La vergüenza de nuestras cárceles

Se trata del editorial del diario La Nación de Buenos Aires del 19 de octubre de 2005.

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La decisión del gobernador bonaerense, Felipe Solá, de disponer la intervención del penal de Magdalena, donde el domingo último murieron 32 presos como consecuencia de un incendio que siguió a un motín, tal vez resulte una medida con sentido común a los fines de evitar sospechas en la investigación de la tragedia, pero es a la vez absolutamente insuficiente. Desde hace mucho tiempo, se requiere generar reformas de fondo en nuestro sistema carcelario que la realidad demuestra que están muy lejos de ser encaradas. Una vez más hay que recordar que el artículo 18 de nuestra Constitución nacional establece que «las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas». Pero lo cierto es que la mayor parte de nuestras prisiones son lugares inhabitables, en que los internos suelen ser hacinados y mezclados de manera irresponsable. Así, es común que convivan delincuentes primarios con peligrosos profesionales del crimen y condenados a largas penas con procesados sin sentencia. El consumo de drogas es algo frecuente, al igual que la utilización de armas blancas, generalmente ante la vista gorda de las autoridades penitenciarias. Obvio resulta que el nivel de hacinamiento y las múltiples carencias que se observan en los lugares de detención tornan imposible el cumplimiento de la principal misión que tienen las cárceles, esto es, la rehabilitación de los detenidos. Por el contrario, el contexto en el que se mueven los presos conlleva a la destrucción de los valores y retroalimenta el clima de violencia, causando frecuentes conflictos entre internos -promovidos en ocasiones por los responsables de la seguridad de los penales-, revueltas y motines. En esas condiciones, más que difícil será que de las cárceles egrese otra cosa que delincuentes perfeccionados, tras su formación en la violencia y el resentimiento. Las reiteradas declamaciones por una política carcelaria que respete los derechos humanos y transforme a los delincuentes en personas aptas para su reinserción social se han quedado en la retórica de los funcionarios. Hechos como el ocurrido el fin de semana último en Magdalena parece demostrarlo dolorosamente. Nuevamente, la posibilidad de que detrás del trágico episodio haya habido negligencia de las autoridades penitenciarias surge como una hipótesis relevante, que deberá ser seriamente investigada. Particularmente graves resultan denuncias en el sentido de que los matafuegos del penal de Magdalena no funcionaban y que los colchones fueran de un material altamente tóxico e inflamable. Es vital garantizar una labor sin trabas de la Justicia para que el hecho se esclarezca a la mayor brevedad y para que los responsables sean debidamente condenados. No obstante, más allá del trágico episodio de Magdalena, es necesario que las autoridades nacionales y provinciales encaren de una vez por todas los pasos necesarios para cambiar la vergonzosa realidad de las cárceles argentinas a través de una política de Estado, que destine los suficientes recursos humanos y económicos a resolver esta vieja cuestión.

Fuente: editorial del diario La Nación, 19 de octubre de 2005.

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