“Hay que tomar en serio a los científicos”, señala David Sabatini

Pueden ayudar a resolver los problemas argentinos, dice el médico e investigador

Por Nora Bär

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Uno de los mayores elogios que se le pueden hacer a un científico es decirle que hizo que se volvieran a escribir los libros de su disciplina. El argentino David Sabatini viene escuchándolo desde hace mucho y en varios idiomas, por haber descubierto –junto con Günter Blobel– que las proteínas tienen señales intrínsecas que gobiernan su transporte y localización en la célula. El hallazgo les valió a ambos numerosos reconocimientos conjuntos, salvo el premio Nobel, que sólo recibió Blobel, en 1999. “El Gobierno debe tomar en serio a los científicos”, señaló Sabatini, miembro de las tres academias científicas más prestigiosas de los Estados Unidos y director del jurado de becarios internacionales del Instituto Médico Howard Hughes, una de las mayores organizaciones filantrópicas del mundo. En 2003 coronó una larga serie de distinciones con la Gran Medalla de Oro de la Academia Francesa de Ciencias, que, en su momento, recibieron, entre otros, Louis Pasteur, los esposos Curie y Gustave Eiffel. Padre de dos científicos brillantes (uno se destaca en Harvard y el otro en el MIT), la historia de David Sabatini ilustra dolorosamente el endémico drenaje de cerebros que padece el país. Aunque es oriundo de Bolívar, provincia de Buenos Aires, donde sus abuelos y bisabuelos “ya habían empujado a los indios”, su familia más tarde se mudó a Rosario, donde el padre –“un idealista”– fundó cinco escuelas industriales. Llegó a los Estados Unidos tras recibirse de médico en la Universidad Nacional del Litoral y hacer sus primeras armas en la ciencia en los días inaugurales del Conicet. Los recuerdos que conserva de sus épocas de estudiante en la Argentina son agridulces: “Rosario durante el peronismo era terrible, porque la universidad había sido degradada, pero afortunadamente había un Instituto Libre de Estudios Superiores. Yo iba a la noche. Estudiábamos griego, latín… Tenía compañeros muy inteligentes, gente excepcional. La vida era muy estimulante”. Ahora vive a cinco cuadras del Empire State, en el West Side neoyorquino, y tiene una casa antigua en New Rochelle, rodeada de árboles, donde se refugia para escribir y leer. Su familia está compuesta íntegramente de científicos: “El otro día hicimos una reunión en mi casa y no había ni una sola persona que no hubiera estudiado medicina -bromea-. La medicina es una gran educación secundaria, en cierta forma”. Hace algunas semanas vino a Buenos Aires, donde aún conserva un amplio departamento, para recibir un doctorado honoris causa de la Universidad de Buenos Aires. -Usted estudió medicina, pero se dedicó a la investigación. ¿Cómo decidió ese viraje? -Siempre me interesó la ciencia. Mis libros de ciencia son anteriores a mi partida de la Argentina, en los años sesenta. Acá había, a pesar de que estaba Perón en el gobierno, un movimiento extrauniversitario, gente como Braun Menéndez, Leloir y Houssay, al que conocía bien. Un bioquímico de Rosario me había entusiasmado para que midiéramos niveles de gonadotrofina en las mujeres no embarazadas para verificar la función pituitaria. Había que extraer sangre, precipitar con alcohol, conseguir ratones -porque el ensayo era inyectarles las distintas diluciones a ratones hembras-, sacarles el útero, que pesa diez gramos, ver si crecían y hacer un dosaje. Vine acá y el doctor Pasqualini me regaló 300 ratones. Me los llevé en tren a Rosario, empecé a alimentarlos, a pesarlos… En esa época se instaló la Confederación General Universitaria (CGU). Yo era el mejor alumno de la Universidad de Rosario; tenía todo sobresaliente -creo que todavía es un récord-, pero cuando a varios los tacharon de la lista, renuncié. Por eso hice mi residencia en el Hospital Municipal y cuando terminé no me dieron el diploma. Había que hacer una monografía en grupo, pero no nos aprobaron. Me entregaron un certificado por el que podía practicar la medicina sólo donde no hubiera médicos. En el año 53 o 54, cuando me recibí, fui a Pujato, cerca de Rosario, con un compañero. Fue una época heroica, porque hicimos hasta partos en la cama, sobre papel de diario. -¿Y entonces qué pasó? -Salió un aviso en el diario sobre una competencia para ayudantes de cátedra. Vine a Buenos Aires y me presenté. Me tomaron en el Instituto de Hematología de la Academia de Medicina y entré con [Eduardo] De Robertis. Pero ¿sabe lo que pasó en Rosario? Como no me afilié al justicialismo, me mataron los ratones con gas. ¡Los 300 ratones! Por eso, los que me hablan del peronismo en esa época… Sin embargo, pienso que fue un error sacarlo. Uno tendría que haber tenido paciencia porque, al ser proscripto después todo un sector de la población, la gente nunca vio lo que había sido realmente. -Pero, por otro lado, vivió usted una época dorada del Conicet… -Lo vi nacer. A mí me nombraron en la primera camada. Un día fuimos al primer congreso americano de ciencia fisiológica, que se hizo allá por 1957 en Punta del Este, con Houssay y De Robertis. Entonces Chagas (hijo) le dice a Houssay: “Vamos a hacer un curso. Tengo plata de la Unesco. ¿Por qué no me manda a alguien?”. Y Houssay me dice: “¡Rosarino!”, porque ni se acordaba de cómo me llamaba. Así fui a Brasil con Carlos Chagas. El me ofreció un puesto. Quería que me quedara. Chagas era un coleccionista de talento extranjero y casi me quedo, pero volví y De Robertis fue muy estimulante. Era muy exigente; a veces tenía mal humor, pero con estándares muy altos. Tenía ambiciones que trascendían los límites que había acá. Hacíamos microscopia electrónica sin ayuda técnica ninguna. ¡Lo que aprendí desarmando ese microscopio y volviéndolo a armar! -De la Universidad del Litoral pasó a Yale. ¿Cómo se sintió cuando desembarcó en los Estados Unidos? -No bien llegué, dije: “Este microscopio tiene astigmatismo. Déjenme, que lo abro”. “¡No lo toque!”, me contestaron. Pero lo limpié y me dejaron a cargo. En esa época acá estábamos mucho más avanzados que allá. Nosotros hacíamos nuestras navajas, nuestros filamentos; cambiábamos las aperturas… Yo era como un violinista con el microscopio. Allá llamaban al service, ¿me entiende? Así que a las pocas semanas hice un descubrimiento muy grande, que fue el que me selló la carrera. -¿Nunca quiso volver? -Sí, pero las cosas se pusieron feas. Claro: yo me fui en la época de Frondizi, pero después lo sacaron. Yo de peronismo no quería ni hablar, y cuando vinieron los militares, peor todavía. Tenía amigos muy queridos acá. Bueno…, ellos se fueron. Otros colegas, también. Casi todos los que empezamos con De Robertis nos fuimos. -¿Tuvo algún ofrecimiento concreto para regresar? -No, nunca. Hubiera sido poco realista. Ya no era posible para mí. Es decir, ¿me voy a mudar? ¿Con un departamento, con dos hijos ya, con nietos? Sin embargo, me encuentro muy cómodo en la Argentina. Una vez que uno ha ido a la escuela secundaria en un lugar, queda anclado para siempre. -Usted vio el nacimiento de la ciencia organizada en la Argentina y después pudo experimentar los beneficios de la maquinaria tan bien aceitada que es la investigación en los Estados Unidos. Comparando ambos sistemas, ¿qué diría que hay que hacer para sacar a flote las capacidades científicas locales? -Yo creo que el país tiene muchísimo potencial. Se están haciendo cosas buenas, porque han aumentado los recursos. Ahora hay que aumentar el número de instituciones que hacen ciencia y hay que proveerlas no solamente de sueldos, sino de apoyo económico para que puedan ser competitivas. Creo que una inversión masiva en ciencia podría dar resultados espectaculares. Conozco al ex director del Ministerio de Industria y Desarrollo de Corea, y estoy seguro de que una inversión así tendría resultados inesperados. -En el país muchas veces se esgrime la razón de que no puede hacerse porque antes hay que resolver otros problemas urgentes, como el de la pobreza… -Sí, bueno, estamos listos entonces… Estamos listos. No lo hizo Israel, no lo hizo Corea. No… Fíjese, por ejemplo, lo que se está haciendo en los países bálticos. En Estonia, que está poniendo recursos increíbles, instrumentos de los más avanzados, espectroscopia de masa, análisis robótico, microarrays, herramientas de 500.000 dólares para arriba. Eso lo hacen porque son países que ya tienen experiencia, han vivido épocas de desarrollo. Aquí habría que hacer lo mismo. Uno lo ve en Brasil: se hizo un acelerador de partículas lineales que se utiliza en toda América del Sur. Cuando vinimos acá por primera vez con el Instituto Howard Hughes, tuvimos una reunión en el Plaza Hotel y yo hice un pequeño discurso de que había que unirse con Chile y Brasil y empezar a hacer institutos internacionales como los que se hicieron después de la guerra en Europa. Como el CERN, en Ginebra, o como el Embo en Heidelberg, donde se construyó el Instituto Europeo de Biología Molecular que ha sembrado toda Europa de talento y conocimiento. Y los brasileños dijeron: “Nosotros, si es en San Pablo, estamos de acuerdo”. Podría haberse hecho algo de neurociencias en Chile, de bioquímica en la Argentina, y de parasitología y microbiología en Brasil, por ejemplo. Hay que pensar más creativamente. Hay que multiplicar dentro del país las instituciones bien equipadas que atraigan gente. Yo creo que ésa es una de las soluciones. -Un destacado científico argentino también emigrado, pero a México, Marcelino Cereijido, dice que la gran equivocación en la Argentina es que se habla de apoyar a la ciencia, en lugar de apoyarse en la ciencia. ¿Usted coincide? -Ambas cosas: uno no puede apoyarse en la ciencia si no se ha apoyado a la ciencia. “Pirincho” Cereijido tiene un don para hacer relaciones como ésa. Pero no quisiera criticar a las instituciones, porque estar afuera y criticar… ¡Qué ingratitud! Me acaban de nombrar miembro honorario de la Academia de Ciencias, pero ¿la Academia tiene un papel como consejera del gobierno, del Ministerio de Salud? ¿Se le dan problemas para estudiar? Claro, en ese sentido, “Pirincho” tiene razón. En cambio, la Academia de Ciencias de los Estados Unidos es una fuente de consejos. No es que los académicos den todo el consejo, pero tienen un staff. Se busca gente del ambiente científico de todo el país y se dice: “¿Qué tal el suplemento de vitaminas para la leche? ¿Realmente vale la pena?”, o: “¿Qué está pasando con la contaminación ambiental debida al mercurio?”, o: “¿Qué hacemos con los problemas del cambio climático? ¿Cómo estimulamos a más gente para que estudie ingeniería?”. Los científicos pueden ayudar a resolver cualquier problema que tenga el país donde se necesite estudio. Y los problemas no siempre son generados por los investigadores, sino por el gobierno, por la administración nacional, por el público… Estoy de acuerdo: hay que darle un lugar a la ciencia en el país. Habría que hacerlo pronto e incorporar a los científicos en muchas áreas. -La Universidad de Nueva York, donde usted trabaja, recibió no hace mucho una donación multimillonaria de un científico que realizó allí investigaciones por las que obtuvo una patente farmacológica que le ofrece ganancias fabulosas. ¿Cómo piensa usted que se puede incrementar la inversión privada en ciencia en la Argentina? -Bueno… Yo vi que la señora Fortabat recibía un homenaje porque había apoyado becas para que la gente estudiara en Harvard. No me opongo a eso, pero hacen falta más becas acá, en el país. Por eso lamenté tanto que cerrara la Fundación Antorchas… ¿Por qué la cerraron? Bueno, porque no tenían confianza en el futuro. -Toda su carrera fue en ciencia básica. ¿Cómo se la puede articular con la producción? -Es una pregunta muy importante. Sencillamente, hay que hacer grupos con talento para atacar los problemas. -Recibió innumerables distinciones y es miembro nada menos que de cuatro de las academias más prestigiosas del mundo: de la de Ciencias de los EE.UU., de la de Artes y Ciencias, de la American Philosophical Society y la Académie Française… ¿Le queda tiempo para investigar? -Cuando se termine el nuevo edificio de doce pisos de la Facultad de Medicina de NYU (donde soy presidente del comité de reclutamiento de fondos), voy a dejar la dirección del Departamento de Biología. Seguiré como profesor, pero hay que dejar lugar… No es que mi ciencia se haya envejecido ni que se hayan resuelto los problemas sobre los que trabajaba, pero la ciencia progresa por ciclos. -Como jurado del Instituto Howard Hughes supervisa las presentaciones que hacen los jóvenes científicos que desean acceder a los subsidios. ¿Qué opina de las que envían los argentinos? -Este año estoy haciéndolo para Europa oriental y los países del Báltico. Antes me ocupaba de América latina, pero me acusaron de tener un sesgo. No es cierto, pero “me salieron” bastantes argentinos, en Rosario, Córdoba, Mendoza…. Y es muy alentador que esté pasando eso en el interior. Es muy impresionante que esta clase media argentina siga produciendo gente con ambiciones de gloria más que de dinero, ¿no?

Nora Bär

Fuente: diario La Nación, 22 de octubre de 2005.

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