La lógica del caudillo

Los superpoderes son un error, que terminará profundizando la imagen de un gobierno con marcados sesgos de autoritarismo. Esa imagen es ya perceptible en vastos sectores sociales.

Por Joaquín Morales Solá

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Por primera vez en décadas, el poder político de la Nación se ha unificado con el poder electoral de la provincia de Buenos Aires. Sin embargo, ese enorme poder fáctico no bastó para que Néstor Kirchner se mostrara ayer como una víctima de la “extorsión” de los legisladores opositores (impotentes, a su vez) y de una eventual conspiración contra su posibilidad de gobernar.

Por primera vez en casi 23 años de democracia, el gobierno argentino ha instalado, en los últimos tiempos, cíclicos momentos de tensión con Uruguay y con Chile, los países más cercanos geográfica, histórica y emocionalmente. La situación es sorprendente porque en las tres naciones sudamericanas hay gobiernos con parecidas ideologías, aunque con métodos ciertamente muy distintos. El propio Kirchner ha hecho lo posible para contribuir a las victorias electorales de Tabaré Vázquez y de Michelle Bachelet.

En el fondo de todo se esconde una manera particular de gobernar, que no es otra que una centralización excesiva de la toma de decisiones en una sola persona. Kirchner cree que el poder da derechos y que uno de esos derechos consiste en tener en sus propias manos los márgenes más amplios posibles de decisión. Tal sistema necesita insaciables mecanismos de concentración de poder y provoca, forzosamente, consecuencias internas e internacionales imposibles de prever por una sola persona.

El oasis económico actual, que sucedió al largo desierto, ha hecho de Kirchner un presidente popular. La economía le ha permitido, incluso, la recurrencia en el error político. Los superpoderes son, sobre todo, un error, que terminará profundizando la imagen de un gobierno con marcados sesgos de autoritarismo. Esa imagen es ya perceptible en vastos sectores sociales.

O los encuestadores que lo frecuentan más que los ministros le mienten o el Presidente no los escucha. Pero lo cierto es que nadie se explica por qué razón el gobierno necesitaría esquivar al Congreso, donde cuenta con números favorables hasta la saciedad, para hacer puntuales modificaciones en el presupuesto. Los superpoderes (término que el kirchnerismo detesta, pero que se aplicó a todos los gobiernos que los reclamaron) se convertirán en tierra fértil para aquel embrionario perfil de un gobierno proclive al autoritarismo.


Todos los gobiernos han pedido esos poderes, pero el error de los otros no justifica los errores propios. Se esperaba de Kirchner, además, una faena de reconstrucción institucional, que prometió en su momento con tanto énfasis como el que puso en el resurgimiento económico.

A pesar de todo, más grave que esos superpoderes es la reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia, que convierte de hecho al sistema parlamentario argentino en unicameral. Se necesitará sólo la aprobación de una sola cámara del Congreso para que esos decretos sean considerados leyes.

Los decretos de necesidad y urgencia son leyes y, guste o no, las leyes deben pasar por las dos cámaras del Congreso. Un Poder Ejecutivo dictando leyes se ha visto sólo en las tristes experiencias de las dictaduras. Kirchner ha dictado durante su gestión un promedio de dos decretos de necesidad y urgencia por semana. ¿La Argentina del resurgimiento padeció emergencias con tal frecuencia como para justificar un recurso excepcional de poder? Desde ya que no. Esos decretos han terminado evitando el debate público sobre temas impopulares (como los aumentos de tarifas) o reservando para el Presidente la autoría exclusiva de las decisiones populares, como algunos aumentos de salarios. Una herramienta excepcional de gobierno se ha transformado en una herramienta de pobres construcciones políticas.

La concentración de poder en una sola persona está devaluando, además, la política de integración con Chile y Uruguay. Kirchner ha dicho varias veces que siente admiración personal y política por Bachelet, pero sus actos no son nunca un correlato de sus palabras. El problema de Bachelet es el mismo que atormentó a Ricardo Lagos: Kirchner toma decisiones que afectan a los chilenos y el gobierno de Chile se entera por los diarios.

¿Hay una decisión estratégica de incomodar a la presidenta chilena? Esa alternativa es absolutamente improbable. Pero Kirchner decide sobre los expendedores de combustible pensando en los expendedores de combustible. Punto. La Cancillería ha desaparecido de cualquier radar.

Sucedió algo parecido cuando prohibió las exportaciones de carne. Quería vengarse de los productores agropecuarios que le aumentaban el precio de la carne. Nunca pensó que la Argentina perdía invalorables mercados internacionales y que esa decisión complicaría por mucho tiempo sus negociaciones con los países centrales, por los subsidios agrícolas, y depreciaría sus argumentos ante la Organización Mundial del Comercio. Ni la Cancillería ni el Ministerio de Economía tuvieron derecho a opinar. Sólo importaba la decisión del caudillo.


Los uruguayos no saben si tienen en Kirchner a un eventual aliado o a un adversario de fuste. Ha sido las dos cosas sucesivamente. Bramó contra Tabaré Vázquez en Gualeguaychú y se acaba de abrazar con él en Caracas. Es mejor el abrazo que la vociferación. Pero en ambas actitudes operó sólo su decisión personal. Mientras tanto, el problema de fondo con Uruguay (sea cual fuere la resolución de hoy del tribunal de La Haya) no se ha resuelto. ¿La razón? El Presidente no tiene tiempo.

Lo cierto es que las tensiones con Chile y con Uruguay están desandando el camino de la democracia argentina (quizá su única política de Estado de las últimas dos décadas) de integrarse con sus vecinos más cercanos.

Esa vocación por convertirse en el centro del sistema solar no será nunca satisfecha del todo mientras exista el periodismo independiente. No es casual, entonces, que el Presidente y su esposa hayan utilizado todos los momentos de exposición pública de los últimos siete días para denostar a los medios y a los periodistas. Si se tratara, como parece, de una ofensiva contra la prensa, entonces debe advertirse que la prensa resistirá y que existe el riesgo de que se instale en la Argentina un clima parecido al de Venezuela.

Sería una lástima: ni Kirchner ni el periodismo saldrán bien parados de esa innecesaria refriega.

Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 13 de julio de 2006.

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