Las madres solas de la isla Maciel

Esta es la primera entrega de la aguda y apasionante entrevista con el país que realizó el escritor Tomás Eloy Martínez.

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Nada es tan difícil como abarcar un país con palabras. Hay demasiadas cifras, demasiadas historias, demasiadas preguntas condenadas a no tener respuesta. Hacía diez meses que yo no regresaba a la Argentina y, aunque siempre tengo la impresión de que nada es ya como era, esta vez no fue así. Las estadísticas indican que ha crecido la producción, que hay menos desempleo y menos pobreza y que las condiciones de vida han dado un salto hacia adelante. Los datos han cambiado, pero la realidad seguía –me pareció– estancada en su misma incertidumbre. Pocas veces entrevisté a tanta gente en tan poco tiempo: cincuenta y tres personas en menos de dos semanas. Ninguna de ellas era –así lo busqué– funcionario público ni aspirante a cargo alguno. En las vísperas electorales de octubre temí que las pasiones políticas trastornaran las miradas. Elegí a argentinos que se parecieran a muchos otros, tanto en las casonas de Barrio Parque como en los callejones de la isla Maciel, en el barrio de Belgrano, en Río Gallegos o en la Banda del Río Salí, de Tucumán. Ciertas desgracias no se han movido de lugar. En las capas más sumergidas de la comunidad, dos generaciones parecen perdidas en la desesperanza y no hay señales de que se pueda salvar a la tercera, que ahora tiene entre dos y diez años. El peronismo, que en las últimas seis décadas era una de las marcas de la identidad nacional, ahora representa tantas cosas que pocos saben si representa alguna. “Está tan dividido, tan mezclado, que yo, peronista de toda la vida, ya ni siquiera sé qué soy”, me dijo un mediodía Loires de Corizzo frente al Wal-Mart de la avenida Constituyentes. Desde las ventanas del monobloque donde vive se divisaba, cuando llegó con su marido, el trajín de la fábrica Grafa, cuyos tres silbatos diarios ensordecían a la gente. Le debe la vivienda a Perón y no lo olvida. La mañana de sol en que empecé a investigar estas historias crucé el cenagoso Riachuelo en uno de los botes que, por cincuenta centavos –ya son sesenta–, van desde las ruinas del puente transbordador, en La Boca, hasta la calle principal de la isla Maciel. Junto a mí viajaban tres chicas adolescentes con sus hijos en brazos. Al regresar compartí el bote con otras cinco, también madres. Calculé que no tendrían más de quince o dieciséis años, y cuando traté de entablar conversación, ninguna respondió. En una de mis travesías por las provincias, a fines de esa semana, coincidí en el avión con uno de los más conocidos obispos argentinos, al que le pedí permiso para usar su nombre. Le conté lo que había vistoy le pregunté si las censuras de la Iglesia Católica sobre el sexo y el control de la natalidad no estaban quedando a contramano de los tiempos. “Hay temas en los que no se puede ceder -me dijo-. El aborto, por ejemplo. Allí hay una cuestión de doctrina, pero en lo demás no sabés cuántas veces miramos para otro lado.” En las dos semanas agitadas de mi viaje conocí a empresarios con fe ciega en el futuro del país. La mayoría había prosperado sin favores oficiales, gracias a sucesivos vientos de la suerte. Encontré a inmigrantes para quienes -aún ahora- no hay lugar en el mundo como la Argentina y, sin embargo, se niegan a nacionalizarse. “¿Para qué?”, me dijo un albañil chileno en Río Gallegos. “Le doy mi vida a este país, pero le pertenezco a otro.”

Conversé en Villa Crespo con estudiantes que no cambiarían la Argentina por nada, a pesar de lo que dicen: “Hemos tenido los peores gobiernos de la Tierra y, cuando hemos podido votar, siempre ha sido por el mal menor”. “¿Dónde, en qué lugar del mundo -me dijeron- tenés para elegir entre cincuenta espectáculos de teatro y cinco buenas películas? ¿En qué lugar podrías ir a los mejores conciertos de rock?” Hay mucho, es verdad, pero no es para todos. Nunca terminará. Es infinita esta riqueza abandonada, escribió el poeta Edgar Bayley. No hay quien entienda por qué en un país con tanta capacidad para crear e imaginar, las oportunidades se pierden una tras otra. ¿Cómo podríamos volver a ser lo que fuimos hace cien años? La miseria es lo que más pesa: en la Argentina que Juan Bautista Alberdi imaginó poblada por cien millones de hombres felices hay ahora cinco millones y medio de desdichados que no saben de qué vivirán mañana ni cómo. La desesperanza pesa: la diaria derrota de la condición humana, la humillación de que, cuando se busca trabajo, sólo se encuentran limosnas.


El Hoyo – La casa de Andrea Roxana Romero en la isla Maciel se parece a su vida: está llena de goteras. La familia entera tiene que refugiarse en el rincón donde se amontonan las camas. Y, aun así, a veces la lluvia cae donde quiere. Andrea fue adoptada por un ex cargador del puerto que la golpeaba con crueldad, robaba el dinero de su madre y estaba siempre borracho. Ahora, ese padre se ha regenerado: vio la luz de Dios y se convirtió en pastor evangélico. El chico que me guía por el laberinto de casillas que llaman El Hoyo me cuenta que más allá, cerca de las viejas curtiembres, hay otro sitio peor: El Fondo. Por las zanjas discurre un agua marrón, escapada de las cloacas que nunca hubo. Su nombre es “Petardo”, me dice. “¿«Petardo» y qué más?”, pregunto. “¿Para qué más?”, responde. Parece que tuviera ocho años, pero ya ha pasado los trece. La mirada es turbia, como la de alguien que está en ninguna parte. “Hasta hace poco me drogaba”, cuenta. “Crack, pasta base, cualquiera. Se me quemaba la cabeza y dejé. A mí la droga no me puede, man.” Horas después, en la misma isla, Teresa Gómez narrará una historia inversa: la de un hijo de veinte años que se creía invencible y al que el paco, la resaca de la cocaína, condujo al crimen y al desastre. “A mí no me va a pasar eso”, insiste “Petardo”. “Yo estoy de vuelta.”


Cuando llamo a la puerta de Andrea, la encuentro consolando a una vecina aún más desesperada que ella: Lorena Ordóñez. Parece inverosímil que en el infierno de la miseria haya siempre un círculo más abajo, pero así es: el desamparo no conoce fin. Andrea tiene 29 años y tres hijos. La mayor, de ojos verdes y cándidos, está entrando en la adolescencia. “Ya no quiero más”, dice. “Ahora me cuido. Fui al hospital Argerich y gracias a Dios me pusieron un DIU. Dolió, sangré, pero voy a dormir tranquila diez años.” Recibe doscientos pesos del Plan Barrios que distribuye el gobierno de la provincia y, como no le bastan, los completa con unos talleres de ayuda a los jóvenes. Lorena, en cambio, siente que se le acaba el mundo. Le han subido el alquiler de 150 pesos a 200, y para ella es una tragedia. “¿Cómo voy a pagarlos, si es más de lo que gano?” Con cuatro hijos -dos, enfermos de cuidado- apenas le queda tiempo para hacer unas rosquitas que vende los fines de semana. Está pensando en llevar maderas y chapas e improvisar un refugio en un terreno fiscal que está allí cerca, a tres cuadras, pero Andrea la disuade: son tierras en litigio, le dice, y cualquier mañana van a llegar las aves negras a desalojarte. Les pregunto si, en vez de resignarse a la caridad de las ayudas oficiales -Lorena recibe 150 pesos del Plan Jefas y Jefes de Hogares Desocupados- no han pensado en buscar trabajo en un comercio o en una casa de familia. Esa misma mañana, les digo, en un café del centro, oí a dos personas de clase media quejarse de que los planes eran la simiente de un país de vagos. “El que no trabaja es porque no quiere”, dijo uno de ellos, y lo repito ante Andrea y Lorena, a sabiendas de que tendrían que dejar solos a sus hijos en un lugar hostil, donde las iniciaciones sexuales -todas demasiado tempranas- suceden invariablemente por violaciones, tanto en los varones como en las niñas. “¡Uh, si esos supieran lo que hemos buscado!”, dice Lorena. “¿Quién no querría un trabajo? Una vez me presenté para cajera en el Coto, pero cuando puse que vivía en la isla, me miraron como si fuera de otro mundo.” “A la isla no hay que nombrarla nunca”, advierte Andrea. “Cuando a una le preguntan dónde vive, hay que decir Dock Sud”. “Ya lo hice dos veces -replica Lorena-, pero no bien miran la calle, descubren que soy de la isla.”


Además, en los escalones más hondos de la pobreza, el dinero de los planes es tanto un alivio como una promesa de esclavitud. Quienes los distribuyen -punteros, caudillos sindicales, empleados del municipio- exigen a cambio entre seis y doce horas de servicio; a veces para la comunidad; a veces, no. En la isla, la gente hace de todo: barre calles, plazas y también limpia edificios de departamentos. A Lorena, por ejemplo, le tocan tres pisos de una torre: “Aquella grande que se ve allá, desde el sexto piso para abajo”. Y aun así, desbordan gratitud. El puntero les da remedios o azúcar cuando acuden a él en estado de necesidad extrema. La telaraña de una mafia de favores ha empezado a tejerse, y destejerla parece ahora una empresa tan difícil como recuperar la Argentina que fue: aquella con más teléfonos que Francia y más automóviles que Japón. He interrumpido a Andrea más de una hora. “Vamos ya”, dice “Petardo”, tirándome de la manga. La mañana es un esplendor y hasta la propia Lorena se deja estar al sol con felicidad. El sol es una bendición para quienes no conocen otra cosa. “A pesar de todo, la Argentina es todavía un país maravilloso”, digo al despedirme. “Si usted lo cree…”, contesta Andrea. Y en ese instante dejo de creerlo.

Tomás Eloy Martínez

Fuente: diario La Nación, 30 de octubre de 2005.

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