La presencia de la censura

La relativa irrupción en 1983 de algunas prácticas democráticas, la estereotipia irreflexiva de ciertos derechos humanos y la indiferencia por preservar la tutela de valores que, ingenuamente, se estiman consolidados en la sociedad, determinan que en los albores del siglo XXI se califique a la censura como una categoría prehistórica y arcaica. Como un virus definitivamente erradicado del cuerpo social.

Por Gregorio Badeni (Buenos Aires)

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Subsiste un clamor que la sensatez no puede desconocer. Es la demanda que, ya en 1644 formuló John Milton al decir: “pido por encima de cualquier otra libertad, la de poder conocer, hablar y debatir sin impedimentos y según mi conciencia”. Está claro que la censura es el crimen más aberrante contra la crea-tividad humana y el progreso social. Prohibir ciertas expresiones públicas u ordenar la producción de otras, contra la voluntad del emisor, importa violar la dignidad humana. Ella, en mayor o menor medida, siempre estará presente en las relaciones sociales públicas, porque es consecuencia de la inevitable tensión entre la libertad y la intolerancia. Todos somos intolerantes y censores cuando no sabemos o no queremos confrontar intelectualmente con quienes difieren en su forma de pensar, y decidimos prohibir la expresión pública de ese disenso. Sólo el autocontrol de nuestra intolerancia natural puede reducir la censura, aunque su eficiencia depende de nuestro grado de educación, de cultura cívica y de respeto por los derechos de los demás. Es falso que no exista la censura. Miles de periodistas que en la última década han sido torturados, encarcelados y asesinados en Cuba, China, Irán, Corea del Norte y otros regímenes absolutistas, con la indiferencia de la comunidad internacional, son testimonios cotidianos de su presencia. La presión y apropiación de medios de prensa en Venezuela y otros sistemas neoautocráticos, son o conforman la antesala de la censura. Fomenta la censura presentar a la libertad de prensa como un bien social y no como un bien cuyo ejercicio responde a una función social. En el primer caso, al generar los medios de prensa un bien social, deben ser objeto del control o dirección del gobierno porque él es quien decide lo que es bueno y malo para la sociedad. Tal concepción es la que conduce a presentar, como hipótesis de censura, la decisión de un director periodístico de no publicar o modificar el contenido de una nota informativa o de opinión elaborada por un periodista. No se advierte que para ejercer la libertad de prensa, a igual que cualquier otra libertad, se debe contar con los medios materiales a tal fin y que, si el Estado quiere suministrar esos medios, no lo podrá hacer lesionando el derecho de propiedad de quienes los han constituido con su trabajo, esfuerzo, capital y talento. De todos modos, la locación de espacios radiales y televisivos, así como las páginas en Internet, han ampliado sensiblemente la posibilidad de que seamos “dueños” de nuestros propios espacios periodísticos. Otro factor que justificaría la censura es la sobredimensión acordada a los derechos personalísimos en áreas institucionales o de relevante interés público. Por otra parte, la intolerancia expuesta por ciertos gobernantes y dirigentes sociales, cuando descalifican la crítica de un periodista al tacharlo como un malvado intrigante puesto al servicio de los capitales o intereses extranjeros, o de ciertos grupos sociales estratificados que aspiran a imponer la injusticia social, configuran riesgos ciertos para la subsistencia de la prensa libre y su desarticulación por obra de la censura. O, también, por obra de la autocensura gestada por el miedo a la reacción del gobierno, del público o de los anunciantes. Ese miedo, por cierto comprensible, se transforma en cobardía cuando el periodista claudica. Son conductas que se manifiestan en las sociedades poco proclives a asumir la defensa firme y real de los derechos humanos, entre los cuales se destaca el de expresar libremente el pensamiento. Expresión que distingue a los seres humanos de las bestias irracionales; a una vida digna de una sujeta al yugo del autoritarismo. La intolerancia, que sugestivamente se pretende expandir en la sociedad argentina, es el germen de la censura. Ella incrementó la inseguridad personal y jurídica a niveles impensables; produjo el descalabro del rol estatal en la educación y la salud pública. ¿Por qué, razonablemente, no podemos presumir que ese deterioro se proyectará sobre los pilares de la prensa libre? Si, en definitiva y salvo algunas voces aisladas, advertimos una indiferencia inquietante en los protagonistas sociales, y en la propia sociedad, sobre el futuro de la prensa libre. Estas aseveraciones están avaladas por nuestra doctrina jurisprudencial. A diferencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que se pronunciaron enfáticamente sobre la invalidez de la censura en la O.C. 5/1985, “Martorell” (1986) y “Olmedo Bustos” (2001), la postura de nuestra Corte Suprema de Justicia es pendular. En el caso “Verbitsky”, donde en 1987 el juez Martín Irurzun prohibió publicar una solicitada a pedido de un periodista, la Corte revocó la medida dos años después. Durante ese lapso, y como nota informativa, fue la solicitada más veces publicada en la historia del país. En 1992, en el caso “Servini de Cubría”, la Corte dejó sin efecto la prohibición de difundir imágenes de una parodia televisiva dispuesta por la Cámara Federal en lo Civil y Comercial a pedido de una jueza federal. Sin embargo, algunos de sus miembros consideraron que en ciertos casos era viable la censura televisiva. En 1993, en el caso “La Nueva Provincia”, la Corte declaró válida la prohibición de editar y vender diarios en el día del “canillita”. Consideró que la censura estaría restringiendo una libertad de comercio y no la libertad de prensa. Añadió que, de todas maneras, la res-tricción era tan breve que no llegaba a inferir una lesión seria a la libertad de prensa. Que la censura breve no es la censura que prohíbe el art. 14 de la Constitución federal, volvió a destacarlo la Corte en 2005 al decidir el caso “ATA y ARPA”. Sostuvo que la prohibición de emitir encuestas electorales y resultados de boca de urna, 48 horas antes de los comicios y hasta 3 horas después, no es un acto de censura. Para avalar su decisión, algunos jueces invocaron la doctrina de la Suprema Corte de los Estados Unidos, donde solamente se prohibió la propaganda electoral a una distancia menor de 200 metros del lugar de los comicios. Pero esa publicidad se puede realizar durante los comicios e inmediatamente antes de ellos, a igual que la emisión de las opiniones expuestas por los candidatos. En Estados Unidos no existe la censura electoral que ha sido impuesta entre nosotros y que, sugestivamente, no mereció mayores reparos de los medios de prensa gráfica. Finalmente, tanto la Corte como los tribunales inferiores aceptan la censura previa cuando están en juego los derechos personalísimos, apartándose de la doctrina expuesta por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Olmedo Bustos”. De manera que, pese a las prohibiciones del art. 14 de la Constitución federal y del art. 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, nuestros jueces han aceptado la censura, sin que muchas veces los ciudadanos, periodistas y medios de prensa ofrezcan alguna resistencia para este cercenamiento de la prensa libre. Así como la censura es inevitable debido a la imperfección de la condición humana, también es inevitable la torpeza y falta de inteligencia de los censores que permiten anular los efectos de aquella. Los censores olvidan que, con la censura, no hacen más que fomentar el encanto de lo prohibido y la difusión de lo que no quieren que se conozca. Ya vimos que la solicitada que quizo censurar Verbitsky, fue la solicitada más veces publicada en la historia de la prensa; que la censura que quizo imponer la jueza Servini de Cubría a un programa televisivo del recordado Tato Bores, determinó que, al ser dejada ella sin efecto, la emisión de la parodia prohibida tuvo un “rating” inusual. Pero también podemos recordar, y siempre en nuestro país, que cuando fue levantada la prohibición de venta y circulación de la novela “Lolita” de Vladimir Nabokov, la obra fue un “best seller”. Que, cuando los regímenes militares de 1966 y 1976 prohibieron la publicación, circulación y venta de literatura marxista, lo único que consiguieron fue despertar la inquietud de los jóvenes por conocer esa obra y por rechazar la censura. Que si no se hubiera prohibido judicialmente la exposición del artista plástico León Ferrari, dejada sin efecto por el Superior Tribunal de la Ciudad de Buenos Aires, seguramente habría sido menor el público que asistió a esa muestra. En suma, la censura es un crimen y una expresión de la estupidez humana que nos hace olvidar, como bien destacara Alexis de Tocqueville, que para disfrutar de los invalorables beneficios de la libertad de prensa, debemos aceptar los inevitables males que acarrea. Es que la libertad de prensa es indispensable para el progreso espiritual y material de la sociedad humana, y la torpeza de los censores es la mejor garantía para la amplia difusión de los contenidos que se prohíbe conocer.

Gregorio Badeni

El autor es un reconocido constitucionalista y asesor de ADEPA (Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas).

Fuente: www.adepa.org.ar.

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