La renovada influencia de José Ortega y Gasset

Se cumplen 50 años de su muerte. Un pensador que penetró a fondo en el alma argentina

Por Mariano Grondona

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El siglo XX vio brillar dos clases de filósofos. La primera de ellas abarca a los filósofos analíticos, que se propusieron convertir la filosofía en una ciencia para especialistas, vinculada con la lógica y la lingüística. El autor más representativo de esta tendencia, mayoritaria en las universidades y en el mundo anglosajón, fue el austríaco Ludwig Wittgenstein. La segunda clase abarca a los autores que prolongaron en el siglo XX la larga tradición de la filosofía, de Sócrates hasta nosotros, en su milenario empeño de pensar con rigor los grandes temas ligados con la condición humana: la vida, la muerte, la historia, Dios. A esta clase de filósofos los podríamos llamar humanistas, porque nada de lo humano les resultó ajeno. Junto con otros grandes filósofos, como los alemanes Max Scheler y Martin Heidegger, que tuvieron especial relación con él, el español José Ortega y Gasset pertenece a esta categoría. Como buenos alemanes, Scheler, y más aún Heidegger, son difíciles de leer. Como buen español, Ortega desplegó una prosa diáfana y brillante, haciendo honor a su consigna de que “la claridad es la cortesía del filósofo”. Había nacido en Madrid en 1883. El 18 de octubre de 1955 falleció, a los setenta y dos años, en su ciudad natal. El cincuentenario de la muerte de Ortega está dando lugar a una serie de congresos y de publicaciones. Habría que consignar que, desde sus primeros escritos, Ortega tuvo una enorme influencia en Occidente y, muy particularmente, en los dos países que lo acogieron como un faro: el suyo y el nuestro. La impar influencia de Ortega en la Argentina puede rastrearse en la monografía “La generación receptiva” que el doctor Roberto Aras, de la Universidad Católica Argentina, presenta en estos días en Madrid ante un congreso internacional. Cabe mencionar aquí, por lo pronto, la célebre “Radiografía de la pampa” que publicó Ezequiel Martínez Estrada en 1933, haciéndose eco de “La pampa… promesas” que Ortega había escrito en 1929, dedicado al particular paisaje de nuestra pampa, el único que se empieza a mirar desde el confín. En 1937, en “Historia de una pasión argentina”, Eduardo Mallea reaccionó con su brillante prosa ante las ideas de Ortega sobre la Argentina. La influencia de Ortega sobre otros destacados argentinos como César Pico, Marcelo Sánchez Sorondo, Máximo Etchecopar, Julio Mafud, Nicanor Costa Méndez y Jaime Perriaux también fue notable. El conocimiento que tenía Perriaux de la obra de su maestro fue tan certero y minucioso que, en sus estadas en Buenos Aires, lejos de su biblioteca, Ortega solía requerir el auxilio de Perriaux para localizar sus propias citas. En “Los que mandan”, el sociólogo José Luis de Imaz reflejó la profunda gravitación de Ortega, también notable en la obra de otro sociólogo argentino, Juan Carlos Agulla. Habría que incluir en la larga lista de las influencias de Ortega a otros intelectuales como José Manuel Saravia, Gustavo Cirigliano y Carlos Floria. La obra medular de Ortega sobre la Argentina, sobre la cual volveremos más adelante, se expresó en dos escritos publicados en 1929: “La pampa… promesas”, ya citado, y “El hombre a la defensiva”, que suscitaron alabanzas y críticas ardientes de escritores argentinos. Eugenio Pucciarelli, Francisco Romero, Manuel Gálvez, Raúl Scalabrini Ortiz y Jorge Luis Borges están entre los grandes escritores argentinos que comentaron, cada cual a su manera, la obra del maestro español. Habría que agregar a este breve recuento sobre la influencia de Ortega en la Argentina a otro español, Julián Marías, su discípulo más notable, quien vino incontables veces a la Argentina a explicarse y a explicarnos.

La Nación y Ortega

Ortega y Gasset escribió asiduamente en La Nación. Esta ocasión en que lo recordamos a cincuenta años de su muerte es particularmente propicia para que La Nación publique un libro cuyo título se explica por sí mismo: “Los escritos de Ortega y Gasset en La Nación, 1923-1952”. La obra que La Nación presenta incluye, en más de 200 páginas, treinta artículos sobre los más de doscientos sesenta que Ortega publicó en nuestro diario durante tres décadas. El libro cuenta con un excelente prólogo de Natalio Botana y fue cuidadosamente editado con el respaldo de la Fundación Ortega y Gasset Argentina que preside Roberto Cortés Conde. La selección y los comentarios de los textos estuvieron a cargo de otra destacada orteguiana, Marta Campomar. Los textos que publicó Ortega en La Nación son de dos clases. Algunos de ellos son fundamentales. Tal es el caso de “Ideas y creencias” y “Del Imperio Romano”. Otros textos, más breves pero igualmente reveladores, reflejan por su parte aquellas instancias en las cuales el filósofo reaccionaba frente a los comentarios de origen español o argentino que iba despertando su obra. Quisiera destacar entre ellos “Por qué he escrito “El hombre a la defensiva”, porque contiene la respuesta del escritor a las críticas que habían suscitado “La pampa… promesas” y “El hombre a la defensiva”. Una respuesta lúcida y sincera, habitada por el dolor.

El “hombre a la defensiva”

En estos artículos, el bisturí de Ortega y Gasset penetró a fondo en el alma argentina. Corría nada menos que el año 1929, es decir, el mejor, el más empinado de nuestra historia. Desde 1916, la Argentina era una de las pocas democracias que había en el mundo. Desde comienzos del siglo, nuestro país integraba además el reducido lote de las naciones más prósperas del planeta. Ortega viajó entonces por segunda vez a nuestras tierras. Se encontró, de un lado, con un país que se había distanciado por su desarrollo político y económico del resto de América latina. Se encontró con “Europa en América”, con un pueblo que “no se contenta con ser una nación entre otras; exige un destino peraltado, no le sabría una historia sin triunfo y está resuelto a mandar”. Pero, por detrás de este magnífico frontispicio, el ilustre visitante creyó adivinar peligrosas fallas en el alma criolla. Así como el habitante de la Pampa está fascinado por un radiante horizonte que se le presenta como si ya le perteneciera sin pertenecerle todavía, el argentino al que analizó Ortega le pareció un ser soñador, de una ansiosa vitalidad, que descontaba la victoria antes de haberla obtenido. Un ser que confundía, en su euforia, el presente y el futuro. Una vez que lo habitó esta intuición, Ortega decidió hundir su escalpelo en el alma de la joven Argentina. El argentino de su tiempo, advirtió, es un nuevo Narciso. Según la mitología griega, Narciso fue un espléndido mortal que, al contemplarse reflejado en las aguas de un lago, quedó enamorado de su propia imagen. Quiso mirarse y mirarse entonces cada vez más cerca del agua, hasta que cayó en ella y se ahogó. No es que el Narciso argentino, explicó Ortega, fuera egoísta. Al contrario, era un idealista… de sí mismo. Era tal el ideal que había concebido de sí mismo al mirarse en la imagen de su propio futuro, que corría el riesgo de olvidarse de la gran distancia que aún mediaba entre la realidad y el ideal. De ahí la angustiosa advertencia del escritor a los argentinos que lo acogían llenos de sí mismos, una advertencia que recogió su famosa fórmula: “¡Argentinos, a las cosas!”. Es que el riesgo del argentino era no plasmar esforzadamente su sueño en la realidad concreta de todos los días. De ahí que el adjetivo que según Ortega constituía el particular neologismo de los argentinos (cada pueblo tiene el suyo), fuera la figura del “guarango”. El guarango, definió , “es aquel que anticipa su triunfo”. Una vez que concibió esta teoría, Ortega vaciló en publicarla. Pero, como amaba a la Argentina, decidió obrar como los verdaderos amigos que nos dicen, aunque duela, la verdad. Publicó entonces sus conclusiones en El Espectador, de España. La reacción de los argentinos de aquel tiempo fue, en general, negativa. En vez de escuchar, en vez de aprender, se ofendieron. Ortega sufrió a partir de entonces, algo parecido a un ostracismo. Sin embargo, al año siguiente de la publicación de sus artículos, la Argentina iniciaría a partir del primer golpe militar al que seguirían otros y la irrupción final del populismo, la dolorosa decadencia de la que aún no ha salido. En “Por qué he escrito «El hombre a la defensiva»”, que integra la colección de artículos que ahora publica La Nación, Ortega reaccionó con su alma tanto o más herida que la de aquellos que lo criticaban. Habiéndose animado a publicar la verdad profunda de esa alma criolla a la que amaba, se vio sorprendido por la reacción adversa de sus propios amigos.

Ortega y nosotros, hoy

El amigo nos advirtió. Nosotros lo ignoramos. A setenta y cinco años de distancia de “El hombre a la defensiva”, ¿cabría imaginar lo que nos diría hoy Ortega a los argentinos? Quizá, volviendo sobre sus pasos, nos diría que nuestro principal defecto es hoy, a la inversa de 1929, el haber abandonado los sueños de grandeza que nos cobijaron. Si en 1929 fuimos narcisos, ¿no será que ahora hemos perdido la fe en nosotros mismos? Si nos habíamos “agrandado” demasiado ayer, ¿no nos habremos “achicado” demasiado hoy? ¿Sólo pensamos ahora en dar de comer a nuestros incontables pobres, sin comprender que el achicamiento de los ideales es la manera más efectiva de no saciarlos? ¿Un nuevo Ortega no exclamaría hoy, en vez de “¡Argentinos, a las cosas!”, “¡Argentinos, a los proyectos!”? Porque sólo la renacimiento de la vocación de grandeza, aunada por el realismo de las duras experiencias que hemos vivido, nos permitiría retomar ahora, en unión y humildad, aquella empinada exigencia que alguna vez tuvimos.

Por Mariano Grondona

Fuente: diario La Nación, 8 de octubre de 2005.

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