Frente a la globalizada indiferencia, el despertar del alma

Por Víctor Corcoba Herrero.- Cierta noche, cuando la luna vertía sus tintes de luz a la espera de un nuevo amanecer, me desperté con un gran sobresalto. La voz venía de la calle y había traspasado mi ventana, sí la del alma. Alguien, con una voz grave, propia de la juventud, decía que se moría. Rompí el miedo y fui, sin pensarlo, a fundirme con su dolor, a ofrecerle parte de mi aliento, a donarle asimismo mi solitaria compañía. Al menos dejaríamos de ser dos solos en la noche. Por consiguiente, la soledad nos arropaba a ambos, mientras el joven más gritaba. Me dijo que se había pegado unos chutes de drogas y alcohol, y que lo llevase al hospital, que se quedaba sin respiración. Así lo hice, pedí auxilio, pero por más que insistí éste no venía, así que me dispuse a ir con él a un próximo hospital, caminando como dos ermitaños por las calles de la indiferencia en un hábitat que dice ser humano. No había ambulancia para este angustiado mozalbete, que no paraba de mirarme y de llamarme colega, mientras alternaba su mirada con un lacónico: vámonos de aquí. Lo cruel es que en las urgencias tampoco nadie respondía a sus súplicas. Parecían gentes de piedra, muy de blanco pero sin corazón, con una coraza en el cuerpo que les mantenía fríos y con semblante de pocos amigos. Lo más que me dijeron era que lo dejara y que me fuera. A lo que él me respondía: no te vayas colega, vámonos los dos que nos están echando.

Recordé entonces mi paso por la organización de Proyecto Hombre, su filosofía humanista, de persona a persona, de corazón a corazón. Sólo así se puede recuperar la vida. Quizás nos habíamos confundido de lugar. O tal vez no, porque debería curarse. Las drogas ya se sabe matan. Sea como fuere, después de un largo tiempo sin ser atendidos, tampoco consolados, más bien fuimos excluidos, optamos por seguir caminando, por huir de esta atmósfera de indiferencia hacia un ser humano. En el fondo, todos andamos un poco desorientados, pensaba yo mientras tejía lenguajes de ánimo, evocándole mis últimos poemas sobre la aurora de una nueva era mundial mucho más fraternizada. Al final, los dos venimos a mi casa y, unidos a una vía láctea de sueños nos inventamos hasta otro mundo más solidario y más auténtico. Hablamos mucho, hasta el punto que perdimos el reloj y buceamos por nuestros interiores como si tuviésemos todo el tiempo para nosotros. Después de prometerme acudir a un centro de rehabilitación y proseguir sus estudios de ingeniería, abrazar a sus padres como jamás, y reiniciar un nuevo proyecto de vida lejos de este mundanal comercio, nos fusionamos en un abrazo que jamás olvidaré. Yo también le di mi palabra de amigo, porque la amistad te impide resbalar al abismo, no en vano vale casi tanto como la familia.

Estoy seguro que el joven va a recuperar su autonomía, y, en efecto, me consta que ha tomado el camino de la responsabilidad. Obviamente, lo primero que debe adquirir toda persona es el sentido de la autoestima y el compromiso con su propia vida y el entorno. Uno tiene que despertarse por sí mismo, nadie puede actuar por otro, es cierto, pero este clima de indiferencia ayuda bien poco a renacerse, a rehabilitarse, a volver a ser persona. ¡Cuántas veces quienes buscan estas cosas no hallan comprensión, no encuentran acogida, no perciben solidaridad alguna! ¡Y sus voces se apagan en la indiferencia más absurda! Mi nuevo amigo, del que omito su nombre porque podemos ser cualquiera de nosotros, yo mismo, antes de reconocerse persona ha pasado por las manos de los traficantes, aquellos que se aprovechan de la pobreza de los otros, esas personas sin escrúpulos para las que la pobreza de los otros es una fuente de lucro. ¡Cuánto gente sufre injustamente!. Recuerden que mi amigo gritaba que se moría y todo parecía inerte, sin respuesta, realmente nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, máxime si no tiene nada que ver con nosotros, nada nos importa y nada nos concierne. ¡Cuánta inhumanidad!. Si algo me entusiasmaba de Proyecto Hombre Granada, precisamente era y es, el esfuerzo de muchas gentes, profesionales, terapeutas, familiares, voluntarios, todos unidos con el fin de acompañar y ayudar a las personas en proceso de rehabilitación y reinserción social, y así surgió el título de la revista "ayudando a vivir".

Hoy más que nunca tenemos que seguir ayudando a tantas gentes oprimidas por precarias condiciones de vida. Mientras unos lo tienen todo y derrochan sin sentido, otras personas mueren cada día agobiadas y sin poder respirar, bajo el peso cruel e insoportable del abandono y la indiferencia. Naturalmente, en las orillas de la sociedad son muchos los hombres y mujeres probados por la indigencia, pero también por la insatisfacción de las duras vivencias y la frustración. Son los grandes perdedores del mundo moderno, a los que ya le ha salido una interesada voz, que tampoco es su voz, sino un populismo ambicioso y calculador que arraiga por toda Europa. Es cierto que muchos se ven obligados a emigrar de su patria, poniendo en riesgo su propia vida, pero la inmigración tampoco puede convertirse en la diana del discurso fácil y demagógico. De igual modo, son muchos los que cargan cada día con el peso de un sistema económico que explota al ciudadano, al que le impone sin miramiento alguno una apiñada corona de espinas insoportables, que por supuesto los privilegiados no portan. Realmente, hemos de tomar cognición y retornar con humildad a ser fieles a nuestra propia especie. Todos somos tronco de un mismo tronco humano. Recordémoslo siempre. Por ello, no sólo hay que cargar con el peso de los demás, sino también hemos de ser prudentes con nuestros juicios, con nuestras críticas, con nuestra indiferencia.

La idea aristotélica de que "lo que tiene alma se distingue de lo que no la tiene por el hecho de vivir",  debe hacernos reflexionar, puesto que es "aquello por lo que vivimos, sentimos y pensamos". Considero, pues, que hemos de despertar como humanidad, unos del acomodo y encierro en su propia fortuna, algo que paraliza el corazón; y, los otros, igualmente han de despertar del victimismo y encierro en su propia destrucción, algo que también anestesia la ilusión. No olvidemos que un planeta deshumanizado, o imbuido en la indiferencia más atroz, lleva en su culpa la pena. En consecuencia, todos al unísono hemos de templar el alma ante las dificultades de la vida, pero de la misma manera  hemos de despertar con el mejor libro de moral que llevamos, la distintiva conciencia humana, que hace que nos examinemos, nos denunciemos y hasta nos acusemos a nosotros mismos, y a falta de testigos -como decía el escritor y filósofo francés Montaigne, "hasta declarar contra nosotros". Dicho queda. Buen propósito de enmienda. 

Escritor español de Granada corcoba@telefonica.net 16 de noviembre de 2014

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