La construcción de la soledad

Pese a la victoria en las urnas, que le permitió consolidar su liderazgo e imponer a rajatabla su autoridad en el PJ, el presidente Kirchner acentuó su manejo personalista del gobierno, a tal punto que dos figuras con brillo propio, Lavagna y Bielsa, debieron abandonar el Gabinete.

Por Joaquín Morales Solá

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Podría haber sido el año de su gloria. Sabemos, desde Maquiavelo, que la fortuna es una aliada imprescindible de la política, y Néstor Kirchner la tuvo en una dosis enorme. En la economía estuvo su fortuna. Sin embargo, la suerte por sí sola es inservible; algunos méritos personales debió de agregarle el Presidente como para consolidar un poder que antes tenía sólo en módicos retazos. En el año que concluye le puso fin a la Argentina en default (aunque aún está repudiada más del 20 por ciento de la antigua deuda pública); amontonó reservas como para pagarle toda la deuda anticipadamente al Fondo Monetario Internacional; batió en elecciones a su anterior padrino político Eduardo Duhalde, convertido luego en su archienemigo; armó un gabinete a su imagen y semejanza (sin Roberto Lavagna y sin Rafael Bielsa) y comenzó la gestión política de unificar el liderazgo del peronismo, que padecía una conducción bicéfala desde los tiempos de Menem-Duhalde. Así, cualquier político se sentiría en el paraíso. Pero Kirchner, no. La otra cara de la luna muestra que se ha respetado muy poco el espíritu de la democracia. La voracidad de poder del Presidente lo llevó a hacer del Parlamento una simple escribanía del Poder Ejecutivo, donde sólo se notifican las decisiones más importantes. Kirchner ha hecho de los excepcionales decretos de necesidad y urgencia una herramienta cotidiana. Hasta se ha dado el caso -en el reciente trámite parlamentario de la prórroga de la ley de emergencia económica- de que se le negara la palabra a la oposición. El arco opositor tiene serias limitaciones, que empezó a remediar embrionariamente en los últimos días cuando se dio cuenta de que el kirchnerismo avanzaba raudo para quedarse también con el Poder Judicial. Pero ese reflejo, casi un instinto de supervivencia, no puede esconder que la oposición se mostró, durante gran parte del reinado kirchnerista, inepta para confrontar proyectos y seriamente fragmentada.

De la nueva política a la resignación

Si se observa bien, no fue tan contundente el triunfo electoral del Presidente el domingo 23 de octubre, que orilló sólo el 40 por ciento de los votos nacionales. Más contundente fue el hecho de que el restante 60 por ciento de los votantes argentinos, que eligieron variantes no kirchneristas, debieran resignarse a varios liderazgos, atomizados y enfrentados en pobres rencillas. La “nueva política” promocionada por el Presidente contiene, en verdad, muchos elementos de la vieja. El clientelismo político ha estado a la orden del día, sobre todo porque esta vez tenía a un Estado rebosante de recursos. La cooptación del médico Borocotó, elegido por el partido de Macri y seducido en el acto por Kirchner, le sumó a la política, además, una dosis no menor de deslealtad y de frivolidad. No hay nueva política, por ahora. Kirchner, un sediento de poder en un mar de poder, ha usado las dificultades de sus opositores para ampliar su ya amplio margen de acción política. Es cierto, de todos modos, que el Presidente no hizo un solo gesto en la dirección de armonizar políticas o posiciones del Estado con sus opositores. Suele analizar los defectos de sus contrincantes para justificar sus reticencias a acercarse a ellos; pero él es un político, no un analista. El triunfo electoral de octubre no descubrió a un presidente más generoso que antes ni más predispuesto a la convocatoria. Por el contrario, profundizó su vieja inclinación a encerrarse entre un grupo de adeptos cada vez más reducido e incondicional. Las políticas más importantes del Estado se dirimen, en última instancia, entre un número de personas que no superan los dedos de una mano. Jamás hizo una reunión de gabinete y es muy común encontrar ministros que directamente desconocen los problemas que tienen sus pares. El Presidente suele tomar decisiones -que involucran o rozan otras áreas del gobierno- en reunión con uno solo de sus ministros. Los demás se enteran por los diarios de tales resoluciones. Con todo, hubo dos decisiones, durante el año que culmina, que resultan muy difíciles de explicar. (Y podría agregarse una tercera -la ruptura definitiva con Duhalde- si no se entiende que el líder peronista no acepta la dualidad del liderazgo: la unidad a rajatabla de la conducción justicialista forma parte de la historia de ese partido.) Las dos decisiones inexplicables, entonces, son la renuncia de Lavagna y el premeditado fracaso de la cumbre presidencial de Mar del Plata, en noviembre último. Hay muchas razones para explicar la designación de Felisa Miceli en el Ministerio de Economía: es una técnica eficiente y una buena persona. Pero la pregunta sin respuesta refiere a las razones por las que se fue Lavagna. Kirchner y el ex ministro de Economía coincidían más de lo que se suponía con los grandes trazos de la política económica y de la política en general. Tienen -hay que reconocerlo- un estilo diametralmente opuesto. No obstante, esa diferencia -notable a todas luces- no puede explicar, por sí sola, la salida del ministro más importante de Kirchner. La única razón valedera pareciera consistir en que Kirchner está definitivamente incapacitado para compartir el escenario político con otra personalidad de fuste. No puede hacerlo y tampoco quiere someterse al esfuerzo de intentarlo. Pero darse los gustos tiene su precio. Y el precio que Kirchner pagará es el de tener, de ahora en adelante, a un potencial líder político, como lo es Lavagna, fuera de su círculo de control. Según las encuestas que maneja el propio gobierno, Lavagna es ahora la tercera figura política del país en popularidad, inmediatamente después del Presidente y de su esposa. ¿Por qué lo dejó ir entonces? La cumbre de Mar del Plata, el segundo hecho inexplicable, hirió de manera severa la relación con los Estados Unidos. Kirchner maltrató a George W. Bush delante de una treintena de presidentes americanos y mantuvo con él una reunión bilateral que fue aún peor que la pública. Washington había apoyado a la Argentina en el Fondo Monetario Internacional, durante los peores momentos de la gran crisis de los últimos años. Algunos de esos momentos tuvieron lugar cuando ya gobernaba el actual presidente. La única explicación que se encontró es que Kirchner necesitaba conformar en ese momento a su clientela local de centroizquierda. Puede ser. Pero tampoco eso explica todo, porque pasó de no agredir a los Estados Unidos, ni siquiera en privado, a hacerlo en un auditorio donde estaban casi todos los presidentes americanos, incluido Bush. La salida de Lavagna y la fricción con Washington han sido, quizá, las decisiones más drásticas que tomó en los últimos meses. Y las que podrían marcar, de una manera u otra, su destino como hombre de poder.

Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 31 de diciembre de 2005.

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