Lo peor ya pasó

El consenso y la normalidad institucional son los valores que reclama la sociedad tras el descrédito de los partidos, el despilfarro de oportunidades y la combinación de populismo y arbitrariedad del kirchnerismo.

Por Joaquín Morales Solá (Buenos Aires)

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Una década perdida nunca está perdida del todo. Los primeros diez años del nuevo siglo fueron para la Argentina, en efecto, un despilfarro de oportunidades políticas y económicas. ¿Qué se ha ganado, entonces? ¿Qué valor tienen esas pérdidas? Tal vez sólo decanta una lección precisa sobre lo que una nación no debería hacer nunca, que no es poco. Gobernados en su inmensa mayoría por la regencia del kirchnerismo, los primeros diez años del siglo XXI han significado también un largo viaje entre la turbación y el populismo, entre el susto y la arbitrariedad.

Si bien se miran las actuales mediciones de opinión pública, una conclusión parece inevitable: lo peor ya pasó. Desde los líderes políticos que la sociedad halaga hasta los valores que rescata, una notable mayoría de argentinos aspira a regresar a la normalidad y se inclina por confiar más en los consensos institucionales que en la inspiración de un líder.

Sin embargo, el sistema político registró novedades que le serán difíciles de comprender y de resolver. La Argentina no es ajena a un fenómeno que sucede en muchos países del mundo occidental y que alude al descrédito de los partidos políticos como instituciones que vinculan a la sociedad con el Estado. El agravante, en el caso argentino, es que la destrucción del sistema de partidos sucedió antes de que en el mundo ocurriera el desprestigio de las organizaciones partidarias.

La encuestología ha tratado de resolver ese conflicto, aunque su oferta es muy limitada. Las mediciones de opinión pública expresan por lo general, y aun cuando son fiables, sólo el estado pasajero, cambiante y a veces arbitrario del humor social. La democracia directa es una contradicción en sí misma con los principios de una República, porque ésta se gobierna a través de los representantes del pueblo. Es la teoría y el mandato que la práctica pone en duda.

Luego está el ruido de la calle como metáfora, más que cualquier otra cosa, de la democracia directa. ¿En qué medida una manifestación o un acto, por más multitudinarios que sean, expresan la verdadera opinión social de un país? ¿En qué medida esas expresiones callejeras no son sólo síntomas indicativos de ciertas corrientes, pero no una expresión cabal de las ideas predominantes? Con todo, resultaría un remedio peor que la enfermedad si el lento y arduo sistema de partidos fuera reemplazado por una mezcla de encuestas fugaces y de algaradas errantes.

De todos modos, la crisis está en los partidos argentinos y no hay manera de disimularla con el simple desdén social. ¿Qué hará el peronismo en los próximos años, sometido como está a una crisis tan profunda como la que sufrió el radicalismo después del colapso de 2001?

El partido que más tiempo estuvo en el poder desde 1945 enfrenta ahora la segunda década del nuevo siglo con grietas políticas e ideológicas muy profundas; su problema más serio es, no obstante, la carencia de un liderazgo en condiciones de unificar sus partes sueltas y de renovar una expectativa de triunfo. La dimensión de la crisis peronista es perceptible si se observa un solo dato: está dividido en seis bloques en la Cámara de Diputados.

El otro gran partido histórico de la Argentina, el radicalismo, sólo parece que ha empezado a superar su crisis porque encontró, después de una década, un dirigente con aceptación popular como lo es el vicepresidente Julio Cobos. Pero esa apariencia esconde el anquilosamiento de la estructura partidaria y, sobre todo, su lejanía con amplios sectores sociales. La proliferación de Organizaciones No Gubernamentales es hoy, para muchos argentinos, una novedad más atractiva que volver a la militancia partidaria. El éxito de las férreas estructuras sobre la necesariamente caótica militancia es el principal eyector de ciudadanos de los partidos políticos.

Lo nuevo tampoco augura un destino mejor para los partidos. Desde que la Argentina existe como nación (y salvo en períodos muy breves de su historia), el peso de las decisiones cayó siempre sobre líderes personalistas. En los comienzos de la segunda década del nuevo siglo, esa tendencia no ha cambiado. Las novedades de la izquierda (Pino Solanas), de la derecha (Mauricio Macri) y del centro (Elisa Carrió) se están construyendo también sobre aplastantes liderazgos personales que ponen muy poco énfasis en la organización de partidos. Para ser claros: una cosa es el liderazgo confiable de una conducción y otra son los liderazgos de las personas.

Una lección clave de los últimos años para la sociedad argentina fue, sin duda, haber tomado nota de que la bonanza internacional no es suficiente para el bienestar económico. La Argentina resurgió notablemente de la crisis de principios de siglo ayudada por inmejorables condiciones económicas internacionales que permitieron, por ejemplo, el período de mayor crecimiento de toda América latina en los últimos 50 años. Con todo, las primeras ráfagas de la crisis financiera internacional de 2008 y 2009 derrumbaron otra vez a la economía argentina, que fue la que más cayó entre los países sudamericanos.

Fue el resultado catastrófico, en cierta forma, del reino de la encuestología. No se hizo lo que toda sociedad puede rechazar en un primer momento, aunque se tratara de decisiones que terminarían construyendo mejores niveles de vida para los propios argentinos. Es también una consecuencia de la ausencia de políticas elaboradas mediante la negociación, el disenso y el acuerdo de los partidos políticos. Pero, ¿cómo pedir el protagonismo de lo que no existe?

Es cierto que la Argentina vivió en la década que termina una crisis de dimensiones inéditas para cualquier argentino vivo. Una sociedad descreída y en ebullición, dispuesta a culpar al mundo de los descarríos de sus gobernantes, sobrevino entonces. Vastos sectores sociales perdieron también cualquier noción de referencias sensatas, y una parte importante de los argentinos creyó en el triunfo de las transgresiones y las extravagancias.

Otros países de América latina vieron también caer a sus partidos políticos históricos, envueltos en la sensación colectiva de ineptitud y corrupción. El precio que pagó el sistema político en esas naciones fue mucho más grande que en la Argentina. Un régimen populista y militar se apoderó del Estado en Venezuela. Una idea casi mesiánica del indigenismo se adueñó del poder en Bolivia, donde el indigenismo pagó con la misma moneda de exclusión del otro lo que recibió durante mucho tiempo. Una vocación por la hegemonía, la reforma constitucional y la permanencia casi monárquica de los líderes se impuso en esos países, incluidos también Ecuador y Nicaragua.

La Argentina ha hecho muchos destrozos políticos, económicos e institucionales en los últimos años, pero no llegó tan lejos ni sus exotismos fueron tan profundos como en esos otros países. Es un buen principio poder contar al menos con algunas columnas básicas. Pero no son suficientes.

El futuro no será el pasado. Ninguna sociedad pasa indiferente por todo lo que atravesó la sociedad argentina, metida, además, en un mundo de espectaculares cambios en el ámbito de las comunicaciones y la tecnología. El desafío es universal, pero los argentinos deberán resolver el suyo con sus propias formas: ¿cómo tejer un nuevo vínculo entre la política y la sociedad? ¿Cómo rescatar las notables innovaciones del progreso sin perder la esencia de un sistema político? ¿Cómo, en última instancia, reconciliar a gobernantes y gobernados y suturar la sima que ahora los separa dramáticamente?

Fuente: Por Joaquín Morales Solá en suplemento Enfoques del diario La Nación, Buenos Aires, 27 de diciembre de 2009.

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