La ética y el derecho

Actualidad y necesidad de los planteos éticos.

Por Rodolfo F. Zehnder

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 Supo decir PASCAL, en el siglo XVII, que la ética es la ciencia del hombre.  “Estamos condenados a la ética”, decía SARTRE (“El ser y la nada”); en el sentido de que es inexorable en tanto todos vivimos y actuamos en función de  determinados parámetros éticos.  Enseñaba CICERON (“Discursos”) que la ética es el modo de conducir la vida, el conjunto de criterios con los que elegimos y discernimos.  La ética está en nosotros ineludiblemente, por más que obviemos a menudo reflexionar sobre la misma.
 A partir de HEGEL se diferencia la ética de la moral.  Esta última apunta a las normas de comportamiento (deriva de “mores”:costumbre); mientras que la Ética es una reflexión y justificación de las normas, y deriva de “ethos”: la morada de los animales, donde reside el hombre, donde se identifica, donde está el ser del hombre, lo que lo define mejor. Yo seré conforme a la ética que decida asumir o adherir.
 El centro de la reflexión ética radica en el bien y la felicidad.  No en el deber, porque eso sería , empobrecerla, juridizarla: la ética va más allá, trasciende al Derecho.
 El objeto material de la Ética (de qué se ocupa, sobre qué juzga) son los actos humanos, o sea los realizados con voluntad (libertad) y discernimiento (razón).  Está claro que si no hay libertad (como sostienen los deterministas) no hay eticidad, en tanto no hay posibilidad de elección.  Por otra parte, su objeto formal (para qué se ocupa de los actos humanos) es para ver si responden a las normas, si se adecuan al bien humano, si son buenos o malos.
 Enseña ARISTÓTELES (“Ética o Nicómaco”) que la primer pregunta del ser humano es por la felicidad.  El bien se asocia a la felicidad, a la perfección.  Una cosa será más o menos buena según se acerque o aleje de su verdadera esencia, de sus notas esenciales y definitorias, de lo que hace que sea esa cosa y no otra.  Lo mismo vale reflexionar sobre el hombre y sus actos.
 La Ética, entonces, tiene que ver con los bienes, cuya posesión genera felicidad: la vida, la salud, la experiencia estética, el conocimiento, la religiosidad, por obrar sólo algunos.  Para ARISTÓTELES, de las cosas humanas  lo más importante son los amigos; por eso la peor condena era el ostracismo.  En similar norte, SANTO TOMAS afirma que la maledicencia es una falta grave, pues limita la posibilidad de tener amigos. 
 Un acto será bueno si, en última instancia, potencia bienes, y será malo si nos aleja de ellos.  Nadie podría decir, por ejemplo, que el narcotráfico favorece bienes.  Pero hay que tener cuidado en no caer en juridicismos, en identificar bien con legalidad, pues lo que hoy es ilegal mañana puede no serlo. 
 La discusión central es: qué es el bien, y cómo y quién lo define.  Existen al respecto varias teorías, que sintetizaremos en seis; relativistas las cinco primeras y no relativistas la última.  La adscripción a determinada postura no es menor: “Dime a qué teoría adscribes y te diré quien eres”, o cómo serán tus sentencias, se suele decir, en máxima particularmente válida para los juristas, pero extensible a legisladores y los distintos actores sociales.
 Para los subjetivistas (Kelsen, Ross, Stevenson, Moore) el bien lo pone cada individuo, de manera irracional.  ¿Por qué algo será bueno? Porque me gusta.  Esta teoría alienta la libertad de cada uno, y se basa en  tres argumentos: a) La experiencia humana (“sobre gustos no hay nada escrito”).  b) Lo poco que generan los diálogos éticos, resultando casi imposible llegar a un consenso. c) Porque asustan los que no son subjetivistas, en tanto quieren imponer determinada concepción de bien, y en tal sentido son una suerte de enanos fascistas.  Claro que, en son de crítica, esta postura pierde totalmente de vista al otro, clausura todo diálogo racional, conduce a un hiper-individualismo y a un reduccionismo del orden jurídico, el que queda limitado a una sola norma: cada uno puede hacer lo que le guste, a menos que cause daño.
 Para los intersubjetivistas, o escuelas sociológicas, el bien lo ponemos junto con los otros, lo pone la sociedad. El hecho moral es un hecho social.  Aquí caben distinguir variantes: a) El intersubjetivismo precario, dogmático, espontáneo y hasta irracional.(Duguit) b) El procedimentalista, racional, formal: son las éticas del consenso, del diálogo (Habermas, Nino, Rawls).  Sus argumentos son: a) La experiencia histórica, que enseña que las éticas son fenómenos  de las culturas de los pueblos. b) La igualdad de las culturas en general, ya que no se puede afirmar que determinado valor de determinada cultura valga más que otro de otra cultura. c) No existe otro mecanismo para zanjar las diferencias éticas que se dan en una sociedad, como no sea a través del consenso.  Esos autores, en definitiva, no dicen qué es el bien: será lo que consensuemos.  Podemos al respecto ensayar esta crítica: esta postura, indirectamente, clausura el diálogo entre las culturas, entre las sociedades, y no tiene en cuenta a los que quedan al margen de los consensos, a las minorías.
 Para el utilitarismo (consecuencialismo) no hay actos buenos y malos en si mismos, a priori, sino que depende de cada acto y luego de que se haya hecho un cálculo sobre sus proyecciones o consecuencias.  No se deben, por tanto, efectuar afirmaciones genéricas, universales, sino analizar cada caso, medir sus alcances y consecuencias favorables y desfavorables (personales, familiares y sociales) y recién después discernir sobre si es bueno o malo, justo o injusto.  Aún determinado delito puede, según los casos, no ser culpado si su punición produjere consecuencias  más desfavorables que las que se persiguen reparar por su cometido.  Claro que esta postura no deja de ser relativista, lábil, de algún modo acomodaticia, y según el criterio, en buena medida subjetivo, del órgano jurisdiccional.
 Para los objetivistas, el bien, los valores, son algo objetivamente dado, que el hombre puede racionalmente conocer y debe proyectarlos en su vida, tiempo, sociedad; son universales y tan eternos como lo humano, pues siempre existió la misma esencia humana, por más diversidad cultural que exista.  Lo universal no niega la carga histórica, y por esos valores hay que proyectarlos en tiempo y lugar.  No sólo la razón los permite conocer, sino también la fe, en armonía con aquélla, y entendida como otro modo o forma de conocer.  Para algunos autores estos valores se conocen a través del análisis de la naturaleza humana (Kalinovsky).  Para otros (Finnis), existen bienes humanos básicos, eternos, inalienables, universales: la vida, la amistad, el conocimiento, el saber práctico, la experiencia estética, el juego, la religiosidad.  Son bienes que se captan de manera inmediata, evidente, sin discurso previo.  Sería impensable una vida humana que suprima alguna de estas dimensiones; si el Derecho lo hiciere, o impusiera una en particular, sería un Derecho infrahumano.  Hay, entonces, alguna eticidad indisponible, ni por uno mismo ni por la autoridad ( legislativa o jurisdiccional), y si algo transgrede dicho núcleo de eticidad básico, será algo objetivamente disvalioso.
Como vemos, la relación entre Ética y Derecho es insoslayable. La reflexión sobre problemas éticos, no abundante en el espíritu del hombre posmoderno, no sólo diseñará determinado sistema jurídico sino a la sociedad toda, para la cual el Derecho debería ser, primordialmente, una herramienta al servicio del bien común.
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