Por Adán Costa (Santa Fe).-Porque nací un día veintiocho de diciembre, perpetrando una tradición que yo poco comprendo, mis padres me regalaron el nombre de Inocencia. Alguna vez alguien me contó que en ese día ocurrió una cruel matanza de niños en un país y en un tiempo lejanos que yo jamás conoceré. Nunca me conformó este nombre. No me sirvió más que para cantar presente en los únicos cuatro años que pude concurrir a la escuelita primaria, allá en los bajos. Cuando ya tuve esposo me hice conocer por Beatriz, pero Quipildor es mi apellido. A Quipildor lo muestro con orgullo, porque revela quien soy. Mi linaje es ancestral y mi sangre es tastil. Ya he sufrido lo suficiente porque a los abuelos de mis abuelos les despojaron de mi lengua kunza, mi idioma kakano, porque hoy me quedo yo sin decir palabras que en el castellano ni siquiera se enuncian. Desde hace ya muchos veranos decidí venirme a vivir a la cima de estos cerros, dónde pocos se animan a vivir. Aquí el agua dulce es una ofrenda sagrada de la Pacha, por eso aprendí a protegerla. Todas las mañanas un vecino de más arriba la toma de las entrañas de la montaña y se la ofrece a sus vicuñas, cabras y caballos. Luego me la pasa. Yo tomo sólo la que necesito y la comparto a mi vecina que vive varias leguas más abajo. De niños aprendimos de niños dos cosas muy ciertas. A tomar sólo lo que se necesita y a compartirlo sin excusa alguna. Sé que andan queriéndome sacar de estas montañas, dónde dicen que existen riquezas que para mí no cuentan. Sé también que en la ciudad, donde quieren mudarme, existen comodidades que yo no necesito. Lo único que he de decirte al respecto, es mi única certeza. Cuando llegue el día en que me muera, no me encontrará sin seguir sintiendo el perfume fresco derramado sobre mi piel de cobre, ese que sólo lloran las ceibas de montaña arriba.

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