Llueve sobre Nagasaki

por Tomás Eloy Martínez

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HIGHLAND PARK, N.J..- El espanto ante la bomba atómica está asociado, sobre todo, al nombre de Hiroshima. La otra ciudad sacrificada, Nagasaki, es casi una nota al pie de página de la tragedia. Visité los dos sitios en junio y julio de 1965, veinte años después de que fueran destruidas. Aunque en una y otra las huellas de la muerte eran iguales, los recuerdos de Nagasaki se me han vuelto más crueles con los años, sin que aun ahora pueda entender por qué. Antes de viajar a Japón leí decenas de libros sobre Hiroshima, pero sabía muy poco sobre Nagasaki. Como todo aficionado a la ópera, tenía intención de visitar allí la mansión de Glover, en la que se había inspirado Puccini para componer Madame Butterfly, y echar una mirada a la iglesia de Oura, construida en 1864 para honrar la memoria de los veintiséis portugueses crucificados por predicar el cristianismo. La Encyclopedia Britannica me informó que en esa ciudad perduraba desde hacía más de tres siglos uno de los raros asentamientos católicos de Japón. Ciertas ideas abstractas como la fe, la redención y la gracia siempre han sido difíciles de explicar en la lengua del país, cuya estructura es tan concreta que casi no hay adjetivos sin sustantivos. El tren que me llevaba desde el Norte me dejó en una ciudad casi invisible bajo los demenciales aguaceros de julio. El taxista, al que le entregué un papel con el nombre del hotel, me condujo a través de callejuelas empinadas que aparecían y se borraban con los pases de magia de la tormenta. Media hora más tarde salió el sol, y desde lo alto de una colina pude ver el esplendor de la bahía, con los astilleros Mitsubishi a lo lejos y un anfiteatro con techos de tejas y jardines de crisantemos. En la orilla opuesta del agua se alzaban los montes Iwaya e Inasa, con una torre de televisión envuelta en nubes. El contrapunto entre la belleza natural de la ciudad y el recuerdo de la explosión solar que la había devastado en 1945 creó en mí una angustia de la que no pude salir. Pasé el resto del día en el cuarto del hotel, leyendo los libros sobre Nagasaki que había comprado en Tokio y, sobre todo, observando las fotografías de veinte años antes, en las que abundaban las iglesias vacías con los relojes detenidos a las once y dos minutos. Casi todo lo que sucedió en Nagasaki fue consecuencia de una suma de errores: de la naturaleza, de los hombres que conducían la guerra y del tiempo, que parecía moverse en la dirección equivocada. Desde el lanzamiento de la bomba en Hiroshima, al menos tres ministros japoneses favorecían la rendición. Leslie R. Groves, el general con aspecto de boxeador que estaba a cargo del proyecto, había previsto que la segunda bomba se lanzaría, en caso necesario, no antes del 20 de agosto, pero las vacilaciones de Tokio después de la apocalíptica demostración de Hiroshima lo indujeron a adelantar el plazo. El blanco elegido era Kokura, un puerto situado en el extremo sur del país donde se almacenaban municiones y tanques. Nagasaki era sólo una opción improbable. A las 3.49 de la madrugada del 9 de agosto de 1945, el bombardero B-29 llamado Bock´s Car despegó de la base de Tinian, una isla ínfima del archipiélago de las Marianas. El piloto era el mayor Charles Sweeney y el operador de radar se llamaba Jacob Beser. Era el único miembro de la tripulación que había estado en el vuelo mortal sobre Hiroshima. A bordo llevaban a Fat Man, el Gordo, un proyectil de plutonio de un metro y medio de ancho por tres metros 25 centímetros de largo y cuatro toneladas y media de peso. La orden era alcanzar el blanco visualmente. Toda la travesía estuvo empañada por nubes de borrasca. Al llegar a Kokura, el tiempo empeoró. El B-29 perdió más de cuarenta y cinco minutos esperando que despejara. Apenas le quedaba combustible para el regreso. Ya estaba dando la vuelta cuando Sweeney recibió la orden de volar hacia Nagasaki. El cielo también estaba cerrado allí y no les quedaba tiempo sino para pasar una vez. A cinco kilómetros de la ciudad entrevieron un claro. Avanzaron un poco más y apareció la bahía: límpida, surcada por unos pocos barcos. El inmenso peso de Fat Man fue descargado a ojo y no dio exactamente en el blanco. Se desvió hacia el Este y cayó sobre el estrecho valle de Urakami, donde vivían los veinticinco mil católicos de la ciudad. Jacob Beser le contó a un corresponsal de The Washington Post, cuarenta años más tarde, que un fogonazo de magnesio iluminó el avión y que, casi enseguida, vio la nube en forma de hongo que bullía por dentro y cambiaba de colores. Debajo, treinta y cinco mil personas habían muerto calcinadas por un sol de medio millón de grados y otras cuarenta mil estaban condenadas a una agonía lenta y sin remedio. Conocí a varios sobrevivientes en el hospital para enfermos atómicos, situado cerca de la Estatua de la Paz, en el epicentro de la bomba. Conversé allí con la señora Sumi Yamamoto, que languidecía de un cáncer de hígado y que había perdido al esposo y a cuatro de los seis hijos en las dos horas que siguieron al estallido. Una de las hijas, Makiko, había trabajado desde la adolescencia como basurera. Según la señora Yamamoto, “era de una belleza sobrenatural”. Por eso mismo, recibió dos propuestas de matrimonio, pero ambas fracasaron cuando se supo que había estado expuesta a la radiación. En 1960, Makiko contrajo cáncer de tiroides. El día en que lo supo se arrojó desde un barco pesquero a las aguas de la bahía. No sabía nadar. Conocí al contador Kenshi Hirata, que estaba con su esposa en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, cuando estalló la bomba. Pudo rescatar el cuerpo de su mujer, hecho pedazos, del mercado al que había ido esa mañana para comprar regalos. Regresó a Nagasaki con los despojos tres días más tarde, sólo para descubrir que ya no tenía casa, ni familia, ni sitio donde enterrarla. En el hospital vi también al diseñador de barcos Tsutomu Yamaguchi, que el 6 de agosto, en la estación de Yokogawa, había tomado, en el centro de Hiroshima, el tren de las ocho en punto con destino a Miyajima. Antes de la primera parada, el blanco resplandor de la bomba envolvió el tren. Durante un tiempo interminable Tsutomu estuvo desangrándose, herido por los vidrios de las ventanas. Dos días más tarde lo recogió un ómnibus, por compasión, y lo llevó a la bahía donde había nacido para que lo curara su familia. Vio el perfil del mar desde lejos, el 9, a las once y media de la mañana, cuando aún caían carbones encendidos del cielo. Me fui de Nagasaki una tarde de julio de 1965 bajo una borrasca aún más inclemente que la de mi llegada. El aeropuerto estaba cerrado y el pronóstico anunciaba tres días seguidos de mal tiempo. El empleado de la compañía aérea me sugirió ir en taxi a la estación de ferrocarril y tomar un tren a Fukuoka, desde donde salían otros vuelos a Tokio. El calor era denso, líquido. Las calles y la estación estaban casi vacías. En un puesto de revistas compré un libro sobre Nagasaki que tengo ahora delante de mí. Allí están algunas de las fotos del Museo de la Paz, con los Cristos de piedra degollados y las madonas partidas en dos, los arcángeles en ruinas y los San Francisco sin brazos y sin piernas. Entre las imágenes hay una leyenda, en japonés: “Fue una matanza entre cristianos. Tomado del Asahi Simbun, agosto 9, 1955”. Y al lado, el retrato de una mujer con los tejidos carbonizados y un crucifijo colgando del cuello macilento: “Soy tan fea que ya ni el Señor Dios vendrá a buscarme”. Esa tarde también llovía en Fukuoka. La lluvia continuó durante todo el vuelo a Tokio y ni siquiera cesó cuando abandoné Japón, a la medianoche.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 6 de agosto de 2005.

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