La democracia y el compromiso constitucional

La constitución nacional vigente fue sancionada el 22 de agosto de 1994. Varios de los protagonistas de entonces son hoy parte del oficialismo y desde luego una fracción importante de electorado es también la misma. Quiere decir que esta constitución no procede de los muertos sino de una mayoría de votantes vivos, cuya voluntad, por definición, debería ser respetada en toda democracia que se precie de serlo.

Por Enrique Aguilar (Buenos Aires)

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Por Enrique Aguilar.- ¿Qué apuesta a largo plazo es posible hacer en una sociedad que puede verse reiteradamente sometida a un cambio en las reglas de juego? Entre las voces favorables a la reforma de la constitución nacional no faltan las que proponen que se revise incluso su parte programática en el entendimiento de que los principios allí declarados, procedentes en su mayoría de una matriz liberal ajena a nuestras tradiciones, habrían servido al cabo para salvaguardar los intereses de las élites dominantes. El presupuesto teórico de esta propuesta parece ser el que considera que el pueblo, como titular de la soberanía, no debería verse atado por ninguna regla rígida emanada de una generación fundadora o pretérita. Si la facultad soberana por antonomasia es la constituyente, se presume que esta facultad tiene un carácter absoluto, que está libre de cualquier sujeción o, para decirlo más técnicamente, que es legibus solutus. En consecuencia, sólo los ciudadanos, individualmente considerados, deberían someterse a la constitución pero no el pueblo como cuerpo que, mediante una convención elegida al efecto, tendría pleno derecho a reformarla, en el todo o en cualquiera de sus partes, porque, como escribiera Rousseau, “no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo político, ni siquiera el contrato social”. Puesto en otras palabras, lo que en la jerga de la teoría política se denomina “precompromiso constitucional” (constitutional precommittment) resultaría incompatible con una democracia concebida en sentido puro en la cual el demos se halla por encima de sus propias decisiones, no pudiendo por tanto obligarse a sí mismo ni imponerse restricciones inquebrantables. Thomas Jefferson, Emmanuel Sieyès y Thomas Paine, entre otros clásicos de la política, también razonaron en su momento contra toda forma de precompromiso que impidiese al pueblo revisar o aun derogar a su arbitrio normas heredadas. Jefferson no vaciló en afirmar (en carta a James Madison de septiembre de 1789) que, “por la ley de la naturaleza, una generación es a otra como una nación independiente a otra”. Así como “ninguna generación puede contraer deudas superiores a las que puedan pagarse durante su propia existencia”, ninguna sociedad, agregaba, por razones análogas, “puede hacer una constitución perpetua, ni tan siquiera una ley perpetua”. Sieyès, por su parte, en las páginas de ¿Qué es el Tercer Estado? (1789), sostuvo que siendo la nación “independiente de toda forma” y “el origen y dueño de todo derecho positivo”, no puede “ni alienarse, ni prohibirse el derecho de querer algo”, ni de cambiar su voluntad “si su interés lo exige” (ciertamente, después del Terror el abate moderó esta concepción al postular el principio de la soberanía limitada). Y en réplica directa a Edmund Burke, Tom Paine llegaría a escribir, en Los derechos del hombre (1792), que cada generación “es y tiene que ser competente para todos los fines que la ocasión pueda presentarle”, pues “son los vivos, y no los muertos, los que tienen que ver resueltos sus problemas”. Sin embargo, esta manera de comprender la democracia, en abierta tensión con el constitucionalismo, puede conducir a un estado de incertidumbre generalizado y perpetuo. En efecto, ¿qué apuesta a largo plazo es posible hacer en una sociedad que puede verse reiteradamente sometida a un cambio en las reglas de juego? ¿Cómo preservar en ella el equilibro de los poderes y garantizar una mínima estabilidad a su vida pública si algunos valores sustantivos no son puestos al abrigo de las controversias cotidianas y los humores cambiantes de la opinión? La respuesta de James Madison a Jefferson, fechada en febrero de 1790 y parcialmente anticipada en el artículo 49 de El Federalista (donde se cuestionan las revisiones periódicas o a intervalos fijos de la constitución), apelaba a la necesidad de evitar que los gobiernos estuviesen “demasiado sujetos” a las urgencias y los avatares de los interregnos. Asimismo, Madison no ocultaba sus temores frente a la posibilidad de que la observancia a las leyes resultara menoscabada (al debilitarse el sentido de la obligación) y por ende la seguridad jurídica, respuesta que Stephen Holmes, en su trabajo “El precompromiso y la paradoja de la democracia” (1988), interpretó en los siguientes términos: “… Si podemos dar por sentados ciertos procedimientos e instituciones establecidos en el pasado, podremos alcanzar nuestros actuales objetivos mejor de lo que podríamos lograrlo si estuviésemos siendo constantemente distraídos por la necesidad recurrente de establecer un marco básico para la vida política.” Para Holmes, el rechazo al pasado puede ser considerado como un arma de doble filo. En efecto, si las generaciones venideras pueden tratar “con soberano desprecio” las decisiones que adoptamos pensando precisamente en el futuro, ¿por qué habríamos de adoptarlas? ¿Es congruente actuar responsablemente con vistas al mañana rechazando al mismo tiempo la responsabilidad que los antepasados asumieron para con nosotros? ¿Cabe obligar a nuestra posteridad sin sentirnos por nuestra parte obligados con quienes nos precedieron? Porque lo rígido, añade Holmes, puede a veces redundar en flexibilidades, como ocurre con las reglas gramaticales y también con las constituciones. En otros términos, si los muertos no deben gobernar a los vivos, ellos “pueden facilitar que los vivos se gobiernen a sí mismos” creando un marco procedimental para las opciones futuras y dificultando las decisiones autodestructivas. Paradójicamente, el propio Rousseau lo entendió así cuando recomendó a los ginebrinos evitar las “innovaciones peligrosas” y abstenerse “de proponer nuevas leyes según su fantasía”, por cuanto “es sobre todo la antigüedad de las leyes lo que las hace santas y venerables”. En nuestro caso particular, se podría agregar una consideración que de alguna manera relativiza el argumento sobre la mentada autoridad de los muertos sobre los vivos. La constitución nacional vigente fue sancionada el 22 de agosto de 1994. Varios de los protagonistas de entonces son hoy parte del oficialismo y desde luego una fracción importante de electorado es también la misma. Quiere decir que esta constitución no procede de los muertos sino de una mayoría de votantes vivos, cuya voluntad, por definición, debería ser respetada en toda democracia que se precie de serlo.

El autor es Doctor en Ciencias Políticas y Decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Políticas y de la Comunicación de la Universidad Católica Argentina.

Fuente: revista Criterio, Buenos Aires, Nº 2386 » OCTUBRE 2012.

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