, fascinado, en la segunda fila de la platea, frente a este hombre que discurría sobre el estrado y al que no comprendía. Sabía que lo que él decía era importante y trataba de seguirlo. Más lo escuchaba, menos lo entendía, y más quería estudiarlo, más sentía el desafío por comprenderlo. -¿Es cierto que usted aprendió el francés leyendo los textos de Lacan? -Así es. El primer libro que leí en francés fueron sus “Escritos”. Todavía guardo el ejemplar pleno de notas y de palabras en español escritas en los márgenes. Ese fue mi primer libro de lectura en francés. -¿Cómo practica usted el psicoanálisis? -Mi tesis es que un psicoanalista tiene, como cualquiera, su inconsciente cotidiano que funciona en su vida privada y luego tiene un inconsciente que opera como un instrumento; como si el psicoanalista fuera un violinista cuyo instrumento vibra en resonancia con las vibraciones del paciente. Lograr esta resonancia no es un gesto que el analista pueda obtener con todos los pacientes en un día, ni en todas las sesiones. Son más bien momentos de gran intensidad emotiva y que requieren de parte del terapeuta una fuerte concentración. -¿Qué es, entonces, lo que usted llama realmente análisis? ¿Basta con que un paciente esté recostado sobre un diván? -No. Yo puedo escuchar a un paciente recostado sobre un diván y no hacer análisis. El análisis no se define por la disposición espacial de la silla o del diván, ni por la postura física del paciente. El análisis se define en primer lugar por la intensidad de la escucha, por el impacto que tiene la expresión emotiva del paciente y por la manera abierta, disponible, con la que el analista percibe esa emoción. El análisis se define allí, en ese contacto fuerte e intenso. Ahí es cuando yo digo que opera el inconsciente instrumental. Lacan decía, a modo de broma, que un psicoanálisis es lo que se espera de un psicoanalista. Y es verdad, porque si yo me he analizado, me he pasado toda mi vida estudiando psicoanálisis y he escrito y vivido como psicoanalista, evidentemente lo que hago, aunque le hable al paciente sentado en la copa de un árbol y él esté abajo, es psicoanálisis. Porque respeto los principios fundamentales del análisis y pertenezco a la comunidad analítica, toda mi escucha será, necesariamente, psicoanalítica. -En su último libro, “El Edipo”, que acaba de salir en Francia y que será editado acá en mayo por Paidós, usted hace una relectura de la teoría clásica. ¿En qué consiste? -En ese libro encaro el problema del complejo de Edipo desde dos puntos de vista un poco particulares. El primero es pensarlo desde el niño en relación con sus padres; el segundo es considerar que durante el Edipo se asientan las bases de la identidad sexual del hombre y de la mujer. Allí afirmo que el Edipo es, en verdad, una crisis de crecimiento del mismo tipo que las que atraviesa un niño al aprender a caminar, a hablar o cuando comienza a ir al jardín y se abre al mundo social. La evolución de un niño es una sucesión de crisis de crecimiento. En cada una de ellas el niño pierde algo viejo, gana algo nuevo y afirma lo ya adquirido. En este sentido, el Edipo es también una crisis que estalla entre los 3 y 6 años, y que consiste en la inesperada aparición de un estado de excitación erótica, perfectamente sana, que se manifiesta, ante todo, en la relación con el padre, la madre, el hermano mayor o con cualquiera de los adultos que componen su entorno más inmediato. En los varoncitos esa excitación se puede observar, por ejemplo, cuando los padres están cenando con amigos y de pronto el chico se levanta de la cama y aparece desnudo, mostrando el sexo. Es un claro ejemplo de exhibicionismo infantil. En otros casos, puede aparecer el voyeurismo de espiar a la madre desnuda cuando sale del baño. En el varón, su erotismo se manifiesta tocando, espiando, exhibiéndose o sintiendo los olores del cuerpo de la madre. Con la niñita pasa lo mismo, le va a encantar sentarse en el pie del padre para que él le haga el “caballito”. En suma, todos los niños entre 3 y 6 años, cualquiera que sea la cultura y en grado variable según los casos, atraviesan este estado normal de excitación erótica, que se apagará progresivamente alrededor de los 7 años, en el momento en que surgirán la vergüenza, el pudor, el respeto por las reglas sociales y la culpabilidad. -¿El Edipo no es, acaso, lo que se conoce como la relación de la hija con el padre y del hijo con la madre? -Claro, pero si yo le hubiese dicho que el Edipo consiste en que el nene quiere a la mamá y odia al papá y que la nena quiere al papá y odia a la mamá no habría explicitado lo esencial del Edipo. Y es que el Edipo es una llamarada de erotismo que invade al niño a determinada edad, llamarada que va a alcanzar a los adultos que lo rodean. Ahora bien: es allí cuando se producirá un fenómeno que tendrá consecuencias decisivas en la vida adulta. Ocurre que el niño va a ser excitado por los padres y, al mismo tiempo, reprimido por ellos. Es el caso, por ejemplo, de aquella madre lista para salir de noche que decide despedirse de su hijo ya acostado en su cama. La madre va hasta su cuarto y con toda inocencia se inclina para arroparlo. Sorprendida, escucha al niño de tres años, que le dice: “Mamá, qué lindos pechos tenés”. La reacción de la madre puede ser de sorpresa y de enojo. Ella, que viene con toda la ternura del mundo, sin querer lo excita y, al mismo tiempo, se enoja con él. Ahí es donde aparece la problemática de cómo se resuelve el Edipo. Es decir, qué actitud tomar frente a los niños que viven esta llamarada erótica. -¿Qué consecuencias puede tener en el chico un mal manejo de los padres durante el Edipo? -Si la madre se enoja mucho por la reacción del niño, provocada por un gesto suyo realizado de manera inocente, esto lo puede llevar a la neurosis. Todo el arte de los padres para tratar el Edipo consiste en reaccionar ante esa llamarada erótica con mucha naturalidad y no de manera severa. Según sea la actitud de los padres durante este período se generarán situaciones que van a cristalizarse y crear más tarde relaciones enfermas entre el chico, convertido en un adulto, y su mundo afectivo. -Cambiando de tema. ¿Cuál es su interpretación del estallido social ocurrido en los suburbios franceses? -Hay muchas interpretaciones pero todos coinciden en un punto, y es que no sabemos lo que realmente pasó. Todas ellas son válidas, pero ninguna vale por sí misma. La mía está más bien relacionada con el clínico que soy. Muestra sólo un aspecto parcial y sólo echa una pequeña luz al fenómeno. Yo identifico a estos jóvenes inmigrantes con el hijo adoptado que trato por problemas de conducta. Hay diferentes tipos de hijos adoptados, algunos crecen y se educan bien, pero otros presentan graves trastornos de comportamiento, como fugas, robos y violencia, que a veces se dirigen en contra de los propios padres adoptivos. -¿Hijos adoptivos que les pegan a los padres? -Lo primero que hay que recordar es que esos hijos adoptivos son hijos abandonados, no hay hijo adoptivo sin abandono. Por eso pienso que los jóvenes de esta segunda generación de inmigrantes se sienten abandonados por los padres y por el lugar de origen de sus padres. Es como si estos disturbios fueran un grito contra la madre que viene a darles cosas que ellos rechazan violentamente. “Odio que me des. Cuanto más me das, más te odio, más me doy cuenta de lo abandonado que yo he sido. No quiero integrarme, quiero vivir mi propia cultura, mis propios orígenes.” Los inmigrantes no quieren ser inmigrantes: quieren ser reconocidos y respetados en su propia cultura. Le recuerdo que la violencia estuvo dirigida a destrozar todo lo que representa el Estado francés: comisarías, escuelas, etcétera. Esa es mi interpretación, y va en dirección opuesta a todo lo que hace el gobierno francés, que es aumentar la ayuda. La conclusión que se puede inferir de mi interpretación es que a la inmigración no se la puede tratar con esa palabra: inmigración.

Sylvina Walger

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 18 de febrero de 2006.

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