Límites y vicios del aparato peronista

Por .- «En política triunfa quien pone la vela donde sopla el viento, no quien pretende que sople donde pone la vela.» El peronismo ha incorporado con naturalidad a lo largo de su historia esta máxima de Antonio Machado y se apresta hoy a una nueva transformación que lo mantenga en el poder. Sus candidatos más importantes huelen nuevos aires y comienzan a tesar la botavara. Aspirantes peronistas a la Presidencia asumen discursos más conciliadores con el capital prometiendo mayor estabilidad y seguridad jurídica. Intuyen el agotamiento de un discurso y esperan cosechar voluntades y votos migrando, hasta donde digan las encuestas, hacia otro polo. El cambio que se insinúa, sin embargo, no pertenece exclusivamente a la esfera económica. Otro cambio, tal vez más profundo, se da a la par y con independencia de los rumbos económicos.

La simbología peronista comienza a atrasar. A los votantes menores de 50 años difícilmente la foto de Perón o la marcha les provoquen esos fuertes sentimientos de identidad y pertenencia peronista que marcaron a parte de una generación hoy ya más avanzada en edad. Conscientes de eso, los candidatos peronistas desarrollan una nueva estética para sus campañas. Si bien es cierto que el kirchnerismo recurrió a lo popular para cautivar con especial éxito a los jóvenes, lo hizo ya con una simbología aggiornada que incorpora los papelitos de colores, «Avanti morocha» y la figura de Néstor como el Eternauta.

El cambio es más llamativo en las figuras peronistas no oficialistas, que intentan ante todo presentarse como jóvenes y modernos gestores. Contratan creativos que desarrollan conceptos publicitarios algo alejados del viejo folklore peronista. En la campaña de Sergio Massa, por ejemplo, los símbolos peronistas brillaron por su ausencia. El traje oscuro y la camisa clara sin corbata parecen ser el uniforme dictado por los asesores de imagen, preocupados más porque los candidatos luzcan jóvenes que populares. Atrás quedo la histórica identificación con los descamisados.

Con el cambio de imagen, los candidatos peronistas no sólo acusan recibo del paso del tiempo, sino que también intentan separarse de un perfil que podría imponerles costos electorales. La nueva camada de intendentes y gobernadores peronistas, elegidos por primera vez entre 2007 y 2011, busca tomar distancia de los intendentes cuasi vitalicios del conurbano que van por la cuarta o quinta reelección y de los gobernadores feudales, identificados con el manejo del aparato clientelar. Si reconocen en estos gobernadores e intendentes capacidad para acumular poder, también ven en ellos una fuente de crecientes problemas.

El peronismo cultivó históricamente el trabajo social en los barrios. Sus referentes constituyen una red de contención social que, aun cuando presta sus servicios de manera discrecional e interesada, todavía soluciona algunos problemas a sus vecinos. A lo largo del tiempo, sus militantes multiplicaron en cada barrio obrero clubes sociales y deportivos, salas médicas, centros de apoyo escolar y de consultoría legal, entre otros muchos servicios. Los punteros siempre realizaron manejos clientelares, pero definieron su trabajo como fundamentalmente social. En las últimas décadas, esta dimensión social se viene evaporando bajo el peso del interés pecuniario y del entremezclamiento del aparato con actividades ilegales.

En la política barrial hoy todo tiene precio; desde la asistencia a una marcha hasta la clásica pintada. Son pocos los punteros que trabajan por convicción, y hay un tarifario bien conocido por los candidatos. Los fiscales les cuestan entre 300 y 500 pesos por elección. Un político de fuste me decía que la inversión en trabajo social ya no le rinde como antes, «porque ahora el día de la elección te aparece uno repartiendo 150 pesos por voto y te quedás sin nada». Un letrista famoso por sus grafitis en un municipio de la zona oeste cotiza la pintada de una serie de paredones en 5000 dólares. No sólo garantiza la buena letra de sus grafitis, sino también que nadie se anime a pintar encima. Un puntero me decía: «Antes cantábamos «combatiendo al capital», ahora sólo hacemos política por capital».

La afianzada maquinaria empieza a mostrar sus límites. Los jefes políticos saben que muy rápido pueden ver a sus punteros trabajando para sus opositores. Peor aún, saben que estas redes se superponen con las redes de actividades ilegales como el narcotráfico y la trata, de las que no resulta fácil despegarse. En los recientes saqueos en Córdoba salieron a luz redes que defienden sus intereses oscuros sin ningún escrúpulo y que pueden dejar atrapado al poder político. Estos grupos de poder, que crecieron bajo la omisión o la mirada cómplice de la política, no aceptan fácilmente que se les recorten ganancias por cuestiones electorales. Su poder se ha cobrado en este diciembre algunas posibles candidaturas presidenciales.

La nueva generación de intendentes y gobernadores, al interpretar la condena social que el aparato puede significar, se va despegando de él en cuanto puede. El problema que enfrentan es que la gobernabilidad de los distritos que ellos y sus aliados gobiernan depende también, en parte, de mantener aceitada y en paz a esa maquinaria de la que buscan distanciarse frente a la opinión pública. Gobernabilidad que a su vez, paradójicamente, les granjea votos aun dentro de los sectores que critican al aparato clientelar. Por su control del territorio, el peronismo es hoy fundamentalmente un sello de gobernabilidad. Los jóvenes candidatos peronistas enfrentan entonces un dilema de difícil solución: ¿cómo deshacerse de los vicios del aparato sin perder el poder que representa?

No está claro que los políticos peronistas que aparecen hoy con mayor proyección vayan a dar el paso a un nuevo peronismo o a un posperonismo que, apoyándose una vez más en la incorporación de los pobres, prescinda del viciado aparato. Sí está más claro que hay costos por no hacerlo. Apoyarse cada vez más en la máquina clientelar que se superpone con las redes de ilegalidad en los lugares de pobreza supone exponerse a perder el apoyo no sólo de las clases medias, sino también de las clases bajas. Los saqueos, el narcotráfico y la trata perjudican a los pobres. El clientelismo supone la extorsión del pobre; pagarle el precio mínimo posible para que asista a marchas y vote a favor.

El peronismo, que accedió al poder mediante la incorporación de los pobres a la vida política, enfrenta hoy el desafío de no transformarse en parte de los problemas de los pobres. Descifrar a las mayorías, que le son tan ajenas a la oposición, y tratar con ellas ha sido su capital político. Sin esa brújula está perdido, será un partido de cotillón, mientras a los pobres se los lleva puestos la realidad.

Los políticos como grandes jefes de aparatos clientelares corruptos son un anacronismo peligroso. Un anacronismo que puede enterrar no sólo alguna que otra candidatura, sino también al país entero. La esperanza de un cambio reside en la intolerancia de la sociedad a una política que explota al pobre y se mezcla con los negocios más turbios. Algunos candidatos sugieren cambios a través de los gestos; resta saber si estos gestos irán acompañados de contenidos o serán sólo papelitos de colores. Resta saber si alguien, cambiando las formas, será capaz de hacerse cargo en serio de los acuciantes problemas del país y, sobre todo, de cómo afectan a los más pobres.

Fuente: diario La Nación, 7 de enero de 2014.

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